Ver morirse un bosque en Extremadura

Quien más y quien menos en los pueblos, e incluso en las ciudades pequeñas, siente el cambio del clima, lo experimenta en sus carnes ya, lo percibe en sus cultivos, lo ve en sus paisajes, lo comprueba en los ríos cada vez más secos y sucios, quien más y quien menos recuerda que antes llovía, helaba y nevaba más, que había más animales salvajes, más insectos…
 
Fernando Llorente Arrebola
Ecologista y politólogo


Este verano de 2019 en el Hemisferio Norte, que aún yéndose lentamente insiste en su pertinaz sequía, pasará a la historia (si la hubiera) por ser el más caluroso y seco de los últimos decenios, pero también probable y desgraciadamente por ser el más fresco y húmedo de los próximos decenios. En este verano triste y seco hemos alcanzado algunos hitos memorables: nunca han sucedido tantos incendios simultáneos en tantos lugares del planeta. Como si se tratara de una psicopatología global o un brote psicótico generalizado del nihilismo capitalista desde el África subsahariana al Amazonas, desde Siberia a Portugal los incendios provocados han arrasado incontables millones de hectáreas y han arrojado a la atmósfera gigatoneladas de CO2, realimentando así la espiral catastrófica del calentamiento global.
También en nuestra región (Etremadura, España) a falta de cerrar la temporada de riesgo alto de incendios (o sea a falta de lluvias) y de conocer los datos del INFOEX podemos presumir de haber quemado “más y mejor” que nunca antes, más superficie de los mejores ecosistemas que nos quedaban. En este histórico y maldito verano de 2019 hemos rebasado otro récord: el de la concentración de CO2 en el aire, más de 415 ppm y disfrutamos así del dudoso privilegio de ser los primeros homo sapiens de la historia en respirar un aire así de enrarecido. 

Con estos mimbres no es de extrañar que este verano también haya sido el de la popularización viral de la preocupación social en torno al Cambio Climático. Hemos llegado a un punto en que ya ni siquiera el primo de Rajoy se atreve a cuestionarlo, el negacionismo vive horas bajas y en estos lares sólo lo sostienen la extrema derecha más cejijunta y meapilas, algunos residuos del naufragio de la “izquierda piolet” y ese zombie político que es el rojipardismo. Pero el gran problema sigue siendo que, si bien aquí abajo nos quedan pocas dudas sobre la gravedad de la situación y el negacionismo es una minoría cada vez más irrelevante, ahí arriba ocurre lo inverso: Trump, Bolsonaro, Macri, Putin, Erdogan, Xi Jinping, etc. siguen empeñados no ya en echar leña, sino gasolina al fuego.
La gran mayoría de los gobiernos y gobernantes actuales no es que nieguen el cambio climático, es que lo propician y se enriquecen con él, deviniendo auténticos aceleradores entrópicos que promueven dispositivos enloquecidos de devastación ecológica, promoviendo políticas que sólo pueden calificarse como crímenes de lesa humanidad, como genocidas. Muy a su pesar la cuestión climática ha entrado definitivamente en la agenda de las cuestiones públicas y de las preocupaciones cotidianas. En las escuelas, en las calles, en los bares, en los parlamentos… se habla y discute de ello, se palpa una preocupación extendida socialmente sobre una cuestión que hasta hace poco sólo interesaba a las minorías ecologistas pos mayo del 68.
Casi cinco décadas después de la publicación del primer informe del Club de Roma sobre Los Límites del Crecimiento, por fin la conciencia colectiva parece activarse en torno a la amenaza más grave y urgente que se cierne sobre nuestro incierto presente y nuestros futuros comunes. Más vale tarde que nunca, pero es tarde, como dice Jorge Riechmann “la revolución ecosocialista y feminista había que haberla hecho ayer”. Es tarde, pero aún podemos luchar para que no sea demasiado tarde. Es tarde para evitar el Cambio Climático, sobre eso hay consenso científico y político salvo por ese puñado de antropomorfos negacionistas, por eso el debate se sitúa ahora entre los que proponen vías de adaptación y mitigación y aún sueñan con una transición ecológica y los más pesimistas (o realistas) que piensan que se trata de sobrevivir al colapso generalizado de esta civilización o de “colapsar mejor”.
El mes de julio de este año fue el más cálido y seco de la historia a nivel global, y lo propio ocurrió en Extremadura, que alcanzó récords absolutos y relativos de temperaturas por encima de los 45 grados (el calor letal se estima a partir de los 50 grados). Hace falta mucha fuerza de voluntad o mucha ceguera para ser extremeño/a y negar el cambio climático y sus efectos. A nivel agrícola la campaña de este año se ha resentido considerablemente por la sequía y el exceso de calor, las cosechas de uva y vino, de aceituna y aceite, de higos, de miel, etc. vienen con reducciones de entre el 20% y el 40%. En la ganadería el paisaje es desolador: no sólo son los cientos de millones de euros que han gastado los ganaderos en suplementos alimentarios, es que además, según denuncia Fedehesa, en muchas explotaciones y dehesas la situación es crítica en cuanto a la falta de agua de boca para el ganado y se está teniendo que acarrear agua a los abrevaderos, Fedehesa también advierte que la situación es tan crítica que si no entran pronto lluvias abundantes corren peligro las propias encinas.
Decía Félix Rodríguez de la Fuente que a España “la habían hecho las encinas y las ovejas” y en Extremadura estamos acabando con las unas y las otras, pero eso sí, tenemos el país lleno de rojigualdas. Y la sequía de un año hidrológico anormalmente seco ha acabado por afectar en muchos pueblos al consumo humano, pueblos que empiezan a tener que restringir el consumo y acudir a suministros externos de urgencia.
En una región que sigue siendo eminentemente rural, como la nuestra, la percepción popular del cambio climático no requiere tanto del aluvión de datos del IPCC y de los informes científicos, ni de la contabilidad monetaria de las pérdidas agroganaderas provocadas por la sequía, el granizo y otros eventos. Si preguntamos a esos “perseguidores de primaveras en un mundo que se empeña en agostarse demasiado rápido” que son los pastores y pastoras que nos quedan, podemos comprobar que sin haber leído a Naomi Klein, a Daniel Tanuro o los informes de Ecologistas en Acción, dan fe de que todo va a peor, de que cada vez hay menos hierba y se seca antes, de que los ecosistemas se degradan, de que el suelo se pierde y erosiona. 
Quien más y quien menos en los pueblos, e incluso en las ciudades pequeñas siente el cambio del clima, lo experimenta en sus carnes ya, lo percibe en sus cultivos, lo ve en sus paisajes, lo comprueba en los ríos cada vez más secos y sucios, quien más y quien menos recuerda que antes llovía, helaba y nevaba más, que había más animales salvajes, más insectos…
La ECODEPENDENCIA es un concepto que en las ciudades igual requiere de una cierta elaboración y reflexión intelectual, pero en nuestra tierra, la ecodependencia se experimenta directamente en los cuerpos, en las economías familiares, en lo más material pero también en los miedos y emociones colectivas. Por eso, en el mundo rural, la conversación sobre el tiempo no es sólo un modo de romper el hielo o llenar un incómodo silencio, sino que hablar del tiempo es una forma de solidaridad en la preocupación sincera acerca de la sequía, el granizo o el fuego. El discurso urbano y oficial del cambio climático que se despliega en la cumbres de gobernantes y en las políticas públicas se asienta en montañas de datos cuantitativos y científicos sobre la evolución del Clima que son absolutamente necesarios, pero también se hace urgente dar cuenta de la vivencia a pie de tierra de lo que está significando real y vivencialmente el Cambio Climático.
Así deberíamos describir como, a mediados de agosto, los robledales del norte de la región empezaron a otoñar de sed, que los ríos y gargantas discurren exhaustos, que los arroyos se han secado, que las fuentes se van cegando progresivamente, que cada vez hay menos abejas, menos saltamontes, menos insectos en general. El periodismo de la emergencia climática debería poder explicar el tremendo olor a muerte de los incendios y como cuando se te mete por la nariz destruye toda alegría, toda esperanza. 
El periodismo de la emergencia climática debiera poder transmitir el miedo, casi vietnamita pero al revés (en esta guerra los helicópteros son aliados) que provoca el fragor de los helicópteros antiincendios en la montaña ardiendo. Tendríamos que ser capaces de hacer el inventario de las mircroguerras del agua que en tantos pueblos de nuestra geografía se están desatando ya ante la escasez cada vez más aguda de este bien preciado y vital, también deberíamos dar testimonio emocional de lo que las tremendas tormentas que hemos vivido provocan: el miedo a los rayos, el temor al granizo destructor de cosechas, el pavor a los incendios que causan las tormentas…
Dice Richard Powers en su magna obra El Clamor de los Bosques que “los árboles se encuentran en el núcleo de la ecología y han de llegar al núcleo de la política humana”. Desde hace más de 20 años vivo en un bosque, es uno de esos bosques sanos en los que se abrazan la flora mediterránea y atlántica, un “ecotono” dicen los ecólogos, un lugar en que aún es posible ver a un naranjo y a un castaño cultivados en la misma gavia. Desde hace años observo el avance de un deterioro multicausal pero dramático, asisto a la muerte de un bosque. Desde dentro de este bosque y de su declinar es que escribo un artículo para El Salto en el que debo volcar datos objetivos de modo que ustedes no se aburran, tengo que emplear la máxima corrección ortográfica y política para que ustedes no se me molesten, buscar la máxima veracidad y un hilo discursivo que les toque a ustedes su fibra sensible, su corazón. Pero ver morirse un bosque, uno de los mejores de Extremadura (y eso es como decir uno de los mejores bosques de la Europa Meridional) es una experiencia ardua, incómoda, una triste experiencia de esas que uno preferiría no vivir y de la que sin embargo no se puede escapar. 
Asistir año a año a la muerte primero de los castaños, y ahora de los robles y hasta de algunos enebros, ver como la garganta cada año se seca un poco más pronto y se recupera un poco más tarde en otoño, contabilizar el descenso de las precipitaciones. Hace un lustro que no veo luciérnagas (y no veo porque esto no debería ser noticia), cada vez hay menos mariposas, es raro ver en la otoñada las setas que hace sólo 15 años todavía había en estos montes. En las primaveras secas cada vez más frecuentes se apoderan de los robles unas plagas de polillas que leos dejan defoliados y sin bellotas, las castañas no engordan en los pocos castaños que sobreviven a la sequía y los hongos, los conejos y liebres que otrora pululaban han desaparecido, las perdices que aún cantan son las que sobreviven de las repoblaciones artificiales que realizan las sociedades de cazadores y la Junta. Los anfibios, tan bellos, tan útiles y tan dependientes del agua, están retrocediendo dramáticamente, y lo mismo ocurre con los resilientes reptiles…
Pero cuando se va muriendo un bosque no sólo se van muriendo las plantas, van disminuyendo los animales y se va perdiendo la delgada capa del suelo fértil, también se derrumban las gavias, se ciegan las acequias de riego, los prados se rudelizan, el mosaico silvoagroganadero se borra, desaparecen las eras, se hunden los chozos, se muere la arquitectura y el paisajismo populares, se deteriora y se pierde el trabajo ingente contra la erosión que hicieron nuestros antepasados aterrazando y cultivando estas laderas, se olvida la cultura pastoril y campesina, se pierde la memoria… y comienza la supervivencia.
La ecoansiedad y la depresión climática son ya por derecho propio paisajes del alma contemporánea. Es muy difícil sustraerse a la tonalidad trágica y triste de los campos sedientos, es muy difícil no escuchar el rumor telúrico de la desertización, es casi imposible esquivar la desesperación ontológica que se experimenta cuando asistimos a un incendio o a la extinción de una especie o al envenenamiento del mar. Uno de los pocos métodos que tenemos para salir de la impotencia y de la desesperación es el que están señalando las generaciones jóvenes, el movimiento mundial de desobediencia civil contra la extinción. La niña Greta Thunberg es el símbolo más visible de todo ello: hay que levantarse, hay que movilizarse, la casa está en llamas y la pasividad no es una opción, hay que desobedecer y objetar a este modelo de desarrollo que nos aboca al desastre, hay que emprender cambios personales en nuestros modelos de consumo y de relación con el mundo, hay que acelerar el proceso de concienciación colectiva, hay que hacerles la vida imposible a los políticos que nos están haciendo imposible la vida, hay que reconstruir lo comunitario.
Por eso, la semana de movilizaciones mundiales que va de la huelga estudiantil del 20 de septiembre a la huelga global contra el cambio climático del 27 es tan importante, es muy probable que en Extremadura, pese a estar en la vanguardia del sufrimiento climático, estas movilizaciones sean muy minoritarias (las causas de esta disonancia merecerían otro artículo, que no descarto) y aparentemente irrelevantes, pero aún así será una movilización histórica que si sirve para sacarnos del clima emocional de estupor, miedo y tristeza en que yacemos ya será un éxito. Si además sirve para reinventar lazos comunitarios y establecer formas de cooperación política, podría ser el comienzo de la re-evolución que necesitamos tanto como que llueva.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/cambio-climatico/ver-morirse-un-bosque - Imagen de portada: Foto: Andrea Kirkby

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