«Hay que descarbonizar deprisa. No podemos esperar al ecosocialismo»
Lo más sensato que puede decirse de un libro como La bandera en la cumbre es que no va de montañas. Aunque también. Pablo Batalla ha escrito un ensayo sobre lo que se eleva, un libro sobre cómo la montaña es un campo minado de símbolos, un gimnasio de ideologías, un manual de instrucciones del “hombre moderno” –y de su moderno malestar–. Su premisa es tan obvia que resulta brillante: si toda ideología necesita un paisaje en el que proyectarse, la montaña ha sido, desde el siglo XIX, el decorado predilecto para escenificar heroicidades, purificaciones, regeneraciones patrióticas o éxtasis personales. Es decir: la montaña no es neutral. No lo fue nunca. Lo que pasa es que lo olvidamos, igual que olvidamos que conquistar una cima es una frase bastante más violenta de lo que parece.
Aldo Conway
El libro es muchas cosas: ensayo cultural, memoria personal, crítica del capitalismo de fin de semana y, sobre todo, una especie de antídoto contra la cursilería vertical; en esencia, es una historia política del montañismo. Y aunque no tiene todas las respuestas, se hace las preguntas correctas. Cuando le preguntamos por qué la montaña –por qué convertir precisamente ese territorio en espejo de la ideología–, Batalla no apela a la mística. Exhorta a una intuición cultivada con los años: que hay algo muy sospechoso en esa manera de romantizar las alturas como si fueran lo contrario de la ciudad. La montaña no es el afuera de la política, sino su doble en roca viva. Porque todo en ella –el camino, la cima, el relato– está atravesado por una idea de mundo. Por eso la escalamos. Y por eso él ha decidido escribirla.
En el libro dice que declarar un parque nacional o abrir una cantera es tan político como una ley laboral. Y eso me lleva a pensar en los pueblos de montaña en España, muchos de los cuales están hoy en pie de guerra contra macroparques eólicos o fotovoltaicos. ¿Cree que la transición energética está reproduciendo viejas dinámicas extractivas en el medio rural?
No tengo una opinión definitiva sobre el tema, porque leo posiciones contrapuestas que cuando están bien argumentadas te convencen. Creo que tiendo a identificarme con lo que escribe gente como Xan López, César Rendueles, José Luís Rodríguez, etc. La catástrofe climática está encima y debemos actuar rápido. Tuvimos tiempo, 50 años para hacer las cosas bien, pero no las hicimos. Y ahora tenemos que ir rápido. Eso significa descarbonizar deprisa, improvisando cuando haga falta, y aceptar el capitalismo verde como un paso mejor que el capitalismo fósil. No podemos esperar a derribar el sistema para poner en marcha el ecosocialismo. Eso implica llenar España de placas solares y molinos eólicos. No en cualquier sitio –no en los Picos de Europa o en el Pirineo–, pero sí en general, y muchos. Me molesta la retórica de “zonas de sacrificio” o “colonialismo energético” porque usa palabras muy duras que vienen de realidades históricas tremendas. En León hay mucha sensibilidad con esto y el leonesismo protesta con razón: el noroeste español se ha convertido en colonia energética, y si ves un mapa de dónde sale y a dónde va la energía, Madrid aparece como un agujero negro que lo absorbe todo. La queja no es absurda, pero creo que hay que medir las palabras.
Yo mismo vivo debajo de un monte con cinco molinos eólicos, y no me parece una contaminación visual tremenda. No los pondría delante del Naranjo de Bulnes, pero aquí no me molestan. En general, me seduce más la idea de que hay que hacer las cosas ya, aunque sea a la manera capitalista. Ya conquistaremos el socialismo después. Y, por último, también creo que la imagen pública del ecologismo no se beneficia de parecer que nunca le vale nada. Llevan décadas pidiendo renovables, y cuando llegan, tampoco les valen. Eso da la imagen de que lo que quieren es oponerse por sistema, como activistas profesionales o incluso amish que quieren volver a un mundo premoderno, pero sin tener claro exactamente qué sí quieren.
¿Cómo dialogan esas nociones de límite y riesgo propias de la montaña con la necesidad de establecer límites al crecimiento económico?
El montañismo del riesgo y del límite absurdo, obviamente, existe. Ahora mismo estamos en un momento en el que, como ya se han conquistado todas las cumbres, subido por todas sus caras, en todas las estaciones… ya se ha hecho todo. Lo que queda es la velocidad: hacer 40 cumbres en cuatro días, subir y bajar lo más rápido posible. Incluso hay quien baja desde la cima con wingsuit, esas alas de tela para planear, con tal de llegar antes de lo que llegarías corriendo. Porque la ruta no se acaba al hacer cumbre, sino al volver al coche. Es una cosa mortal de necesidad. En un Informe Robinson contaban que practicar eso reduce tu esperanza de vida a siete años. La adrenalina se convierte en una droga que cada vez pide más dosis y acabas metiéndote por un agujero demasiado estrecho, chocando con una pared, matándote. Ese es el capitalismo del riesgo y del límite. Su versión más extrema y contemporánea.
Pero también hay otros montañismos. A mí siempre me ha llamado la atención una figura muy habitual en Asturias: la del montañero obsesionado con la montaña. Gente que sube al monte cada día libre que tiene, que gasta los 30 días de vacaciones en eso, que va en cuanto tiene un fin de semana, una fiesta. Pero que nunca sale de la Cordillera Cantábrica. No le interesa ir a los Pirineos o a los Alpes. Le basta con su cordillera, que harían falta treinta vidas para conocer entera. Ese montañismo es hasta cierto punto ecologista. No es conformarse en el sentido peyorativo, sino decir: «Esto me basta». Quiero conocer cada uno de sus rincones, refugios, cabañas, pastores. Ver el mismo bosque en otoño, invierno, primavera, verano. Nevado y sin nevar. Cada rincón, cada estación. Y ni siquiera así hay vida suficiente. Incluso esa gente no se conoce toda la Cordillera.
En el libro, en el capítulo sobre ecologismo y montañismo, defiendo eso como la forma más ecologista de estar en la montaña: primero, conformarse y limitarse; segundo, no obsesionarse con la cima, que quizá es lo de menos. Cito a Olga Blázquez, una montañera madrileña que tiene un proyecto llamado Anticima. Resume bien esa filosofía: lo importante también es lo que está antes de la cima. Todo lo que ves en el camino. En una de las partes del libro que más me gusta –con la que empiezo el capítulo sobre ecologismo– hablo de los Cairngorms escoceses: una cordillera suave, no tan agreste como los Alpes, que ella recorría siempre que podía. Decía que lo de menos era la cumbre. Lo que le gustaba era ver el río congelado, conocer a un ganadero que habla en gaélico a las vacas, ver el brezo helado. Fijarse en todo. No solo en la cima. Porque sí, la historia oficial del montañismo es esa: la historia épica. Una historia paralela a la revolución industrial: el ‘más rápido, más alto, más fuerte’ de los Juegos Olímpicos. Y nunca conformarse, que nunca haya un límite. Pero hay también esa otra tradición.
Quería preguntarle por otro fenómeno complejo: el turismo. ¿Cree que es una ideología en sí misma, o más bien un espacio de disputa política?
Yo no diría tanto que es una ideología como que es un espacio político. También un espacio de debate político en el que hay visiones contrapuestas. Ahora mismo estamos en un momento de creciente demonización del turismo, y en muchos casos por motivos aún más razonables que los que alimentan la oposición a las renovables. No hay cosa que contamine más que los cruceros, no hay cosa que contamine más que los aviones. El turismo genera una cantidad enorme de problemas. Como asturiano, eso lo conozco bien. Es increíble lo caro que se está poniendo Gijón. En el barrio del Llano, que es el barrio obrero por excelencia, antes te comprabas un piso por 60.000 o 70.000 euros, y ahora no lo compras por menos de 180.000.
Pero tampoco lo demonizaría completamente, y sobre todo, tampoco quiero caer en cierta romantización conservadora de esto. Siempre lo decía Sánchez Dragó, por ejemplo: «yo desprecio al turista, lo que me gusta es el viajero». Ese tipo de discurso: el viajar como una cosa aristocrática, que solo puedes o debes hacer si eres una persona adinerada, cultivada, sensible al arte, a la historia, al paisaje. Como si fuera algo que debe estar vedado a las muchedumbres horteras. No hay que caer en eso. Creo que también tenemos que conservar una visión del turismo como una conquista popular. Que no solo los ricos puedan hacer el Grand Tour, sino que cualquier hijo de metalúrgico o de minero de un lugar industrial pueda también hacerse su viaje y acceder a eso.
En el libro, en los capítulos sobre las ideologías de izquierda, también exploro un poco esto: la oposición conservadora que hubo, a finales del siglo XIX, a las muchedumbres horteras, que empezaban a llegar a la montaña porque se estaba poniendo de moda, porque el tren te permitía llegar más rápido, porque había mejores infraestructuras. Y cómo se tomaron medidas para limitar eso, como poner deliberadamente más caros los refugios para que no todo el mundo pudiera permitírselos. También había condenas a que los guías durmieran en las camas libres de quienes pagaban –que eso les parecía una falta de clase–, y frente a eso estaban los clubes socialdemócratas, que se oponían y defendían las «montañas libres». Yo me identifico con eso. Cualquier cosa que hagan los ricos tiene que poder hacerla también la gente humilde. Y si los ricos viajan, los humildes también tienen que poder viajar. Es de celebrar que ahora se pueda viajar, al margen de que haya consecuencias negativas que convenga controlar. Así que sí: condeno completamente las peores consecuencias del turismo, pero me preocupa que caigamos en esa romantización conservadora de una época en la que poca gente viajaba. Yo creo que la aventura está, quizás, en escapar de la aventura. O en darte cuenta de la aventura que es volver a donde ya estuviste y darte cuenta de que todo ha cambiado. De que el mundo cambia cada segundo. Y de que uno no se baña uno dos veces en el mismo río.
Parafrasea a Nan Shepherd diciendo que la montaña ha sido y es «materia impregnada de pensamiento». ¿Qué papel puede jugar hoy el montañismo como laboratorio ético para afrontar la crisis climática? ¿Puede dar ejemplo o establecer buenas prácticas aplicables más allá de la montaña?
Pues mira, por ejemplo, la última ruta que hice fue hace un par de semanas. Fuimos al Picu, que está en el puerto de Pajares. Es un pico pequeño, una ruta fácil y corta, pero nos encontramos con una ladera que había sido incendiada, el suelo completamente negro. Y habían crecido los matorrales… las cotollas, que decimos en Asturias. No me acuerdo ahora del nombre en español. Son esas plantas, esos setos con pinchos.
Uno de los compañeros del grupo de montaña con el que fui, que se llama Los Fugados, nos lo explicó muy bien. Nos dijo: «Estoy seguro de que esto lo prendieron para generar pasto, pero lo único que ha generado son cotollas. Querían quitarlas, y lo único que crece aquí, si prendes fuego, son más cotollas. No va a crecer pasto». Nos contaba también que en Asturias, Galicia, León, hay una cultura del fuego, de usarlo como herramienta para el desbroce. Son zonas muy agrestes, y limpiar a mano es una tarea hercúlea. Pero el fuego te ayuda. ¿Qué pasa? Que antes eso lo hacía un grupo grande de paisanos, que sabían muy bien cómo controlar el fuego. Lo hacían en zonas muy concretas, calculadas, para meter ahí el ganado. Pero ahora no. Ahora llega uno solo, prende fuego, y lo que se quema es una ladera entera. Y además ahora las cosas arden más rápido por el cambio climático. Es decir, esa sabiduría ancestral ya no nos vale.
El cambio climático está transformando incluso eso: esa sabiduría condensada en los refranes. “En abril, aguas mil”, “marzo marcea”, “mayo mayea”… ya no son válidos. Es otro mundo. Es otro planeta. Aparte de eso, antes había más gente en el territorio que podía controlar los fuegos, y más conocimiento colectivo. Ahora eso ya no está. Y ver todo eso allí, y que David nos lo explicase, pues joder… al final te hace entender la movida mucho mejor. Yo, en rutas de montaña que he hecho, he visto incendios en directo. He visto fuentes que siempre manaban y que ahora están secas. He visto amarillear zonas de Asturias que siempre fueron verdes.
La montaña te ayuda a entender. Vas a una zona particularmente sensible al cambio climático y, si amas la montaña como la amamos los que somos montañeros, te va a doler mucho más el cambio climático. Porque ves que están prendiéndole fuego a tus catedrales. Para los que somos ateos, nuestras catedrales son esas montañas. Y verlas arder te indigna y te da una vocación más fuerte para luchar contra eso.
¿Cómo entiende lo que ha ocurrido este verano en España con los incendios en el noroeste?
Tenemos una tendencia –las derechas, las ultraderechas, las izquierdas– a intentar encontrar una explicación única que lo explique todo. Para unos es el despoblamiento, para otros la Agenda 2030, para otros el cambio climático y ya está. Y sí, claro, el cambio climático es como la base de todo, pero lo que hace es generar las condiciones idóneas para que cualquier chispa genere un incendio. Pero esa chispa hay que prenderla, y puede haber muchos desencadenantes. En Castilla y León es flagrante. Hace poco vi un hilo muy bueno de un biólogo que explicaba por qué hay tantos incendios allí: es una concatenación de factores en una geografía muy agreste, donde incluso detectar los incendios es difícil. Son zonas tan recónditas que ni los sistemas de detección satelital los detectan hasta que es evidente. El suelo es árido y ácido, con biomasa muy inflamable. Esta primavera llovió mucho, luego vino la sequía… Es un cóctel. Y a eso súmale la dejadez en la gestión del bosque.
Se quemaron Las Médulas. En un informe reciente para la UNESCO sobre su declaración como Patrimonio de la Humanidad se preguntaba si el cambio climático podía afectar al lugar. ¿Y qué dijeron? “No, para nada”. Ese negacionismo genera monstruos. Quizás, si se hubiera prevenido, el incendio no habría ocurrido. O habría sido menos virulento. Pero no se gestiona el bosque. Se deja crecer al tuntún. Y gestionar el bosque no es dejarlo crecer libremente: también hay que intervenir con inteligencia. Yo creo que desde la izquierda a veces pecamos de decir “es el cambio climático” y punto. Pero, a nivel comunicativo, también hay que darle a la gente una figura concreta a la que agarrar de la pechera. Porque el cambio climático es un hiperobjeto: lo es todo, y por tanto, es nada. ¿Dónde le disparas al cambio climático? La derecha sí lo hace: señala a los pirómanos, a la Agenda 2030, a Bruselas. Y nosotros también necesitamos canalizar esa complejidad en una simplicidad movilizadora. Una que sea verdadera.
Fuente: https://climatica.coop/entrevista-pablo-batalla-libro-montana/ - Imagen de portada: Retrato de Pablo Batalla. Foto: Javier Valladares.