Liberación del Consumo o Politización de la Vida cotidiana
En el ensayo «Konturen einer Öko-feministischen Gesellschaft» («Perfiles de una sociedad ecofeminista») intenté desarrollar presupuestos y principios para una utopía social en la cual no se aceptase continuar la explotación de las colonias más importantes del «Hombre Blanco» -las mujeres, la naturaleza y el «Tercer Mundo»- como fundamento para la solución de problemas sociales. En tal sociedad, por ejemplo, no sería posible seguir cargando al «Tercer Mundo» con el peso de la solución de la crisis de crecimiento del capital ni con el peso de la crisis ecológica; y no se podría seguir esperando la superación de las relaciones sociales patriarcales del progreso tecnológico y la continuada explotación de la naturaleza. El «Tercer Mundo» no podría seguir esperando la solución de sus problemas de la economía mundial, la destrucción de sus propios recursos naturales y la explotación de las mujeres.
Por Maria Mies
Una sociedad que rechazase todos los repartos coloniales, en la cual ninguna colonia pudiera «liberarse» a costa de otra colonia, necesariamente tendría que volver a ser una sociedad de autoabastecimiento, crecientemente restringida al propio territorio y a los propios recursos. Semejante sociedad de autoabastecimiento no debería renunciar al intercambio y al comercio, pero el intercambio y el comercio no constituirían las bases para la supervivencia de tal sociedad. Sólo tendrían un papel complementario. A quien hoy reflexione sobre utopías sociales, se le preguntará irrecusablemente -y con razón-: pero, ¿cómo llegamos desde el estado actual a la sociedad que describes? ¿Qué caminos propones?
La elección de los caminos depende naturalmente de lo que entendamos como política y resistencia política. La mayoría de los movimientos sociales entendieron bajo tales conceptos hasta hoy la protesta pública y masiva contra el estado y la economía. Se consideraba políticamente irrelevante todo lo que hacían las personas entre las cuatro paredes de su casa. Es cierto que el movimiento de mujeres acuñó la consigna «Lo privado es político», pero la refirió sobre todo a la relación sexista entre hombre y mujer, y no a la totalidad del comportamiento en la vida cotidiana. Y sin embargo se ha hecho patente que la protesta pública masiva contra las centrales atómicas, la muerte de los bosques, las leyes penalizadoras del aborto o los cohetes nucleares no ha cosechado ningún éxito decisivo.
Las centrales atómicas no se han desconectado, y se ha vuelto a elegir a los partidos pronucleares y los bosques siguen muriendo. ¿Por qué sucede así?
En mi opinión, uno de los motivos más importantes es que existe una contradicción masiva entre lo que las personas exigen públicamente de «los de arriba» y lo que hacen como «personas privadas». Así, después de Chernobil aproximadamente el 66% de los ciudadanos alemanes federales exigió la salida de la energía atómica (SCHMIERER 1986), pero ese 66% apenas ha intentado con seriedad reducir drásticamente su consumo de energía. La mayoría apuesta por los científicos, que tienen que descubrir fuentes alternativas de energía para ellos.
Otro ejemplo: todos saben que los bosques mueren y que una de las razones es la locura automovilística. Sin embargo en los últimos años se compraron más coches que nunca, y por las carreteras los coches corren a velocidades más demenciales que nunca. De nuevo se traspasa la responsabilidad a «los de arriba». Si ellos no prescriben ningún límite de velocidad, se sigue actuando como siempre, a pesar de que se conocen las consecuencias desastrosas de la acción. Todos saben que los consorcios químicos envenenan cada vez más el agua, el aire y la tierra, y sin embargo la mayoría sigue comprando los productos de esos consorcios irreflexivamente. También las peticiones públicas de más justicia para con el «Tercer Mundo» tropiezan con la misma contradicción: sabemos que las importaciones de alimento y piensos procedentes de los países de Africa, Asia y América Latina aquí causan sobreconsumo y allí hambre, y sin embargo seguimos comprando esos productos.
Las mujeres saben que la industria de la moda sólo puede inundar el mercado con mercancías relativamente baratas a condición de que las obreras textiles del «Tercer Mundo» sufran una explotación extrema y por nuestros pagos las mujeres sean convertidas en objetos sexuales y marionetas de la moda. Y sin embargo la mayoría de las mujeres se prestan a cada triquiñuela de la moda, por muy sexista que ésta sea. Lo mismo se podría decir en lo que atañe a la conocida relación entre la industria cosmética y farmacéutica y los experimentos con animales. En todos estos ámbitos hay ya suficiente información disponible. ¿Por qué no conducen estas informaciones a reflexiones y las reflexiones a comportamientos consecuentes en la vida cotidiana?
A mi entender, una de las razones es el autoengaño que consiste en creer que podríamos tener las siguientes cosas a la vez:
– Cada vez más productos de la industria química y simultáneamente aire respirable, agua limpia y comida sana;
– Cada vez más comercio mundial e importaciones del «Tercer Mundo» y a la vez el final de la pobreza allí;
– La comercialización de cada vez más ámbitos de la vida de las mujeres y a la vez la liberación de la mujer. En este autoengaño, el nivel de consumo siempre creciente se sigue equiparando con la «buena vida».
Divide y vencerás -el secreto de la sociedad industrial moderna y de sus autoengañosEl autoengaño de que un nivel de vida cada vez mayor es idéntico a la «buena vida» constituye el necesario afianzamiento ideológico del modelo de acumulación de las sociedades industriales modernas, tanto da si se denominan a sí mismas «capitalistas» como «socialistas». Sin el asentimiento masivo a esta equiparación el sistema no podría funcionar. Constituye la verdadera hegemonía político-ideológica sobre la vida cotidiana de las personas. Y ninguno de los partidos políticos en las modernas sociedades industriales que quieren participar en el poder mediante elecciones se atreve a poner en entredicho ese autoengaño, ni siquiera “los Verdes”. Ese es el motivo por el que hoy han dejado de hablar de una «salida» o «retracción» de la sociedad industrial, y ya sólo lo hacen de su «reconversión ecológica». La «hegemonía política» de la «Gran Coalición de las mentalidades», de la que ha hablado Jürgen Link en alguna ocasión, no tendría ninguna posibilidad de éxito si no existiese la hegemonía de este autoengaño en las cabezas y en la vida cotidiana de millones de personas.
¿En qué se basa semejante autoengaño?
1. En la suposición de que para nosotros, los seres humanos, no existen límites temporales ni espaciales, de que la Tierra es ilimitada, de que no hay límites al crecimiento, a la producción de mercancías, a las necesidades y sobre todo al progreso científico-técnico (con otras palabras, a las fuerzas productivas). Un principio medular para el mantenimiento de este autoengaño lo expresó el ministro Riesenhuber: «No existe ningún problema de la sociedad industrial que no pueda resolverse con los medios de la sociedad industrial»1.
2. Pero como nuestra realidad está limitada de facto -la Tierra es limitada, el terreno fértil es limitado, las fuentes de energía son limitadas, nuestra vida es limitada, nuestro cuerpo es limitado-, el mito de un crecimiento ilimitado sólo puede crearse y mantenerse gracias a que
– El mundo en su conjunto y las distintas sociedades han sido divididas en centros y periferias (colonias),
– Los centros crecen gracias a la explotación de las colonias, y en el proceso éstas últimas son «desarrolladas regresivamente»,
– La conexión entre el acrecentamiento de la riqueza en los centros y el acrecentamiento de la pobreza en las colonias se niega. La ilusión del crecimiento ilimitado y del nivel de vida en continuo aumento se quebraría de inmediato si una sociedad como la de la RFA, por ejemplo, tuviese que vivir de la fuerza de trabajo, los recursos, los conocimientos y la tierra que en el país existe.
– La división geográfica y vertical del mundo en «sociedades industriales modernas» y en «sociedades subdesarrolladas» corresponde a la escisión colonial que se da también dentro de las sociedades industriales. Tiene lugar en la escisión entre ser humano y naturaleza, en la división entre los sexos, en la división entre campo y ciudad, en la división entre las clases. También aquí las partes están unidas mutuamente por lazos de explotación.
– Las relaciones de explotación y el hecho de que las partes tienden siempre a separarse quedan veladas por la ideología de la «transformación evolutiva» o bien del «desarrollo que recupera el terreno»: los «otros» todavía no han llegado tan lejos como nosotros. Necesitan todavía algo más de tiempo, de dinero, de ayuda al desarrollo, las mujeres necesitan todavía algo más de igualdad entre los sexos, para llegar a donde nosotros estamos, a saber, en la cima de la «modernidad», la civilización del Hombre Blanco.
El sentido económico de esta división colonial de la realidad estriba sobre todo en la externalización de los costes, del horizonte espacial y temporal que en cada momento se considera. Los costes del «progreso» en las sociedades industriales modernas se cargan sobre las colonias y sobre los seres humanos que en ellas trabajan por sueldos de hambre en la producción de lujo para los centros. Sólo por medio de la división colonial y la dominación de las colonias resulta posible pagar a los trabajadores de los países industrializados salarios mucho más altos que a los trabajadores «de abajo».
Una gran parte de los costes de reproducción de la fuerza de trabajo se externaliza al no considerarse el trabajo de las mujeres y las madres como «trabajo» en el sentido dominante del término, y no aparecer en la contabilidad del producto social bruto.
Los costes ecológicos que surgen en la producción industrial de abonos químicos, pesticidas, electricidad nuclear, automóviles, y también en la de la mayoría de los alimentos y muchos otros productos, se cargan sobre la naturaleza. Todas las consecuencias a largo plazo del progreso tecnológico actual (técnica atómica, tecnología informática, sobre todo ingeniería genética y técnicas reproductivas) se echan sobre los hombros de las futuras generaciones.
Todas las colonias tienen en común que no se las consulta cuando se está tratando de «costes y beneficios». Es que no son partes negociantes, sino que se hallan en una relación de violencia con los centros respectivos. Esta relación de violencia es el auténtico secreto del «crecimiento ilimitado» de los centros. Si no existiesen tales colonias sometidas violentamente, entonces tampoco hubiera existido el ascenso de los estados industriales modernos, e igualmente tampoco se daría el progreso imparable de la tecnociencia moderna. Pues en tal caso todos los costes económicos, psíquicos y sociales tendrían que asumirse dentro de un territorio dado. Pero con ello toparíamos en seguida con los límites al crecimiento.
El nivel de vida de las «sociedades industriales modernas» no es posible para todos
Corresponde a la lógica del sistema de acumulación basado en la explotación y las disociaciones coloniales el que no sea posible algo como un «desarrollo que recupera el terreno» para las colonias. No es posible porque en el momento en que las colonias alcanzan el «último» estadio de los centros éstos por su parte han seguido «desarrollándose» mucho tiempo, a costa de sus colonias, claro está. Por otra parte, las colonias mismas tendrían que tener colonias en alguna parte, a las que pudieran explotar, si quisiesen equipararse a las «naciones industriales modernas».
La mayoría de las veces estas conexiones son reprimidas. Cuando se habla de relaciones coloniales entre los subdesarrollados y los sobredesarrollados, a menudo se dice que nuestro objetivo no puede ser reducir el nivel de vida en las sociedades sobredesarrolladas, sino que tendríamos que intentar que «los de abajo» llegasen a donde estamos nosotros. (¡Donde nosotros estamos es arriba, por supuesto!) Pero no es una imposibilidad sólo lógica, sino también material. Si partimos del consumo medio de energía de un norteamericano y lo generalizamos al consumo por persona de toda la población mundial, entonces las reservas de petróleo del mundo se agotarían en 19 días, según ha mostrado el mejicano Gustavo Esteva2. Y ello sin considerar el derrumbamiento de los ecosistemas, la basura, el caos del tráfico. A ello se añade que el consumo de energía en los ricos países industrializados no decrece, sino que crece. En la RFA, por ejemplo, la venta interior de derivados del petróleo creció el 6’2% en 1986 (BAIER 1987). Los EEUU son los mayores despilfarradores de energía: «Un norteamericano consume por término medio tanta energía como 2 europeos, 55 hindúes, 168 tanzanos o 900 nepalíes» (STRAHM 1980, 15). Frente a este estado de cosas, hablar de sobrepoblación en el «Tercer Mundo» es una farsa.
Pero tampoco resulta posible trasladar los modelos de desarrollo occidentales -ni en la agricultura, ni en la industria- a los países «subdesarrollados», como muestra Rudolf Strahm. Así, por ejemplo, como solución al problema del paro se propone más modernización e industrialización. Pero si se quisiera crear en los países subdesarrollados puestos de trabajo industriales al módico precio de 55.000 dólares por puesto de trabajo -en los países industrializados la creación de tales puestos de trabajo costaba en 1980 por término medio 377.000 dólares-, entonces habría que invertir una suma de 15 billones de dólares para absorber el paro (STRAHM 1980, 143).
Estos ejemplos muestran que no existe ningún «desarrollo que recupere el terreno», y eso significa al mismo tiempo que no puede existir un nivel de vida igual de alto para todos. Eso lo saben también los responsables en los centros de poder de los consorcios transnacionales, en el Banco Mundial, en el Fondo Monetario Internacional, en los bancos nacionales y en los gobiernos de los ricos países industrializados. Y tampoco desean en absoluto tal «desarrollo que recupere el terreno», pues en tal caso no podría continuar su propio «crecimiento». A la chita callando, presumen la continuidad de la estructura colonial de la economía mundial y ocultan estos hechos bajo eufemismos como «desequilibrio Norte-Sur», «países en el umbral», «Least Developed Countries» y otros similares. A los más se les hace creer que la «modernización» es posible para todos, pero en realidad sólo es posible para unos pocos.
El nivel de vida de las sociedades industriales modernas no es deseable, ni siquiera para esas sociedades industriales modernas
Pero incluso si aceptásemos por un momento que fuese posible generalizar el nivel de vida que tienen el estadounidense y el europeo medio a todos los habitantes de este planeta, todavía habría que preguntar si ello sería un objetivo deseable. En este contexto pienso siempre en la conclusión de una de mis estudiantes de Filipinas, que conoció los problemas de las mujeres de clase media de Amsterdam durante un «trabajo de campo» en Holanda (MIES 1984). Dijo: «Hasta ahora había creído siempre que los valores occidentales eran buenos para Occidente y los valores orientales buenos para Oriente. Ahora he aprendido que los valores occidentales tampoco sirven para nada en Occidente».Ella no había barruntado la miseria psíquica de esas mujeres, sus miedos, depresiones, dependencias, especialmente su dependencia del complejo terrorífico al que llamaban «amor». Aquellas mujeres tenían educación superior, eran modernas, incluso trabajaban, y no tenían por qué sentir miedo de morir de hambre. La estudiante filipina había pensado hasta entonces que ellas eran las mujeres emancipadas. ¿Por qué entonces no se sentían felices ni libres, ni confiaban en sí mismas? ¿Acaso no lo tenían todo?
La miseria psíquica, la soledad, los miedos, las adicciones y dependencias, la infelicidad y la pérdida de identidad constituyen el precio que pagan los seres humanos de los ricos países industrializados por su nivel de vida siempre creciente. Estos costes sociales y psíquicos no pueden externalizarse, los tienen que pagar las personas mismas. Según un informe de la Sociedad Alemana de Psiquiatría Social del año 1982, uno de cada cinco alemanes tenía problemas psíquicos, uno de cada cuatro padecía insomnio, una de cada cuatro personas mayores de 65 años estaba tan perturbada psíquicamente que necesitaba ayuda clínica-psicológica. El 25% de los niños en edad preescolar o escolar temprana están clasificados como enfermos, retrasados o aquejados de trastornos de comportamiento (LEINEMANN 1982).
Es sabido que todo tipo de adicciones están aumentando rápidamente y que todas las formas posibles de satisfacción de necesidades o de consumo de repente pueden adquirir carácter de adicción, como por ejemplo la adicción a las máquinas tragaperras. Puesto que el crecimiento permanente no se puede asegurar por medio de la simple satisfacción de las necesidades -pues todas las necesidades, antes o después, alcanzan un punto de saturación-, ocurre la transformación de las necesidades en adicciones. La necesidad de alimento se convierte en bulimia, la necesidad de bebida en alcoholismo, la necesidad de descanso en adicción a los tranquilizantes, la necesidad de felicidad en drogodependencia, etc.
En la bulimia y la anorexia, como manías característicamente femeninas, se hace patente con claridad la conexión entre la manipulación de la mujer como marioneta consumista y su autodestrucción. Según el modelo de mujer imperante hay que ser siempre joven, delgada y hermosa. Por otra parte, se recibe el bombardeo continuo de las ofertas de consumo por parte de la industria de la alimentación. Ella debe comer mucho y muy variado, y al mismo tiempo aparentar siempre diecisiete años.
Es obvio que existen también otras causas de bulimia y anorexia, pero apenas podrían obrar si no existiese la contradictoria manipulación de las mujeres mediante el ideal de belleza y las simultáneas ofertas de Jauja de la industria de los alimentos.
Uno de los mayores padecimientos en las sociedades industriales modernas lo constituye la soledad. Es consecuencia directa de la producción y consumo de mercancías siempre en aumento. Este sistema sólo puede seguir creciendo a condición de encontrar cada vez más compradores entre las capas de población con poder adquisitivo. Por esta razón se producen cada vez más mercancías que hacen a los individuos cada vez más «independientes» de su propio trabajo de subsistencia y sobre todo del de otras personas. Es decir: no una lavadora para el vecindario, sino una para cada familia nuclear; no un televisor para toda la familia, sino uno para cada miembro de ésta; no música de radio para todos, sino un walkman para cada cual; y ya no se come en casa, sino en el restaurante de fast-food. Todos estos nuevos productos se venden con la promesa de que favorecerán la independencia individual, pero al mismo tiempo destruyen todas las relaciones humanas que aún subsisten: los vecindarios, las familias, las amistades, los grupos políticos. Al cabo sólo queda una masa anónima de consumidores atomizados, que acaban por no tener más que asco o miedo del contacto con personas extrañas y están espantosamente solos. He oído en varias ocasiones que hay gente que no quiere viajar en tranvía y se aferra a su automóvil porque (ya) no pueden soportar el olor de extraños. Si los fundamentos sensuales y afectivos de los contactos humanos están destruidos hasta tal punto, los demás ya sólo pueden ser experimentados como algo amenazador.
Es verdad que con ello no desaparece el anhelo de felicidad, confianza en uno mismo, amor, calidez, libertad; pero estos anhelos -después de todo lo que destruyó la producción y el consumo mercantil- han de satisfacerse mediante terapias, nuevamente de modo individualista. El boom de las terapias es un indicador de la infelicidad en nuestra sociedad, y al mismo tiempo representa la continuación del mismo modelo de crecimiento que engendra patologías.
Preguntemos por consiguiente: si el nivel de vida siempre en aumento sólo se puede tener al precio de creciente alienación y miseria psíquica masiva, al precio de cada vez más suicidios y depresiones, al precio de cada vez más niños infelices, ¿sigue siendo un objetivo deseable?
Hasta aquí sólo he hablado de los costes psíquicos y sociales que las personas tienen que pagar por su bienestar en los países industrializados. Sobre estos costes también se escribió mucho anteriormente. Se hablaba de miseria psíquica y social en medio de la riqueza material. Las catástrofes industriales -Seveso, Chernobil, el envenenamiento del Rhin, la muerte de los bosques, el agujero en la capa de ozono- nos enseñan que los costes que han de pagar las personas por un nivel de vida siempre en aumento no son sólo inmateriales, sino también muy materiales. El daño que se le inflige a la naturaleza rebota para recaer también sobre los seres humanos en los países industrializados. Y de repente constatamos que no sólo estamos viviendo en un estado de creciente empobrecimiento psíquico-social, sino también en un estado de agudas carencias materiales. Nos falta literalmente lo esencial para la vida: aire respirable, agua limpia, alimentos no corrompidos, reposo, espacio para nuestros hijos y para nosotros mismos. Ello no sólo significa el fin del autoengaño de que un bienestar siempre creciente es idéntico a la «buena vida». Quien aspira a un nivel de vida siempre en aumento lo paga literalmente con su propia vida. Ha dejado de ser posible -ni siquiera externalizando los costes- conservar el pastel y al mismo tiempo comérselo. Quien ha visto esto con claridad puede renunciar al autoengaño consolado, no sólo por solidaridad con el «Tercer Mundo», no sólo por responsabilidad hacia la naturaleza, sus hijos y las generaciones futuras, sino también por amor a sí mismo y a la vida.
Pero renunciar a ese autoengaño no sólo sería bueno para los seres humanos y la naturaleza, sino que también contribuiría esencialmente a contrarrestar la asesina lógica del crecimiento del sistema industrial. Pues sin compradores y compradoras la industria no puede vender sus productos, el capital no puede realizar su plusvalor, la constricción al crecimiento se interrumpe. Aquí radica el poder que tenemos en cuanto consumidores y consumidoras. Este poder apenas se ha utilizado hasta ahora en la lucha política. Es cierto que muchas personas han cambiado ya sus hábitos de compra y consumo. Pero ello sucedió la mayoría de las veces de forma privada. Creo que ha llegado el momento de iniciar muchas campañas públicas de renuncia al consumo, que indiquen a «los de arriba» que muchas personas no quieren seguir siendo marionetas consumistas.
El trabajo actual de public relations por parte de la industria química y eléctrica, que intentan demostrar su «ecologismo» pagando anuncios enormes en la prensa diaria, prueba que no hay nada que los consorcios teman más que una renuncia semejante al autoengaño que esbocé antes. Así escribió el director de Sandoz después del envenenamiento del Rhin: «¡Piensen por un momento en lo que pasaría si no hubiera industria química! La química es una parte de nuestro bienestar. Una consecuencia de nuestro bienestar es la contaminación del medio ambiente» (Frankfurter Rundschau del 28.11.86). En un anuncio aparecido el 16.6.87 en el Frankfurter Rundschau, la industria química intenta contrapesar la seguridad, la salud e incluso -desvergonzadamente- la protección medioambiental con la necesidad de contaminar las aguas. En un anuncio del 2.9.87 en el mismo diario se presenta como la más preocupada y responsable entre todos los protectores del medio ambiente. ¡Sin la industria química protectora del medio ambiente hace ya mucho tiempo que hubiéramos muerto envenenados! Cuando el Öko-Büro de Tubingen probó que en las viviendas privadas podría ahorrarse todavía más del 50% de la energía consumida, inmediatamente lo atacó la industria eléctrica (Frankfurter Rundschau del 6.5.87). Estos ejemplos muestran qué tipo de protestas temen en realidad los patronos de la industria: no las manifestaciones ni las llamadas a los políticos, sino sencillamente la caída de las ventas. De todo lo demás se pueden desentender con el eslogan: los perros ladran, pero la caravana sigue.
¿Qué significa liberación del consumo?
Me gustaría acentuar en primer lugar que se trata de una estrategia de liberación, y no, como a menudo se malinterpreta, sencillamente de una renuncia al consumo. El consumismo moderno es hoy la forma más sutil y difundida de la esclavitud. En cuanto consumidores no sólo somos, como opinaba Günther Anders, «empleados» del capital (ANDERS 1987), sino también cada vez más sus esclavos. La mayoría de las personas, en los países industrializados, depende cada vez más de la compra y el consumo de mercancías para asegurar su propia subsistencia. Para ello precisan dinero, que ganan vendiendo su propia fuerza de trabajo. La esclavitud del consumo es la consecuencia necesaria de la esclavitud del trabajo asalariado. Puesto que el «trabajo asalariado libre» no aporta libertad real, ésta se busca en el consumo. Por eso las personas se definen cada vez más mediante el consumo y cada vez menos a través de su trabajo. Pero de ese modo se vinculan como corresponsables con el sistema de explotación. Hoy ya no podemos seguir diciendo: allá están los malvados patriarcas/ capitalistas/ tecnócratas/ militaristas, aquí nosotros y nosotras, las mujeres pacíficas y las personas que aman la naturaleza. Lo queramos o no, nos han convertido en sus cómplices. El sistema de explotación ha impregnado nuestra vida cotidiana, nuestras necesidades y hábitos, y ha construido sus cabezas de puente en nuestro fuero íntimo.
Por eso tampoco basta ya con atacar sólo al estado y los capitalistas, o a los varones «de allí fuera». Si nos tomamos en serio nuestra liberación, tenemos que iniciarla en nosotras y nosotros mismos y en nuestra vida cotidiana. Sin la liberación de la esclavitud del consumo, toda lucha contra los «enemigos de afuera» y «de arriba» fracasará.
Por otra parte, la esclavitud consumista no es total, los espacios libres en la esfera del consumo son mayores que en la esfera de la producción. El ama de casa urbana está obligada a comprar sus alimentos, pero puede decidir libremente cuánto compra, dónde compra, lo que compra, si compra algo o lo elabora ella misma o lo intercambia o comparte con su vecina o amiga. Las constricciones en este ámbito son sobre todo de carácter ideológico y psíquico: la manía de hacer como los otros, la comodidad, la imitación de modelos de consumo. La liberación del consumo significa por eso, en primer lugar, hacerse libre de semejantes modelos y constricciones a la imitación.
Por otro lado, un movimiento de liberación no es ningún paseo. Eso nos lo enseñan los movimientos de liberación en el «Tercer Mundo». Puede resultar fácil ir a pie con buen tiempo, pero con mal tiempo resultará desagradable renunciar al automóvil. Todo movimiento de liberación serio exige también sacrifio y renuncia. Esto no hay que pintarlo de color de rosa.
Pero cuantas más personas reconozcan que en medio de gigantescas montañas de mercancías están viviendo en un estado de carencia aguda, menos hablarán de «renuncia» al reducir su consumo. Si dejo quieto mi coche y reduzco el paseo por el supermercado, no me estoy restringiendo, sino que recupero un pedazo de libertad y dignidad humana. Liberación del consumo significa también, por consiguiente, salida de esta miserable e indigna sociedad de la carencia.
Liberación del consumo significa asimismo que acaba el estado de esquizofrenia colectiva, que cesamos de reprimir nuestra responsabilidad en la destrucción de la naturaleza y la explotación de pueblos ajenos, que sacamos conclusiones del hecho de que la Tierra es limitada, y que resulta imposible generalizar el nivel de vida de un alemán medio a los seres humanos de Africa, Asia y América Latina sin que la biosfera se desmorone. Todos los que reprimen este saber aceptan a la chita callando que haya en el futuro dos especies de seres humanos: una minoría de alrededor del 20% que dilapide las riquezas del planeta, y una mayoría del 80% para la que apenas quedarán sobras. La liberación del consumo también aumentaría la credibilidad de los diversos movimientos sociales. Gandhi no comenzó a hilar sólo porque quisiese hacer independiente a la India de importaciones textiles británicas, sino también porque sabía que su movimiento sólo podía tener éxito si era creíble, si también se superaba la fascinación psíquica que sus paisanos experimentaban ante el nivel de vida y los modelos de consumo de los señores coloniales.
Además, un movimiento de liberación del consumo no se contentaría con acciones simbólicas. Querría hurtar conscientemente la demanda a la economía, y con ello afectaría directamente a los intereses de realización del capital. Cada kilowatio/hora no consumido daña a las industrias eléctrica y atómica. Cada automóvil no vendido daña a la industria automovilística, cada producto de plástico no vendido afecta a la industria química. Sólo así se podría conseguir primero una transformación y finalmente una reducción de la producción destructiva, y que las personas y la naturaleza puedan recuperarse del sistema industrial. Sería encomendarle las ovejas al lobo si confiásemos a los consorcios, los científicos y los políticos la solución de la cuestión medioambiental, de la cuestión de la mujer y de la cuestión colonial.
Además de una limitación cuantitativa del consumo, también es necesario regresar a una relación cualitativamente distinta entre producción y uso. Para ello resulta en primer lugar importante que la producción y el uso vuelvan a aproximarse, que se compren productos si es posible procedentes de la región y que no necesiten largos transportes. A este respecto, las iniciativas de productores y consumidores desempeñan un papel esencial. Pero una transformación cualitativa de los hábitos de consumo significaría también aprender a usar las cosas en lugar de gastarlas/destruirlas, como dice Uli Mercker. Usar las cosas quiere decir volver a desarrollar una especie de relación amorosa con ellas. Eso es ciertamente difícil si resulta que sólo compro mercancías de usar y tirar en el supermercado. La transformación cualitativa de los hábitos de consumo puede empezar cuando nos enfrentamos con las relaciones de explotación contenidas en cada una de las mercancías. Estas las encubre hoy en día la división internacional del trabajo más que nunca. Pero desentrañar estas relaciones y llevarlas a la conciencia de los consumidores es un primer paso político para cambiar los hábitos de compra. Que es posible lo muestra por ejemplo el boicot contra la fruta sudafricana.
Objeciones y respuestas
Quien habla hoy de liberación del consumo oye a menudo lo siguiente: «Tienes razón, pero…», y después siguen diferentes argumentos destinados a probar que este camino es impracticable. A continuación desearía enumerar algunos de estos argumentos importantes que oí en los años pasados, y también las respuestas que se me han ocurrido.
¿De qué sirve que yo, en cuanto individuo, consuma menos? Eso ni siquiera lo notan los políticos o las multinacionales. La renuncia privada al consumo es demasiado individualista y no conduce a transformaciones estructurales.
El sistema de despilfarro sólo puede funcionar mediante la acción de muchos individuos anónimos. La renuncia a comprar de muchos individuos actúa directamente, y no sólo simbólicamente, sobre las constricciones a la realización del valor de este sistema: si se deja de comprar tanto, no se puede seguir acumulando tanto. Además, no debemos llevar a la práctica la liberación del consumo sólo entre nuestras cuatro paredes. Debemos hacer pública nuestra renuncia a comprar de la misma manera que las multinacionales hacen pública su propaganda comercial. Las emisiones televisivas MONITOR acerca de los gusanos en el pescado del mar Báltico y los productos dañinos para las encías en las pastas dentífricas las percibieron las empresas correspondientes como amenaza inmediata a sus ventas, y provocaron efectos inmediatos en estas industrias. Los cambios estructurales, si se aspira realmente a ellos, se alcanzarían más rápidamente mediante campañas de renuncia a la compra bien dirigidas que por medio de otras estrategias. El miedo de la industria ante las propuestas de boicot lo prueba.
Los llamamientos a la liberación del consumo pueden permitírselos quienes tienen o han tenido suficiente. ¿Pero qué pasa con los parados, los receptores de subsidios sociales, y sobre todo los mujeres pobres? Ellos y ellas no pueden pagar los precios de las tiendas naturistas, se ven obligados a comprar en los supermercados más baratos. ¿No resulta cínico predicarles la renuncia al consumo?
Respondería dos cosas: el llamamiento a la renuncia al consumo se dirige en primer lugar a aquellos que disfrutan de ingresos relativamente elevados, es decir a las capas con mayor poder adquisitivo en los países industrializados, que constituyen alrededor de los dos tercios de los consumidores. No se dirige a quienes de todas maneras tuvieron y tienen que renunciar a muchas cosas. Pero el problema es que las aspiraciones de consumo de esta sociedad de los dos tercios han llegado a tener carácter modélico para todos «los de abajo». También la receptora de subsidios sociales tiene en la cabeza el mismo modelo de consumo que la oficinista o la mujer del funcionario. También los países del «Tercer Mundo» intentan imitar las pautas de consumo de los países industrializados, primero las elites locales y las capas medias urbanas, finalmente también las masas de los pobres en el campo y en la ciudad. Un objetivo esencial de un movimiento de liberación del consumo entre los estratos con mayor poder adquisitivo sería quebrantar este poder de atracción del modelo de consumo dominante, que lleva a los pobres a malbaratar su trabajo y sus menguados ingresos de la misma manera que las clases medias.
La mayoría de nosotros consumimos tanto porque tenemos que compensar otras necesidades que aquí no pueden satisfacerse. ¿También esta compensación nos quieres quitar?
Es verdad que aquí no se satisfacen muchas necesidades humanas. Pero quien quiera cambiar tal estado de cosas no puede seguir predicando el consumo compensatorio, sino que tiene que crear las condiciones que posibiliten satisfacer esas necesidades. Ello entraña, en mi opinión, que las necesidades básicas vuelvan a ser cubiertas más por medio del propio trabajo que mediante la compra de mercancías. La segunda condición sería que la producción y el uso de semejantes bienes volviese a ocurrir en conexión con los demás, y no en la soledad del atomizado productor y consumidor de mercancías. La necesidad de «comida» no se satisface ingiriendo una determinada cantidad de calorías, sino experimentando activa y comunitariamente la preparación de los alimentos y el placer de la alimentación.
¿Por qué hablas todo el rato de la explotación del «Tercer Mundo»? Vivimos aquí, y no en Brasil ni en Tailandia.
Eso es un gran error. De hecho, por medio del consumo mercantil vivimos en parte en el «Tercer Mundo», y a costa suya. Alrededor del 20% de los pastos de las vacas de la RFA se hallan -por vía de la importación de piensos- en el «Tercer Mundo». Los huevos pasados por agua de nuestro desayuno vienen de Tailandia, mediante el rodeo de las importaciones de tapioca; nuestras camisas y vaqueros de Sri Lanka; nuestros vestidos de Corea del Sur; nuestros ordenadores, grabadoras y vídeos de Taiwan, Malasia y Corea del Sur; y nuestras vacaciones las pasamos en las soleadas playas del «Tercer Mundo». Por no hablar de «nuestros» plátanos, «nuestro» café, «nuestro» té, «nuestro» petróleo…
Me doy cuenta de todo esto. ¡Pero sencillamente quiero comer plátanos! ¡Necesito mis vacaciones en el Sur! ¡Por la noche necesito mi filete argentino! ¡Me gusta muchísimo conducir coches veloces! ¡Me gusta fumar!»
Ese es el punto de vista de los niñitos tozudos, que lo quieren tener todo y enseguida. El consumismo ha ido reduciendo a muchas personas en los países industrializados al nivel de niños de tres años, que a pesar de los mejores argumentos en contra se emperran en decir: ¡Lo quiero, y basta! La industria publicitaria tiene una parte considerable de culpa en esta abolición de la razón, la sabiduría y la responsabilidad, y en la creación de esta infantilización colectiva. ¿No somos más que marionetas suyas?
¿Y qué pasa con tu feminismo? ¿Tienen que ser precisamente las mujeres las que otra vez se sacrifiquen y practiquen la renuncia?
Nosotras las feministas sabemos muy bien que las mujeres no son únicamente víctimas desvalidas, sino que también participan siempre en el sistema de explotación patriarcal-capitalista. Participamos en él porque obtenemos una parte del botín, y a cambio aceptamos un modelo sexista de mujer, una moda sexista, una división del trabajo sexista, una publicidad sexista. Las mujeres que siguen hablando sólo de sacrificio y no de liberación cuando tienen que renunciar a los atributos del modelo de mujer troquelado por el patriarcado y el capitalismo no pueden tomarse muy en serio la liberación de las mujeres. O bien se encuentran en la situación de los israelitas antes de la huida de Egipto, que querían ciertamente ser liberados de la esclavitud, pero al mismo tiempo no deseaban renunciar a las ollas de carne egipcias.
¿Y los puestos de trabajo? ¿Qué pasaría con los obreros del automóvil si dejásemos de comprar coches, qué pasaría con los trabajadores de la industria química si comprásemos menos productos químicos? ¿Has pensado en ellos y en sus familias?
Con el argumento de los puestos de trabajo se justifica hoy todo tipo de producción superflua y destructiva, tanto la de venenos químicos como la de electricidad nuclear, tanto la de armas como la de automóviles de lujo. Pero no lo olvidemos: el objetivo de esta producción no es la conservación de puestos de trabajo, sino el beneficio. El objetivo de un movimiento de liberación del consumo sería primero la reducción y finalmente el cierre de semejantes ramas productivas. Pero eso no significa en absoluto que las personas que trabajaban en ellas tengan que perder su trabajo y sus ingresos. El trabajo socialmente necesario habría de repartirse equitativamente entre todas las mujeres y los hombres sanos, y eso tendría que conducir también a una distribución más justa de los ingresos. -Socialmente necesario es todo trabajo que sirva para la satisfacción de las necesidades básicas, por consiguiente también el trabajo doméstico, el trabajo con niños, viejos y enfermos. Por el contrario, el trabajo en la fabricación de Mercedes de lujo, de fast-food, de muchos productos de la industria electrónica y química, no sólo no es socialmente necesario, sino que a menudo es socialmente dañino. A los productos de la industria atómica y del armamento podemos renunciar totalmente. Si este trabajo superfluo o dañino se redujese o aboliese, y si todo el restante trabajo necesario y útil se repartiese por igual, sería posible -también sin robots ni autómatas- una amplia reducción del tiempo de trabajo.
Si la industria del armamento fuese suprimida o por lo menos reducida drásticamente, habría suficiente para todos. Es sabido que el mayor despilfarro de trabajo, energía, materias primas y capital, y los mayores daños para el medio ambiente, proceden del armamento, y eso sin considerar la amenaza de aniquilación total que pesa sobre todo el mundo. ¿Por qué no nos concentramos en la lucha por el desarme total?
Ya he dicho que la producción de armas y material de guerra es la más nociva de todas. Sería correcto detenerla inmediatamente. ¿Pero tenemos claro lo que ello significaría para nuestro nivel de vida? La industria del armamento sería verdaderamente superflua sólo si estuviésemos dispuestos a reducir drásticamente nuestro nivel de vida y a llegar a una industria de autoabastecimiento más o menos limitada. Pues mientras nuestros coches y calefacciones sigan dependiendo del petróleo, mientras nuestros televisores, ordenadores y videocasetes, nuestros tejidos y otras mil cosas de uso cotidiano sigan siendo fabricadas a base de derivados del petróleo, se seguirán necesitando armas para garantizar el libre transporte de «nuestro petróleo» y por eso nos encontramos en un estado de guerra permanente... y estas guerras, llamadas Low Intensity Conflicts de manera eufemística, tienen lugar casi exclusivamente en los países del «Tercer Mundo». Ello muestra claramente que el conflicto Este-Oeste se utiliza para mantener a raya a los pobres del Sur. Mientras se hagan la guerra entre sí, no derribarán a los países ricos del Norte. De manera que quien esté a favor del desarme, ha de estar también a favor de la abolición del orden económico mundial explotador y dispuesto a reducir su confort habitual.
Todo esto es demasiado moralista. Moral y ascesis, lo que es aquí ni el perro lo quiere. Lo único que haces es causar complejos de culpa a la gente, y de la culpa nunca ha salido nada bueno. Tienes que ofrecer algo positivo, algo que sea atractivo…
Si queremos acabar con el estado de guerra generalizado contra las mujeres, la naturaleza y el «Tercer Mundo», necesitamos urgentemente una nueva moralidad, cuyo meollo no estribe en el puro interés propio del individuo atomizado ni en la lucha de todos contra todos, sino en el conocimiento de que también el individuo está unido con los demás y es una parte de la naturaleza, y que ello no constituye ninguna desdicha, sino que es nuestra dicha. Esta nueva moralidad apela al respeto de sí mismo, al sentimiento de responsabilidad y a la solidaridad, pero no al egoísmo. Una nueva sociedad no puede construirse sobre la base de la moralidad hedonista de «después de mí el diluvio».
Veo todo esto con claridad, pero no actúo de acuerdo con mis convicciones. ¿No vives tú enredada en las mismas contradicciones que todos nosotros?
Es cierto que también yo vivo enredada en contradicciones, y bien conozco la verdad de la frase bíblica: El espíritu está pronto, pero la carne es débil. No se trata de que todos saltemos de golpe fuera del sistema consumista. Eso no podemos hacerlo. Se trata de lograr una nueva perspectiva, una politización de la esfera del consumo, y por eso se trata de redescubrir la propia responsabilidad. Todos no podrán hacer lo mismo. Lo que para uno es posible -por ejemplo renunciar al automóvil-, para otros será imposible. Pero todos y todas podemos empezar en alguna parte, y podemos fortalecernos mutuamente, y animarnos e intercambiar nuestras experiencias. Una actitud de todo o nada no sirve de gran cosa en este contexto.
Tampoco es necesario empezar con lo más difícil -no somos heroínas ni héroes- sino con lo que le parece posible a cada cual. Y entonces veremos que en realidad sólo sabemos lo que resulta posible una vez que empezamos a transformar el statu quo, o bien, en palabras de Halo Saibold: aprendemos haciendo. Yo sólo empecé a examinar con lupa los productos químicos en mi cesta de la compra cuando, después de la catástrofe causada por Sandoz en el Rhin, junto con otros suscribí en el Tageszeitung el llamamiento «¡YA ESTAMOS HARTOS! NO COMPRAREMOS NADA MAS DE LOS ENVENENADORES DE AGUAS»3. Además, ya es hora de que las muchas iniciativas individuales de este tipo se pongan en conexión unas con otras, e intercambien y publiquen sus experiencias4.
Una observación final: de ninguna manera afirmo que un movimiento de liberación del consumo pueda hacer superfluas las demás formas de la resistencia política. Pero tengo para mí que todas las demás formas de lucha por una sociedad alternativa -ya sean violentas o no violentas, parlamentarias o extraparlamentarias- no tendrán éxito si no se quebranta la hegemonía sobre la vida cotidiana que ejerce el consumismo. En este sentido, el «camino» de la liberación del consumo es también ya la meta.
Maria Mies, nacida en 1931, estudió sociología y etnología en Colonia. Ha trabajado e investigado durante varios años en la India (por ejemplo sobre la labor de las mujeres en la economía de subsistencia campesina). De 1979 a 1981 organizó la investigación sobre «Mujeres y desarrollo» en el Institute of Social Studies de La Haya. Actualmente enseña pedagogía social en la Universidad de Colonia. Es coautora de libros importantes como Frauen, die letzte Kolonie (Las mujeres, la última colonia; Rowohlt Verlag, Hamburg 1983) y Patriarchy und Accumulation on a World Scale (Patriarcado y acumulación a escala mundial; Zed Books, London 1985). El ensayo que he traducido procede del anuario verde- alternativo Grüne Alternativen (Kölner Volksblatt Verlag, Köln 1988).
(Publicado en mientras tanto 48, Barcelona 1992, p. 69-82. Traducción de Jorge Riechmann)
Bibliografía
ANDERS, G., Die Antiquiertheit des Menschen, vol.2, München 1987.
BAIER, W., «Der Energieverbrauch steigt wieder deutlich an», Frankfurter Rundschau del 27.6.87.
HIPPLER, J., «Der Kalte Krieg wird tropisch warm», taz del 6.10.87.
KAPP, K.W., Soziale Kosten der Marktwirschaft, Frankfurt 1979.
LEINEMANN, J., Die Angst der Deutschen, Reinbek 1982.
MIES, M., «Frauenforschung oder feministische Forschung», Beiträge zur feministische Theorie und Praxis 1984, número 11.
MIES, M., «Konturen einer Öko-feministischen Gesellschaft», taz del 9.5.87 (ampliado en: Die Grünen im Bundestag (Hrsg.), Frauen und Ökologie).
SCHMIERER, J., editorial del número 6 de Kommune, 1986.
STRAHM, R.H., Warum wir so arm sind, Wuppertal 1980.
Notas:
1 Formulado durante un debate televisivo el año pasado.
2 Gustavo Esteva en una entrevista con Uli Mercker (manuscrito inédito, 29/4/87)
3 Este llamamiento se publicó el 13.12.86 en el tageszeitung. No sólo lo suscribieron varios miles de personas, sino que también se publicó en otros medios y sirvió como estímulo para otras acciones análogas.
4 Importantes indicaciones concretas sobre politización del consumo pueden leerse en el ensayo de Halo Saibold mencionado en la bibliografía, sobre todo para los ámbitos de vestimenta, alimentación, vivienda y salud. También la Iniciativa de Consumidores de Bonn (Verbraucherinitiative in Bonn, Postfach 1746) proporciona información sobre las diferentes posibilidades de transformar nuestros hábitos de consumo.
Fuente: https://vientosur.info/maria-mies-1931-2023/