Los santuarios del abismo: Crónica de la catástrofe de Fukushima


Juan Vera

No viene mal, hoy día que el Gobierno está pensando ampliar el plazo de vida útil de las centrales nucleares de cuarenta a cincuenta o sesenta años, detenerse en la lectura de Los santuarios del abismo, una crónica de la catástrofe de Fukushima. 
Los autores, Nadine y Thierry Ribault, recorren –casi podría decirse que minuto a minuto– el transcurso de los acontecimientos desde que el nueve de marzo de 2011 se registrara el primer temblor de la serie que sacudió la región hasta señalar el inquietante olvido en que ha caído hoy uno de los mayores accidentes nucleares de la Historia.
El libro, aunque escrito desde la indignación, no escatima en datos objetivos para señalar que la catástrofe no fue únicamente la explosión del tercer reactor de la central nuclear de Fukushima Daiichi, sino principalmente la gestión que del accidente hicieron sin excepción: el Gobierno y su administración, las empresas e instituciones, algunos científicos de renombre, la comunidad internacional, los medios de información, las organizaciones de ayuda y las organizaciones de criminales. Todos ellos de cierta manera apoyados por una población –que si bien estaba sumida en el caos– también lo estaba en la inercia de delegar sus responsabilidades de conocimiento y acción en una clase dirigente más ocupada en pensar cómo sacar rentabilidad económica del desastre que de minimizar su impacto.
De modo que Los santuarios del abismo no es, como cabría esperar, la crónica de un acontecimiento donde el hombre se enfrenta a la naturaleza sino la crónica del hombre enfrentado trágicamente al hombre. Una crónica que por momentos relega a un segundo plano los nombres propios, las fechas o los topónimos para aproximarse más certeramente al retrato de una –como cualquier otra– sociedad contemporánea.
Tras la lectura, no es sólo indignación lo que sentimos sino estupor. Estupor porque tomamos de nuevo conciencia –una conciencia que debería atormentarnos– que a eso que llamamos sistema contribuimos a construirlo minuto a minuto, unos y otros, poderosos y/o desclasados, cuando somos incapaces de pensar que existe otra posibilidad. –Así, por poner sólo un ejemplo, las pocas personas que fueron capaces de organizarse en torno a lo que bautizaron como “Proyecto 45” para tener conocimiento de primera mano de los índices de radiación a los que estaban expuestos, fueron tratados por una gran mayoría como ”agoreros” y por consiguiente, sufrieron las consecuencias de la discriminación–. Se trata de la posibilidad de no ver el mundo dividido entre quienes tienen y no tienen, quienes aceptan y protestan, quienes saben y quienes ignoran. La posibilidad de que el miedo –por otro lado tan humano– no justifique los actos de cobardía sino que nos guíe para reaccionar con nobleza a pesar de nosotros mismos.
Desde 1972 se conocen los riesgos de seguridad que presentan este tipo de centrales nucleares (las General Electric Mark I). En la actualidad aún existen treinta y tres reactores de este modelo en el mundo, uno de los cuales es el de Garoña.

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