Manifiesto salvaje: dominación, miedo y desobediencia radical (2ª Parte)

Una modernidad permanentemente inacabada. Estamos ante una generalizada adhesión a la “santísima trinidad” de la Modernidad, con el Estado como el padre, el mercado como el hijo, y la razón como espíritu santo, según recuerda Eduardo Viveiros de Castro (30). Es un acto de fe para calmar el miedo fundacional. Ha sido tan efectivo que sin dejar de reconocer algunas crisis que ocurren en su seno, prevalece el convencimiento de que todos los problemas se solucionarán siendo más modernos.

Por Eduardo Gudynas

Termina aceptándose a la Modernidad como un proyecto inacabado, tal como apuntaba Jürgen Habermas, para que de ese modo muchos se entretengan buscando una nueva versión que resolvería los problemas actuales (31). Esas buenas intenciones se repiten permanentemente en América Latina, muchas veces formuladas como planes multiculturales e incluso interculturales, que apuestan por una nueva Modernidad que respetará y reelaborara los saberes e identidades indígenas, algo así como andinos que repiensan al Platón helénico como cándidamente celebra Fernando Calderón para Bolivia (32).
Ante advertencias de este tipo, hay muchos que reaccionan insistiendo en que se basan en visiones simplistas y monolíticas, casi caricaturescas, de la Modernidad.
La respuesta es que la Modernidad es plural; a su interior es heterogénea, tanto en sus concepciones y sus sensibilidades, como en los modos en que se entremezclan con las historias locales y regionales. Pero toda esa diversidad mantiene saberes y sensibilidades comunes, compartidas por las grandes corrientes liberales, conservadoras y socialistas, que sirven como cimientos sobre los que descansa esa heterogeneidad.
Se toleran discusiones, disputas que pueden ser muy intensas o incluso revoluciones, pero no se pone en discusión esa esencia en los modos de pensar y sentir. Se puede discutir cómo progresar, pero no se acepta abandonar esa idea; es posible debatir sobre la gestión de la Naturaleza, pero la dualidad que la separa de la sociedad no está en duda.
Somos subdesarrollados porque queremos ser desarrollados a imagen de ellos. Entonces no puede sorprender escuchar a los que sostienen que las críticas deben apuntar al capitalismo y no a la Modernidad, asumiendo que habría una Modernidad no-capitalista que sería beneficiosa y positiva.
Seguir ese camino implica que otra vez se intente transitar de una variedad a otra de la Modernidad, convirtiéndose en una alternativa que refuerza aquellos cimientos porque no puede llegar a cuestionarlos.
Es de ese modo que continuamente son reproducidos disciplinamientos que determinan lo aceptable e inaceptable, lo cuestionable e incuestionales, lo sensible y lo insensible (33).
Esto es muy claro en América Latina porque estamos rodeados de ejemplos de esos vaivenes dentro de la Modernidad. Hemos presenciado frenéticas defensas y ataques entre distintos tipos de desarrollo, pero todos ellos desarrollos al fin, ensimismados en la modernización y el crecimiento. Hemos escuchado proclamaciones partidarias por derecha y por izquierda, viejos conservadores contra socialistas del siglo XXI, y así sucesivamente, aunque todos terminan encerrados en los mismos preceptos de la política moderna.

Se ha subestimado que la Modernidad alimenta su vigor al permitir esa diversidad, y si bien se sacude con episodios de crítica y locura, no todos son tolerables. El disciplinamiento determina qué se puede discutir y qué no, cuáles cambios son imaginables y cuales inconcebibles. No necesariamente prohíbe algunas alternativas, sino que las ha hecho impensables. Esto tampoco resulta de una simple imposición del norte, especialmente europeo, sobre un sur, sino que unos y otros participaron a su modo. La subordinación se forjó, como se indicó arriba, porque muchos aquí en el sur buscaban y deseaban el magisterio que venía desde el norte, y entre todos organizaron este entremado.
Pero ya no hay más tiempo para seguir intentando rescatar a la Modernidad. Se han aplicado todo tipo de reformas, ajustes, modificaciones y hasta revoluciones en su seno, pero ninguna de ellas ha alterado esas esencias. Casi todos siguen convencidos que la Naturaleza está separada de los humanos, que el logos cartesiano brindará soluciones científico-tecnológicas, y que debemos marchar hacia el progreso.
Sin embargo, los impactos sociales y ambientales se siguen acumulando a un ritmo cada vez más veloz, y los intentos de reparación no logran resolverlos.
Quienes se consideran civilizados y observan con desprecio a aquellos que tildan como salvajes, terminan aceptando la desigualdad, la pobreza y la violencia. Repiten los mismos esfuerzos para resolver los problemas sin asumir su repetido fracaso. No es posible seguir con esos intentos, porque se han sumado nuevas crisis, de una gravedad inusitada y en una escala planetaria. Estamos sufriendo una debacle ecológica que pone en riesgo a toda la vida en el planeta, y la Modernidad es incapaz de resolverla precisamente porque es su causa.

La organización, la sensibilidad y el pensar moderno reviste una petulancia total al concebirse como universal y único, sin límites, y por lo tanto sin alternativas más allá de éste. Como sólo se conciben y comprenden disputas a su interior no se sueña con una escapatoria. Los tránsitos entre distintas modernidades alimentan la ilusión de cambios que en realidad son siempre regresos. Y en esos retornos siempre está presente aquel miedo básico.
Tal vez, como hace decir Diamela Eltit a esa hija que es todas las hijas de una madre patria, ya es tarde para curar esa angustia de siglos porque está “en marcha un operativo para decretar la demolición y la expatriación” de todos los cuerpos.
En las minas, donde los “huesos cupríferos serán demolidos en la infernal máquina chancadora”, el “polvo cobre del último estadio de nuestros huesos terminará fertilizando el subsuelo de un remoto cementerio chino” (34).
Esos operativos de demolición de personas, culturas y ecologías resultan de la capacidad de la Modernidad en extender y reforzar continuamente el control y la dominación para asegurar el orden normalizado. Si algunos dudaban de ello, la pandemia de 2020 por el coronavirus lo ha dejado en claro, y, además, el miedo volvió a la superficie. La gente teme por su salud, por su trabajo, sus ingresos económicos, por la suerte de sus familiares y amigos. El enemigo a dominar es un virus incontrolable, indomable y peligroso.
Se redobló el disciplinamiento y la dominación, con toda una proliferación de controles sociales como toques de queda, clausura de barrios o ciudades, cuarentenas vigiladas por policías y militares, o limitar la movilización ciudadana. Esas acciones se sumaron a otras que ya estaban entre nosotros, como las cámaras de vigilancia en las calles, o los algoritmos que hurgan en nuestro uso de internet, espiando los chismes y fotos que compartimos en las redes sociales. La irrupción del Covid19 ha hecho que distintos sectores ciudadanos no sólo acepten esa vigilancia, sino que reclaman reforzarla; quieren ser obedientes para dormir en calma.
Ladridos salvajes en los sótanos
Hemos llegada a la situación donde el propósito de sobrevivir a la Modernidad exige abandonarla. Ante esa misión, tal vez Nietzche tuviese razón al decir que aquellos que desearan volverse sabios, en primer lugar, deberían escuchar a los perros salvajes que ladran en sus sótanos (35).
Desafiaba a entender a un animal y no a otras personas; eran perros, no aquellos domesticados que juegan en el jardín o dentro del hogar, sino los que son tan salvajes que están recluidos en la penumbra del sótano. Allí todavía están los restos de la condición salvaje que la Modernidad debe mantener aprisionada, y que cuando alguno se libera, rápidamente lo persigue y captura, festejan el éxito de volver a recluirlo (36).

Si actualmente se banaliza lo salvaje como un perfume o se lo arrincona en las crónicas rojas de los informativos televisivos, su liberación posiblemente tendrá pocos apoyos. Tampoco será posible mientras siga operando esa obediencia esencial que una y otra vez es alimentada por el miedo.
Pero la escucha de esos ladridos, el empuje de lo que ocultamos en nuestros sótanos, es indispensable para pensar e imaginar alternativas, para sentir de otras maneras, más allá de los límites del orden y el progreso.
Es una desobediencia radical que tiene que remontar barreras muy vigorosas, como la constituida por la mutua vinculación entre miedo y dominación. Si se puede quebrar el temor fundacional se dejará de alimentar la pulsión de dominación.
Indígenas y salvajes
Como la Modernidad es heterogénea, no puede sorprender que albergara múltiples críticos a esa condición, y que algunos de ellos tuvieran la agudeza de llegar hasta sus límites. Los Horkheimer y Adorno en el norte, los Dussel en el sur, juegan papeles clave en deconstruir el mundo moderno alentando a imaginar otros futuros.
Pero sin dejar de reconocer esos aportes, la desobediencia radical es imposible sin los aportes y la participación de ese conjunto que llamamos indígenas. Pero no debería caerse en simplificaciones, ya que el salvaje del siglo XXI no puede ser confundido con un indígena idealizado, resucitado desde el pasado, lo que es obviamente imposible, ni con la intención de crear un nuevo “indio”, lo que es tonto y también irrespetuoso.
Indígena sigue siendo una etiqueta colonial aplicada a una enorme diversidad de pueblos y culturas que quedaban de ese modo homogeneizados. Es una designación que sirvió para la dominación.
Hoy en día, incluso allí donde en la superficie se intentan aplicar respetuosos planes multiculturales, de todos modos, son los modernos quienes deciden cuáles atributos de los mundos indígenas son positivos y merecerían sumarse a la reconstrucción de la Modernidad.


A su vez, casi todos esos pueblos han sido afectados de distintas maneras por la Modernidad, y eso explica que existan múltiples situaciones, desde quienes defienden haber sido civilizados y modernizados, deseosos de participar del crecimiento económico, a los que aún dentro de esa civilidad, se resisten, a veces calladamente, otras veces activamente.
Pero aun reconociendo todas esas condiciones, al interior de esos mundos persisten ideas, actitudes, saberes y afectividades que están en los bordes de la Modernidad, muestran sus límites, e incluso se ubican más allá de ellas. Muchos siguen siendo desobedientes, y es por eso que son salvajes.
Recordemos que lo que era visto por los colonizadores como salvajismo respondía a esa desobediencia. Los jesuitas que en el siglo XVII celebraban el “amansamiento” de muchos guaraníes, a la vez criticaban a los achés o guayaquís como salvajes por vivir en “absoluta libertad”, y por ello les temían al verlos como indolentes e irracionales.
La vieja pregunta de algunos colonizadores sobre si los salvajes tenían alma, para esos jesuitas fue desplazada por la interrogante sobre si podían usar la razón (37). Los salvajes “no adoran nada, al fin de cuentas, porque no obedecen a nadie”, tal como advierte Viveiros de Castro (38). Es precisamente ese tipo de desobediencia radical, que no está atada a las normas y creencias, o por lo menos a aquellas que son propias de la Modernidad, la que necesitamos en la actualidad.

En efecto, sin esos aportes difícilmente se podrán construir alternativas más allá de la Modernidad. Los intentos desde las cosmovisiones occidentales sin duda pueden ser muy importantes, pero no lograrán romper por sí solos los acuerdos sobre la normalidad moderna.
Necesitamos ayuda que provenga y se inspire en esos mundos indígenas, sean de quienes resisten como de quienes recuerdan. A su vez, en las condiciones actuales de los pueblos indígenas, sus alternativas requerirán el aporte de la crítica que hacen los modernos desconformes y desobedientes.
Esa mutua necesidad permite advertir sobre otra simplificación: no es posible que todos nos convirtamos en indígenas, ni tampoco se pueden clonar las identidades, culturas o historias. Pero cualquiera de nosotros puede volverse un salvaje.
Podemos ser salvajes
En efecto, no todos podemos ser indígenas, pero es posible plantarnos como salvajes. Cualquiera puede intentarlo, ya que no depende del color de la piel, el origen del nombre y del apellido, el lugar de nacimiento o la cultura aprendida desde la familia y la escuela. Lo que se requiere es una desobediencia radical a la normalidad de la Modernidad.
Esa desobediencia es radical en el sentido que debe dejar atrás tanto el miedo como la dominación, dos condiciones que están profundamente arraigadas. Es una condición tan antigua que en el origen de la palabra obedecer está la sumisión del esclavo al amo, una obediencia que respondía al miedo que éste le tenía.
Si todos los que adhieren a los magisterios de la “santísima trinidad” moderna, piensan y sienten en “modérnico”, los que se vuelven salvajes comienzan a pensar, sentir y expresarse en otros lenguajes.
Por lo tanto, su radicalidad está en que rompe con las raíces compartidas por la Modernidad. Lo es no solamente en un sentido epistémico, sino incluso ontológico. Esto la hace muy distinta a la desobediencia del delincuente que quebranta una ley, la del objetor de conciencia, e incluso de los que corrientemente se concibe como desobediencia civil.
Lo es porque éstas siguen estando enmarcadas dentro de la Modernidad, mientras que la desobediencia salvaje se siente libre para poner en entredicho todos esos conceptos, tanto en quienes los acatan como en sus infractores. Eso no impide que la desobediencia salvaje pueda servirse, por ejemplo, de la desobediencia civil en algunas circunstancias. Pero no es sólo eso, es mucho más.
La desobediencia radical, pongamos por caso, no acepta las formas modernas de entender y asignar valores, pone en entredicho incluso qué es un valor, y de allí puede repensar las distinciones entre lo correcto e incorrecto, lo justo o lo injusto. No acepta el canon de una historia única, universal, que nos predestina a seguir progresando, y en cambio se admira ante multiplicidad de historias locales y regionales. Es una desobediencia socioambiental porque tampoco cree en la dualidad que separa la Naturaleza de la sociedad.
La condición salvaje no se refiere a personas o actores sociales, no debe pensarse en un rebelde en la ciudad o un indígena en la sierra. Es un modo de pensar y sentir que desafía la normalidad, es una actitud, es una praxis. No es posible ser salvaje en forma aislada, no es una reflexión personal ni una desconexión individual. La desobediencia sólo se puede constituir en colectivos, siempre es una pluralidad. En las movilizaciones o prácticas colectivas es cuando se ejerce estas desobediencias.

Del mismo modo, los salvajes construyen su propia espacialidad, creando espacios desobedientes que no siguen los órdenes de la modernidad, habitados tanto por humanos como por otros existentes. Así como en el pasado los salvajes ocupaban las selvas, los nuevos salvajes deben crear sus nuevas “selvas” contemporáneas.
Nada de esto es sencillo, y aun reconociendo las dificultades, a pesar de todas las trabas y condicionantes, de todos modos, estamos rodeados de intentos salvajes, manifestaciones de desobediencia radical que a su vez generan espacios autónomos ante la dominación. Están, por ejemplo, en una comunidad vecinal en un barrio, en una iniciativa colectiva rural enfocada en la agroecología, en prácticas artísticas de cualquier tipo, en otras religiosidades y, porque no, también en la magia. No solamente son reacciones a escala local, sino que pueden generalizarse, y un ejemplo reciente y contundente ha sido el estallido social que ocurrió en Chile en octubre de 2019.
A lo largo de las siguientes semanas se encadenaron rebeliones y desobediencias, sumando a todo tipo de actores ciudadanos. Así como Albert Camus decía que en la rebelión nace la conciencia, podría sostenerse que en estallidos como el chileno alumbraron el retorno de los salvajes.
Ciertamente no todos los que estaban en las calles eran nuevos salvajes, pero algunos sí, y entre los que no lo eran había varios que comenzaban a dudar del orden y el progreso. La desobediencia a la que aquí se alude no estaba en tirar piedras o en incendiar comercios, sin que se refiere a su sentido más profundo donde todo podía ser discutido, todo podía ocurrir en las calles, y cualquiera podía hacerlo a su modo.

Mucha gente mostraba que había dejado de creer en la normalidad chilena y su éxito económico, tal como se les había machacado por décadas. Se abrieron espacios de reconocimiento y debate sobre la situación de los pueblos indígenas, en un país donde se los había marginado y ocultado desde tiempos coloniales. Había tantos salvajes desobedientes en las calles que desde la derecha política chilena no dejaban de denunciarlos exigiendo repetidamente la imposición de más orden y más castigos. Esa movilización carecía de líderes visibles, y en ello se desvaneció el vínculo entre el mandante y el obediente que es típica en el disciplinamiento moderno. El miedo quedó atrás.
No es posible predecir el devenir futuro del estallido social chileno, y es necesario tener precaución porque en el pasado, otras desobediencias ciudadanas fueron disciplinadas con el paso de los meses, y finalmente engullidas otra vez por la Modernidad. Están allí los casos del “que se vayan todos” en Argentina en 2001, diferentes sublevaciones indígenas y populares, como la “guerra del gas” de 2003 en Bolivia, y antes, por ejemplo, las distintas versiones del “mayo francés” en 1968.
Otros, en cambio, siguen resistiendo, como parece ocurrir con el zapatismo mexicano. Más allá de esto, el caso chileno como aquellos otros, son válidos para dejar en claro que existen esas posibilidades y que ellas ocurren continuamente, y que no son simplemente pequeñas manifestaciones locales, sino que pueden desencadenar cataclismos políticos y sociales.
Esos y otros casos muestran que la desobediencia salvaje puede perforar las imágenes y los significados de la Modernidad. Recordando a Taussig, una vez más, el salvajismo “desafía la unidad del símbolo, la totalización trascendente que ata la imagen a lo que representa», es la “muerte de la significación» (39).
Debe serlo además en ese sentido radical de acabar con la inevitable necesidad que tiene el orden moderno de crear nuevos salvajes para inmediatamente disciplinarlos, legitimando su dominación y control. Es, entonces, un salvajismo que nos puede liberar de las oposiciones entre caos y orden, inculto y culto, incivilizado y civilizado.
Desobedientes para sobrevivir, salvajes para desobedecer
Al iniciarse la segunda década del siglo XXI, enfrentamos múltiples crisis en los más diversos frentes. La búsqueda de alternativas no es un lujo ni una manía de académicos o inconformistas, sino que debería ser la tarea más urgente a enfrentar por nuestras sociedades. Los más severos problemas sociales no se han solucionado, y sobre ellos se agrega una debacle ecológica que pone en riesgo a la vida misma en un futuro inmediato. Todas las soluciones modernas que se han intentado han fracasado, y por esa razón no hay otra opción que buscar cambios más allá de ella.
Esos pasos sólo son posibles si se logra superar el miedo fundacional que alimenta el disciplinamiento. Se ha dicho muchas veces que la condición colonial se caracterizó sobre todo por la dominación, con lo cual no siempre se asume que ésta deriva directamente del temor –son inseparables.

Desde el inicio colonial se ha sucedido el miedo a la selva, a la inmensidad, al desierto y a las montañas. El miedo al indio, al negro, al mestizo, al cholo. El miedo al pirata, al invasor, al extranjero. El miedo al campesino, al pobre y al enfermo. El miedo al guerrillero, al soldado, al policía, al ladrón y al narco. El miedo al patrón, al político o al empresario. El miedo al desempleo, la lluvia, el hambre o la enfermedad. El miedo al día de mañana. El miedo al miedo. Son estos temores y pavores los que alimentan la dominación y el disciplinamiento. Pensar, imaginar y desear otros futuros sólo es posible si los dejan atrás.
Así se vuelve posible desobedecer las reglas y normas que imponen la normalidad y el orden que hacen a la esencia de la Modernidad. Es dejar de asumirlas como mandatos inescapables. Es imaginar que pueden existir otras normas, otros órdenes; es poder tener la oportunidad de escoger.  Esa es la postura que corresponde a lo que inicialmente se denominaba como salvaje. Diciéndolo de otro modo: debemos ser salvajes para poder construir alternativas.
Esta condición salvaje no se refiere a una desobediencia en sus sentidos banales, sino que anida en aquellos sótanos y cimientos. Son actos de ruptura radical con las raíces afectivas y racionales que sostienen en pie a la Modernidad, es recuperar la capacidad para encontrar sus límites, y asumir que pueden ser cruzados. Es recuperar la posibilidad de imaginar y pensar lo inimaginable, lo inconcebible, lo prohibido.
Es desobedecer para no aceptar que la Naturaleza y la sociedad están separadas, para no obsesionarnos con el crecimiento y la posesión. Desobedecer para no estar obligado a ser capitalistas o socialistas. Desobedecer para dejar de desear el espíritu de los “blancos” y respetar a los indígenas. Desobedecer para no repetir una historia que creemos universal. Desobedecer para comenzar a escuchar a la Naturaleza. Desobedecer para acompasarnos a tiempos lentos, pausados, ecológicos. Desobedecer para reconocer que hay valores en otros seres y objetos. Desobedecer para no tener más miedo. Desobedecer para volver a ser salvajes.


(31) La modernidad, un proyecto incompleto, J. Habermas, en: La posmodernidad, H. Foster, ed., Kairós, 1988.
(32) América Latina y el Caribe: tiempos de cambio. Nuevas consideraciones sociológicas sobre la democracia y el desarrollo, F. Calderón. FLACSO y Teseo, Buenos Aires, 2012, p 228.
(33) Sólo a modo de ejemplo sobre la condición Moderna puede verse El lado más oscuro del renacimiento, W.D. Mignolo, Editorial Universidad del Cauca, Popayán, 2016, y especialmente el nuevo epílogo.
(34) Impuesto a la carne, op. cit., p. 185.
(35) Así habló Zaratustra, F. Neitzche, Alianza Editorial, Madrid, 1972 (1883-1885).
(36) Esa era una de las preocupaciones de Nietzsche; ver también La genealogía de la moral, Alianza Editorial, Madrid, 1972 (1887).
(37) Ratones y jaguares. Reconstrucción de un genocidio a la manera de los Axe-Guayakí del Paraguay Oriental, B. Melía y C. Münzel, en: “Las culturas condenadas” (A, Roa Bastos, ed.).Siglo XXI, México, 1978.
(38) La inconsistencia del alma salvaje, E. Viveiros de Castro, UNGS, Polvorines, 2018.
(39) Chamanismo, colonialismo …, citado arriba, pág. 271.
Eduardo Gudynas es analista en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES) en Montevideo (Uruguay). Las versiones iniciales de este artículo fueron comentadas por Ros Amils, Carlos Anido, Paula di Bello, Gonzalo Gutiérrez, Pablo Ospina Peralta, Axel Rojas, y Angie Torres, a quienes el autor agradece por su tiempo y aportes.
Publicado originalmente en Palabra Salvaje el 15 de diciembre de 2020.
Fuentes: Rebelión


 

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