Somos biodiversidad (y estamos en crisis)

Sin la biodiversidad, sin entender que nuestra existencia está totalmente ligada a la de los demás seres del planeta, nuestra supervivencia en la Tierra pende de un hilo: Solíamos pensar que el universo era un lugar seco, una basta extensión de gases y rocas sin pizca de agua. Salvo por un sitio especial, la Tierra, que nadaba en la abundancia. Nos gustaba pensarlo, pero hoy sabemos que el agua es una de las moléculas más comunes en el universo. Hay agua en la Luna y en Marte, en galaxias lejanas, y en los cometas helados que vagan por el sistema solar. Y es probable que allá afuera, en la inmensidad, floten otros planetas como el nuestro, cubiertos de océanos líquidos y ríos, en los que también llueva y nieve. Pero volvamos a nuestra roca especial.

Juan Samaniego

Más del 70% de la superficie de la Tierra está cubierta por un inmenso océano salado. En él caben 1.332 millones de kilómetros cúbicos o 1.370 trillones (con 18 ceros) de litros de agua. Números que, para nosotros, son tan inabarcables como los del propio universo. Y, aun así, en cada gota de esa agua salada, hay un pequeño mundo en sí mismo. En cada gota de mar viven 10 millones de virus, un millón de bacterias y alrededor de 1.000 protozoos y algas microscópicas. Porque también solíamos pensar que la Tierra era nuestro lugar especial, pero resulta que es el lugar especial de los microbios.
Durante unos 3.000 millones de años, nuestro planeta solo estuvo habitado por seres unicelulares. No es de extrañar que hayan llegado a una relación especial con él, una que nosotros solo estamos empezando a descifrar. La biodiversidad microscópica es el puente entre la biología y la química, entre los elementos y los minerales que componen la Tierra y los seres que la habitan.
El fitoplancton, formado por microorganismos capaces de hacer la fotosíntesis, libera la mitad del oxígeno que toda la vida del planeta consume en un año. Gracias a su trabajo durante miles de millones de años, la proporción de dióxido de carbono (CO2) en la atmósfera es de solo el 0,04% (aunque los humanos nos estemos esforzando mucho por elevarla). Y todo el carbono extraído del aire a través de la fotosíntesis se ha ido repartiendo, poco a poco, por la biota, formando los bloques esenciales de la vida que puebla cada rincón del planeta, de los diminutos osos de agua a las inmensas ballenas.

Ejemplar del grillo depredador Panacanthus cuspidatus fotografiado en la selva ecuatoriana de la Estación de Biodiversidad de Tiputin. ROBERTO GARCÍA-ROA.

La red que teje la biodiversidad
El Prochlorococcus mide algo menos de una millonésima parte de un milímetro, pero su fuerza está en los números. Es, probablemente, el organismo fotosintético más abundante del planeta. Vive en las zonas superficiales del océano, donde usa la luz solar para transformar el CO2 y los nutrientes en materia orgánica y liberar oxígeno como residuo. Lo hace, además, de forma mucho más eficiente que las plantas y los árboles. A pesar de su pequeño tamaño es, tal como señala el biólogo Enric Sala en su libro La naturaleza de la naturaleza (Ariel), una especie fundadora del planeta, la base de la vida como la conocemos.
Esta cianobacteria es capaz, también, de alimentarse de su entorno, absorbiendo glucosa, aminoácidos o compuestos con hierro, azufre o fósforo. Y, a su vez, sirve de comida para muchos otros organismos. Está en la base de la cadena trófica oceánica, junto al resto de especies que forman el fitoplancton, y alimenta a otras bacterias, a las larvas de peces o crustáceos y al zooplancton, una especie de sopa de animales diminutos que viven a merced de las corrientes. A través de ellos, podemos seguir el rastro de la cadena alimentaria hasta el resto de seres marinos (y muchos terrestres). Pero también podemos dar un gran salto.
Porque la ballena azul, el animal más grande que jamás ha vivido en la Tierra, se alimenta de zooplancton y, en especial, de algunas especies de crustáceos conocidas como kril. Una sola ballena puede ingerir más de cuatro toneladas de kril al día. Lo filtra a través de sus barbas, lo digiere y absorbe parte de sus nutrientes para acabar liberando el resto al medio marino a través de sus heces. Estas son ricas en hierro, un elemento químico que escasea en el océano y que resulta esencial para que ciertos seres diminutos completen la fotosíntesis y vuelvan a poner la rueda de la vida en marcha.
“Los ciclos biogeoquímicos del planeta están intrínsecamente ligados a la actividad microbiana, ya que dependen del origen y destino de la materia orgánica. Sabemos que el ciclo del nitrógeno en el océano está mediado por bacterias, microalgas y virus. Es una maravilla pensar en el rol crucial del microbioma a nivel planetario, no solo por el oxígeno que producen mediante la fotosíntesis, sino también por asegurar la nutrición en el océano”, explica Camila Fernández, profesora visitante del Departamento de Oceanografía de la Universidad de Concepción (Chile) y experta en microbiodiversidad marina.
La biodiversidad que hoy alberga la Tierra es el resultado de 4.000 millones de años de evolución, de relaciones increíblemente complejas entre las diferentes especies que han ido apareciendo y desapareciendo del planeta y adaptándose a las condiciones del entorno. Cuando en 1974 los biólogos James Lovelokc y Lynn Margulis propusieron en la hipótesis de Gaia que toda la vida de la Tierra se podía considerar como un único superorganismo en el que todo estaba conectado, pocos científicos los tomaron en serio. Desde entonces, multitud de estudios han ido cargando de razones a una idea que también está presente en muchas cosmogonías indígenas.

Icebergs a la deriva en el mar de Weddel, en un atardecer en la Antártida. ROBERTO GARCÍA-ROA.

En la base de esta inmensa red de vida interconectada siguen los que primero poblaron la Tierra, los microorganismos. Solo en el océano suponen más de dos tercios de la biomasa total y suman cuatro gigatoneladas de carbono, cuatro veces la biomasa de todos los insectos del planeta. Aun así, tal como constató la misión científica Tara Microbiome, que recorrió el planeta estudiando el microbioma oceánico y en la que participó Camila Fernández, la mayoría de especies que lo forman y de las relaciones mediante las que se interconectan siguen siendo desconocidas para nosotros.
“Hablar de la biodiversidad microbiana sigue siendo difícil a nivel de especies, pero es importante protegerla ya que las funciones que realiza son clave para el planeta”, añade Fernández. “El microbioma marino es altamente diverso y versátil, pero nuestra actividad introduce elementos que modifican el equilibrio químico del agua y la composición de la comunidad microscópica. Además, el cambio climático y la modificación de los procesos físicos en el océano también afecta a la distribución de microorganismos clave y puede modificar estas funciones esenciales. Preservar la microdiversidad es tan importante como preservar la macrodiversidad”.
La biodiversidad, tal como recoge el Convenio sobre la Diversidad Biológica de la ONU, es la variabilidad de los organismos vivos de todo tipo, incluidos, entre otros, los de los ecosistemas terrestres, marinos y otros ecosistemas acuáticos, así como los complejos ecológicos de los que forman parte. Esta biodiversidad aparece entre las especies, pero también dentro de las propias especies (lo que se denomina diversidad genética) y entre los ecosistemas (diversidad de espacios).
“La biodiversidad abarca la enorme variedad de formas mediante las que se organiza la vida. Incluye todas y cada una de las especies que cohabitan con nosotros en el planeta, sean animales, plantas, virus o bacterias, los espacios o ecosistemas de los que forman parte y los genes que hacen a cada especie, y dentro de ellas a cada individuo, diferente del resto”, señalan desde la Fundación Biodiversidad. Esta biodiversidad es la que ha transformado la Tierra en un lugar habitable, con oxígeno abundante, y otros elementos como el nitrógeno o el fósforo disponibles para todos.
Su importancia para los seres humanos, sin embargo, va mucho más allá. La diversidad biológica también está en la base de todos los servicios que nos prestan los ecosistemas, como el control de la erosión, la polinización de las cosechas, la purificación del agua o la regulación del clima. Y es, además, una fuente de recursos directos, como alimentos, madera y medicinas. Hoy, la biodiversidad está en crisis por causa de nuestras propias acciones. Sin ella, sin entender que nuestra existencia está totalmente ligada a la de los demás seres del planeta, nuestra supervivencia en la Tierra pende de un hilo.

Un grupo de aves despliega su vuelo desde un gran baobab de la especie Adansonia grandidieri. Imagen tomada al atardecer en la Avenida de los Baobabs, entre Morondava y Belon’i Tsiribihina. ROBERTO GARCÍA-ROA.

Tras las grandes extinciones
Unos 150 kilómetros al norte de Roma, en las afueras del pequeño monte de Gubbio, la Gola del Botaccione se hunde en la tierra. En las paredes de esta estrecha garganta se puede viajar en el tiempo. Allí, capa a capa, aparecen los restos de millones de pequeños organismos que fueron depositándose a lo largo de milenios en lo que durante mucho tiempo fue parte del lecho marino. Allí, a simple vista, se extiende la historia de los últimos 100 millones de años de la Tierra y las pistas de una gran catástrofe que tuvo lugar hace 66 millones de años.
En la Gola del Botaccione fue donde el geólogo Walter Alvarez encontró la pista definitiva para sustentar la teoría de que el impacto de un inmenso asteroide había provocado una extinción masiva de especies que había acabado, entre otras cosas, con el reino de los dinosaurios. Esa pista es visible en la forma de una fina capa de arcilla, de un centímetro de grosor, entre las rocas del Cretácico y las del Paleógeno, una capa en la que no hay fósiles. Hoy, ni la teoría del asteroide ni el hecho de que haya existido una extinción masiva en la Tierra nos pillan por sorpresa, pero esto no siempre ha sido así. “Desde que se empezaron a estudiar los primeros fósiles, antes incluso de Darwin, ya habían sido percibidos los grandes vacíos en el registro fósil, descensos dramáticos de los restos de seres vivos”, explica Elizabeth Kolbert, periodista científica y autora de La Sexta Extinción, libro por el que recibió el premio Pulitzer y en el que recoge, entre otras, la historia de la Gola del Botaccione. “Pero la idea de las extinciones masivas parecía entonces muy poco científica, por lo que se desarrollaron todo tipo de teorías alternativas para explicar esos vacíos”.
Durante mucho tiempo, no se contemplaba la opción de que cambios repentinos en el medio o catástrofes de escala planetaria pudiesen provocar la desaparición de miles de especies al mismo tiempo. La Tierra era, simplemente, demasiado grande y poderosa. La visión imperante, aquella que defendió también Darwin, era que cada especie se había extinguido víctima de la competencia con otras especies, que simplemente no había tenido éxito en su lucha por la supervivencia. Pero el descubrimiento de Alvarez y otros hallazgos similares en los años 70 del siglo pasado lo cambiaron todo. De repente, los restos del impacto de un asteroide daban sentido a todo. El de los dinosaurios, hace 65 millones de años, fue el último evento de extinción masiva, un periodo de tiempo corto (en términos geológicos) en el que al menos el 75% de las especies de la Tierra desaparecieron del mapa. Pero antes de la extinción masiva del Cretácico hubo al menos otras cuatro, hace 200, 250, 360 y 444 millones de años, respectivamente. Tras ellas, la biodiversidad se reseteó y las especies supervivientes volvieron, poco a poco, a conquistar todos los rincones del planeta y a tejer su intrincada red de relaciones y dependencia. Todo lo que vemos hoy es, de una forma u otra, el resultado de esos eventos de destrucción masiva de la biodiversidad.
Las especies no solo se extinguen por impactos de meteoritos o por cambios bruscos en la temperatura del planeta. También lo hacen de forma natural como parte de la evolución, dejando paso a otras especies que las reemplazan. Es lo que los biólogos llaman extinción de fondo y es imperceptible a nuestros ojos. Por ejemplo, se estima que la tasa de extinción de fondo de los vertebrados es de dos extinciones por cada 10.000 especies y por cada siglo. Eso quiere decir que si hoy existen algo más de 5.000 especies de mamíferos en la Tierra, debería registrarse, como mucho, una extinción cada 100 años.
Sin embargo, según datos de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (IUCN), en los últimos 500 años han desaparecido 76 especies de mamíferos, cuando lo normal habría sido que se extinguieran un máximo de cinco, y de otras 800 especies no hay datos suficientes como para poder confirmar si se han extinguido o no. Además, una de cada tres especies de mamíferos que todavía pueblan la Tierra está en peligro de desaparecer. Las cifras señalan que este rápido declive de la biodiversidad se está dando por igual en todos los grupos de seres vivos.
¿Estamos en crisis?
Seis de cada diez personas viven en una ciudad. Cerca de 5.000 millones de seres humanos se mueven en un entorno en el que no queda nada que no haya sido alterado por su propia especie.
La huella de la naturaleza ha sido borrada por el asfalto y el hormigón, y la biodiversidad que queda se mantiene de forma artificial o gracias a las relaciones que algunas plantas y animales mantienen con la especie dominante en ese espacio, el Homo sapiens. “Millones de personas viven en grandes ciudades y tienen un sentimiento compartido de que las cosas no están tan mal”, señala Elizabeth Kolbert. “Aunque ecológicamente se estén desmoronando en lugares como la Amazonia o el Congo”. Y realmente se están desmoronando. Las poblaciones de especies salvajes han disminuido, de media, un 69% en los últimos 50 años. Según el Informe Planeta Vivo, elaborado por WWF, la pérdida de biodiversidad alcanza valores mucho más altos en las zonas más ricas en especies, como Sudamérica, donde la disminución de riqueza biológica desde 1970 es del 94%. También hay ecosistemas más afectados que otros. Por ejemplo, la pérdida de biodiversidad en los entornos de agua dulce en el último medio siglo supera el 80%.
Otro de los informes más completos sobre la pérdida de biodiversidad, elaborado por la Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (IPBES), señala que alrededor de un millón de especies conocidas están en peligro de extinción por causa directa de las actividades humanas. Nuestra interacción con el entorno ha ido reduciendo y destruyendo el espacio y los recursos disponibles para el resto de seres vivos durante siglos, pero la degradación de la naturaleza ha pisado el acelerador desde la revolución industrial y, sobre todo, a partir del siglo XX.
“Desde que inventamos la agricultura, nuestra especie ha dependido del control de los recursos naturales. Esto no ha hecho más que aumentar en las últimas décadas, en especial, desde la invención de cosas como los fertilizantes sintéticos. Somos capaces de controlar la productividad de una forma que nuestros antepasados ni soñaron, pero esto tiene una serie de efectos profundos en nuestro entorno que solo estamos empezando a entender”, explica Kolbert. “Y estamos en un aprieto, porque hoy somos tan dependientes de este tipo de avances que la vuelta a atrás es casi imposible”.
Según el informe de la IPBES, el cambio del suelo y del océano para los usos humanos es el gran impulsor de esta pérdida de biodiversidad. La deforestación para usos agrícolas y ganaderos o para el aprovechamiento de madera, la urbanización, actividades industriales como la minería o la alteración de humedales y cursos de agua son algunas de las causas principales detrás del rápido declive del número de especies salvajes en los últimos años. Paralelamente, un puñado de especies domésticas han ganado protagonismo. Hoy, los seres humanos y el ganado suponen el 96% de la biomasa total de mamíferos en el planeta.
Pero los cambios de usos de la tierra y el mar no son la única razón de la crisis de la biodiversidad. La contaminación es otro de los grandes culpables. El uso intensivo de agroquímicos, por ejemplo, está detrás del rápido descenso en las poblaciones de polinizadores, esenciales para gran parte de los alimentos que necesitamos. Además, la explotación directa de la naturaleza, la presencia de especies invasoras y el cambio climático son las otras tres causas principales de la pérdida de biodiversidad.
“No tenemos un registro fósil del presente similar al que nos ayudó a definir las extinciones del pasado, pero muchos científicos trabajan para intentar imaginar cómo las tasas de pérdida de biodiversidad que estamos viendo hoy pueden impactar en el registro fósil cuando este sea analizado desde el futuro”, señala Elizabeth Kolbert. “Si analizamos los datos de grupos que tenemos bien estudiados, como los mamíferos o las aves, si extendemos las actuales tasas de extinción durante 200 años más, muy poco tiempo en escala geológica, podríamos estar hablando de una nueva extinción masiva”.

Puerto Maldonado, capital del distrito de Tambopata, en Ecuador. Es considerada la ciudad que ofrece la entrada a la selva amazónica meridional. ROBERTO GARCÍA-ROA.

La pandemia de COVID-19 nos puso frente al espejo de una de las consecuencias de esta pérdida de biodiversidad. Al romper los equilibrios que nos servían, sin saberlo, de barrera frente a la enfermedad, acabamos por causar un desastre de proporciones históricas. El declive de los polinizadores, la degradación de los ríos y los lagos de los que bebemos, la destrucción de los grandes bosques que regulan los ciclos químicos y el clima del planeta… La gran pregunta que debemos hacernos quizá no sea cómo frenar la crisis de biodiversidad, sino cómo esperamos sobrevivir a ella.
“Nadie tiene una respuesta. Puede que consigamos evitar las consecuencias del daño porque seamos lo suficientemente inteligentes como para asegurarnos un sustento y controlar la producción de alimentos, el agua y la calidad del aire. O puede que, cuando nos demos cuenta de todas las cosas que no podemos controlar a nuestro alrededor, sea ya demasiado tarde”, reflexiona Kolbert. “La tercera posibilidad es que nos despertemos a tiempo y cambiemos nuestra forma de vivir para que sea respetuosa con nuestro entorno”.
“Todo ser vivo del planeta, viva donde viva, nosotros incluidos, está conectado de una manera compleja, inextricable”, concluye Enric Sala en La naturaleza de la naturaleza. “Debemos vernos como parte de un todo integrado, interconectado, interdependiente. Somos responsables de la totalidad del mundo natural. Es nuestro imperativo moral […]. Nuestra inteligencia superior conlleva una gran responsabilidad, pero no nos da poder sobre el resto de las criaturas. Es hora de utilizar esa inteligencia, mezclarla con compasión y proteger el derecho a la existencia de todas las demás criaturas. La recompensa será ese sentido de maravilla y sobrecogimiento que disfrutamos al vivir en este mundo diverso y hermoso”.  

Fuente: https://climatica.coop/somos-biodiversidad-y-estamos-en-crisis/

Entradas populares de este blog

Científicos declaran oficialmente el fluoruro (flúor) como una neurotoxina

Francia: ‘Mi orina contiene glifosato, ¿y la tuya?’ Denuncia contra el polémico herbicida

Japón decidió deshacerse de todos los hornos de microondas en el país antes de finales de este año