Memoria, reguetón y cíborgs

Vivir para siempre en una máquina, devenir máquina para esquivar o retrasar la muerte, podrían ser, en el futuro próximo, consideraciones corrientes. Si es que no lo son ya: Cuenta Byung Chun Han en su ensayo No-cosas que en la novela La policía de la memoria, de Yoko Ogawa, un régimen totalitario destierra cosas y recuerdos de una sociedad isleña: “Los isleños viven en un invierno perpetuo de olvidos y pérdidas (...) el mundo se vacía sin cesar. Incluso desaparecen partes del cuerpo. Al final, solo voces sin cuerpo flotan sin rumbo en el aire”. Han señala un paralelismo entre lo sucedido en aquel terreno distópico y la actualidad, donde el mundo se vacía de cosas y se llena de información. Donde el mundo se descorporeiza en pos de la supremacía de los datos.

Miryam Hache

El frenesí por la hipercomunicación y la información, la prevalencia de eso que él llama las “no-cosas”, desplaza a las cosas. La cosa material, pero también aquella parte del recuerdo que se adhiere a la cosa. A lo que perdura tal vez, añadiría yo. “La digitalización descorporeiza y desmaterializa a la vida”. De sobra conocemos ejemplos de este proceso: el reemplazo del dinero palpable por el virtual, el incremento de cursos, citas y reuniones online en detrimento de las presenciales; el incremento del poder y riqueza de las megacorporaciones que no generan productos materiales sino que manejan datos (Meta, Amazon, Microsoft, etcétera) aun cuando esos datos se almacenan en espacios físicos, generando gran impacto medioambiental; del incremento de las artes creadas y almacenadas de forma digital, etc.
En este mundo desarticulado, compuesto de individuos atomizados, en el que la idea de comunidad se menta junto a la añoranza de un tiempo perdido —aunque nunca vivido— y la inminencia de un cúmulo de catástrofes aún sin nombre sobrevuela el horizonte; en un mundo en el que prima la transitoriedad de los lazos, de las elecciones laborales o incluso habitacionales, en el que prima ante todo la fugacidad y no la calma de la siembra, la pausa que exige la contemplación de lo bello; en un mundo en el que la forma de vincularnos a la información —es decir, a las potencialidades del saber y el conocimiento—, se gesta, ya no en el marco de narrativas (lineales) sino en un mar revuelto de infinitos datos; en este mundo, en este contexto que nos abruma y se deshace entre las manos a partes iguales, un valor fuertemente ligado a la corporeidad resiste —o debería resistir—: aquello que posibilita la narrativa de una identidad es la memoria.
La pérdida de la memoria nos arroja a un presente continuo.
¿Qué es lo humano sin memoria de lo humano? Puede haber memoria sin cuerpo —aquellos que no están, por ejemplo, perviven en nosotros, gracias a la memoria—, pero no debería haber cuerpo sin memoria. ¿Queremos que el sostén de la memoria dependa de máquinas inteligentes?
La idea de que haya cuatro o cinco megacorporaciones disponiendo de casi todos los datos del mundo —es decir, alimentando a la IA— me aterra. Porque quienes detentan la memoria de la humanidad marcarán su rumbo.
De dónde venimos: lo material
El mundo se desmaterializa y nosotros corremos detrás. Nombramos el cuerpo, como ahogados manoteando lo último que queda de lo vivo. Nos internamos en el gimnasio o nos modificamos los rasgos tan obsesivamente porque el cuerpo es lo único que nos queda.
La pérdida de la carne del mundo obliga al actor a apegarse a su cuerpo para darle carne a su existencia, dirá el antropólogo Le Breton.
Si la música electrónica es la perfecta banda sonora de un grupo de cuerpos europeos que bailan sin tocarse hasta la mañana de un día sin fin, el “perreo” pareciera ejercer cierta resistencia al devenir inmaterial. El repetitivo beat cardíaco suena a llamada ritual —acá donde los ritos se deshacen, se digitaliza la palabra, y el sentimiento es traducible a emoji efímero—, una llamada a ese espacio donde el cuerpo, o el culo sin cara, cobra más protagonismo que cualquier otra cosa. La materialidad de la carne. El resurgir de aquello que simboliza la carne. El perreo hasta el piso es el cuerpo a tierra. El rito al culo no tiene solo que ver con reivindicaciones de tipo sexo político, sino tambien con reivinidicar aquello que nos conecta al origen, con aquello que conservamos de nuestra animalidad, de nuestra materialidad.
Pero los gestos de resistencia estética a la descorporeización de la vida no se limitan a la danza ni al trabajo del cuerpo en los gimnasios o en clases de yoga. Lo vemos en ciertos revival coleccionistas, en el aumento de la venta de discos de vinilo, en el resurgimiento de la fotografía analógica, de los rodajes cinematográficos en fílmico, de la resistencia, contra todo pronóstico, del libro en papel. En la revalorización de lo vintage y lo antiguo. Lo vemos en la vuelta a la ruralidad de distintos grupos sociales, en el exitazo de creencias neoespirituales que rescatan saberes ancestrales —ancestral como adjetivo positivo casi independientemente de a qué se asocie— , en la difusión de prácticas primitivistas, en el furor por la astrología. Expresiones, todas, de la necesidad de una vuelta a tierra, al terreno material de donde brota lo vivo. A las tradiciones, a lo sólido.
En ser y tiempo de Heidegger, el dassein (nombre ontológico para hombre) su ser en el mundo, consiste en manejar cosas, cosas que están para usarlas con las manos. El dassein accede al mundo circundante por medio de las manos. Pero el ser de nuestro tiempo se vincula en alto grado a través de las pantallas.

Tal y como se retrata en el primer capítulo de la nueva temporada de Black Mirror, cuando deleguemos en las máquinas inteligentes la creación de todo tipo de contenidos (audiovisuales, creativos, etc), y no seamos nosotros, construyéndolos con nuestras manos, o con algún resquicio de la voluntad del cuerpo, la distancia con la materia prima de lo real será —porque ya es— tan grande que, en parte, terminaríamos por perdernos a nosotros mismos.
¿Queremos devenir cíborgs?
Si hasta hace pocos años, la estética futurista de Daft Punk, del cyberpunk, o la convivencia con robots inteligentes en Futurama integraban el mero campo de la fantasía, hoy el devenir cíborg se instala firme en el horizonte de lo posible.
En esto que vienen llamando la cuarta revolución industrial, la digitalidad descorporeiza la vida pero, mientras el cuerpo siga en pie, el siguiente paso es incorporar la digitalidad a este cuerpo vivo.
Porque aquí todo lo que no es atravesado por los datos, o no es digitalizable, se deprecia.
Hay empresas trabajando en almacenar datos ya no solo en “discos duros” sino en cuerpos biológicos, en conservar la suficiente data personal para poder recrear tu imagen, voz y personalidad y replicar tu presencia o personalidad. Se crea vida en laboratorios, se investiga la impresión de órganos en 3D, implantes de chips con innumerables potenciales, etc.
Nuestro cuerpo humano nos parecerá cada vez más vulnerable e insuficiente ante la posibilidad de integrar ciertas tecnologías a nuestro cuerpo biológico.
¿Decidiremos conscientemente qué de nuestro cuerpo queremos conservar? ¿O nos dejaremos arrollar por la lógica del mercado? Probablemente se comienza primero por las mejoras médicas, un ojo biónico aquí, un súper oído allá, luego mejoras estéticas más extremas y, por último, megalómanas.
Qué objetos de nuestro tiempo querremos preservar y proteger, no en un afán acumulativo pro capitalista, sino en el afán de sostener cierto relato de nuestra identidad cultural. ¿Qué parte de nuestra materialidad biológica adherida a la memoria, a lo que nos define como humanos, preservaremos? Una gramola aquí, un flipper allá, cubertería de plata y revistas del corazón o sombríos y kilométricos data centers.
Vivir para siempre en una máquina, devenir máquina para esquivar o retrasar la muerte, podrían ser, en el futuro próximo, consideraciones corrientes. Si es que no lo son ya. Formas tecnificadas y aparentemente más complejas de seguir negando la muerte. Asumir el cuerpo biológico como lo que es, perecedero y finito, quererlo así, es también asumir su futuro declive.
Implica, necesariamente, la aceptación de la muerte. La muerte como destino común.
Las consideraciones éticas en torno a estas cuestiones serán vastas y complejas. Sin duda una pierna biónica para alguien sin piernas, o la impresión de un corazón en 3D para aquel con insuficiencia cardíaca, son grandes y necesarios avances. La creación de humanos en laboratorios, sin padre ni madre, tal vez no tanto. ¿Quién controla estas tecnologías? ¿Serán hackeables nuestros cuerpos, como ya afirma Yuval Harari?
¿Articularemos nuestro devenir humano acorde a nuestras voluntades? ¿Estamos dispuestos a que las diferencias de clase afecten tan dramáticamente los cuerpos hasta generarse, en el futuro próximo, clases de sujetos ricos hiperlongevos con habilidades biónicas propias de la ciencia ficción versus simples y old fashioned mortales? ¿O, por el contrario, veremos como pacificadora o democratizadora la radicalización del devenir inmaterial, y nos dejaremos arrollar por la velocidad del mercado hasta devenir, como en la novela de Yoko Ogawa, voces sin cuerpo ni rumbo flotando en el aire?

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/opinion/memoria-regueton-ciborgs

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