India, la cara oscura del “desarrollismo”
La escritora y activista Arundhati Roy publica Espectros del capitalismo
Enric Llopis
Rebelión
Editado en octubre de 2015 por Capitán Swing, el libro Espectros del capitalismo, de la escritora y activista india Arundhati Roy (Shillong, India, 1961), pone el foco en la cara oscura de la gigantesca “democracia” india, con más de 800 millones de votantes, donde los activos de las cien personas con mayor patrimonio representan el 25% del PIB, mientras que el 80% de la población vive con menos de medio dólar diario, según recoge el texto. La narradora y autora de El dios de las pequeñas cosas informó a los activistas del movimiento Occupy Wall Street en Nueva York del suicidio de 250.000 campesinos indios. “Estados Unidos ha vendido aviones de combate por valor de 5.000 millones de dólares a mi país, que tiene más pobres que todos los países más pobres de África juntos; a esto lo llamamos progreso y nos consideramos una superpotencia”.
El ensayo de 110 páginas de Arundhati Roy, quien denuncia tanto el imperialismo estadounidense como el sistema de castas en la India, revela los entresijos de un país en el que se “venden” las emergentes “clases medias” (300 millones de personas, según algunas estadísticas) surgidas en parte de las “reformas” del FMI, y la pujanza de un conjunto de grandes empresas: Tata, Jindal, Vedanta, Mittal, Infosys, Essar, Sterlite o Reliance. “Hay un puñado de corporaciones que gobiernan la India”, subraya la escritora. Para hacerse una idea de su dimensión, los Tata dirigen más de un centenar de empresas en 80 países, dedicadas a la minería, yacimientos de gas, acerías, televisión, automóviles, urbanizaciones para profesionales de la “nueva economía” en la India, cadenas hoteleras, editoriales y cosméticos. Según la activista, “la era en que todo es susceptible de privatización ha hecho que la economía India sea una de las que tenga mayor crecimiento del mundo”. Una de las fuentes de lucro para los emporios privados ha sido la actividad extractiva y la exportación de minerales, vinculadas a las privatizaciones de montañas, bosques, ríos y selvas. Las grandes compañías también han acumulado capital gracias a la adquisición de grandes extensiones de tierra, convertidas en “Zonas Económicas Especiales” (ZEE), que bajo la coartada del “interés general” han acogido proyectos de autopistas, polígonos de industrias químicas, fábricas de automóviles, presas o circuitos de Fórmula 1. No cuajaron las reivindicaciones de reforma agraria o reparto de la tierra, reivindicadas por las guerrillas maoístas o el Movimiento de la Revolución Total de Jayaprakash Narayan. Hoy, “cualquier insinuación de que hay que redistribuir la tierra o la riqueza se consideraría no sólo contraria a la democracia, sino lunática”, concluye Arundhati Roy. Millones de personas sin tierra –mayoritariamente “dalits” o parias y “adivasis” (tribus o pueblos indígenas)- “ni siquiera aparecen en los discursos de los activistas radicales”. El texto publicado por Capitán Swing es un grito de rabia, pero no se queda únicamente en la ira. Documenta ejemplos sobre la puesta en almoneda del territorio y las complicidades entre los ejecutivos y las transnacionales. En 2005 los gobiernos de los estados de Chhattisgarh, Orissa y Jharkhand suscribieron centenares de acuerdos con grandes corporaciones privadas, por los que se cedió a precio de saldo la explotación del hierro, la bauxita y otros minerales. En enero de 2006, en el municipio de Kalinganagar (Orissa) diez pelotones de policía dispararon contra vecinos que reclamaran por las escasas indemnizaciones que percibieron por la expropiación de las tierras; murieron 13 personas (incluido un agente) y 37 resultaron heridas. Con la excusa de combatir el “terrorismo maoísta”, en Chhattisgarh la milicia ciudadana “Salwa Judum” se abrió camino a sangre y fuego por los pueblos de la selva. El libro Espectros del capitalismo apunta el balance: vaciamiento de 600 municipios y comunidades, 50.000 personas que abandonaron la selva para ingresar en campos policiales y otras 350.000 forzadas a huir. Es la realidad que acompaña a macroiniciativas que la autora califica como “delirantes”, por ejemplo, la presa de Kalpasar (estado de Guyarat): un dique de 34 kilómetros de largo, con una autopista de diez carriles y, por encima, una línea ferroviaria. Se trataría de “crear un embalse de agua dulce de los ríos del Estado”. Uno de los ejes del libro son los mecanismos que actúan como “pantalla” para que puedan desarrollarse los megaproyectos. “El cine, las instalaciones y la avalancha de festivales literarios han sustituido a la obsesión de los años noventa por los concursos de belleza”, explica Arundhati Roy. A estas iniciativas se apuntan como entidades patrocinadoras el grupo Jindal, Essar o Tata Steel. La empresa Vedanta, responsable de la extracción de bauxita en el territorio de la antigua tribu “dongria Kondh”, esponsoriza un concurso de cine titulado “Crear felicidad”. Filmes como Slumdog Millionaire resaltan la espiritualidad de los pobres y el colorido del país. También la Fundación Ford se ha sumado a estas prácticas, de hecho, ha invertido millones de dólares en la India en el patrocinio de artistas, cineastas y activistas, además del capital inyectado en universidades para cursos y becas. En 1957, la Fundación Rockefeller impulsó el galardón Ramón Magsaysay (presidente filipino aliado en el combate estadounidense contra el comunismo) para líderes comunitarios asiáticos. La actividad de fundaciones y ONG ha tenido un fuerte impacto, asimismo, en el movimiento feminista. La autora de Espectros del capitalismo, activista contra la marginación de la mujer y los homosexuales, se pregunta: ¿Por qué la mayor parte de las organizaciones de mujeres y feministas “oficialistas” de la India mantiene una amplia distancia respecto a, por ejemplo, la Organización Revolucionaria de Mujeres Adivasi, con 90.000 miembros, que luchan contra el patriarcado y los desplazamientos provocados por las compañías mineras? ¿Por qué la expulsión de millones de mujeres de sus tierras no se considera un “tema feminista”? Arundhati Roy señala asimismo la capacidad de las estructuras oficiales para neutralizar los movimientos contestatarios. Inspirado en el Black Power de Estados Unidos, el movimiento Dalit “fue fracturado y desactivado con mucha ayuda por parte de organizaciones hinduistas de derechas y de la Fundación Ford; su transformación en capitalismo Dalit está bastante avanzada”. La escritora, que considera a Gandhi, Mandela y Martin Luther King como sus tres principales mentores, hace hincapié en la penetración del capitalismo en las universidades indias. Por ejemplo, el grupo Jindal gestiona la Facultad de Derecho Global Jindal. Nandan Nilekani, del grupo Infosys, donó cinco millones de dólares para promover la Iniciativa India en la Universidad de Yale. También se otorgan premios en materia de desarrollo rural y alivio de la pobreza. Galardonada con el Premio Sydney de la Paz en 2004 y el Tribunal Mundial sobre Irak (2005), Arundhati Roy dedica un capítulo al activista Anna Hazare y su campaña por la Ley Jan Lokpal, de la que pueden extraerse conclusiones sobre el sentido hacia el que se orientan las grandes corrientes de opinión. Ensalzado como “la voz del pueblo” por los grandes medios, los ayunos y protestas de Anna Hazare en 2011 derivaron en críticas a los políticos indios, lo que suponía una coartada para nuevas privatizaciones, mientras se silenciaba la corrupción de las grandes empresas. La activista también ilumina en un puñado de páginas cómo la razón de estado (indio) actúa en Cachemira, región de mayoría musulmana fronteriza entre la India y Pakistán, donde los dos países han mantenido tres guerras desde 1947. El levantamiento contra el Gobierno indio iniciado en la década de los 90 ha terminado con cerca de 70.000 muertos y 10.000 desaparecidos. En ese contexto de conflicto, destaca la deportación del periodista radiofónico David Barsamian, a quien el Estado indio consideró un riesgo para la seguridad del Estado por informar, de modo independiente, sobre Cachemira, “la zona del mundo bajo mayor ocupación militar” (600.000 militares para 10 millones de personas, según destacaba The Economist en 2007). Otro periodista sometido a persecución policial es Lingaram Kodopi, quien denunció la barbarie paramilitar en tres pueblos en el distrito de Dantewada. Fue otro más de los señalados como “maoísta”. El último punto analizado en el ensayo es el ahorcamiento de Afzal Guru en 2013, acusado de ser el principal responsable del ataque al Parlamento indio en 2001. “Un ajusticiamiento precipitado y secreto tras un juicio sin garantías”, concluye Arundhata Roy. “Una semana después del atentado contra el Parlamento el Gobierno (indio) llamó a su embajador en Pakistán y envió medio millón de tropas a la frontera”.