Decrecimiento y abundancia




José Luis Carretero Miramar.

La crisis, en los términos utilizados por la visión dominante de la economía capitalista, está íntimamente relacionada con la caída del PIB. Se habla de crisis cuando el descenso de la tasa de rentabilidad, normalmente producto de causas subyacentes de largo calado, se resuelve en la forma de una brutal destrucción de fuerzas productivas que provoca desocupación de masas y enormes tensiones sociales. La salud económica de la sociedad, por tanto, se identifica mecánicamente con el crecimiento de la producción, animado por la espuela del aumento del consumo provocado por la generalización del empleo y la subida de los salarios.
Por supuesto, en esa simplista manera de las ver las cosas quedan muchas preguntas sin responder: qué o cómo se produce en los momentos de crecimiento, qué actividades sociales son realmente útiles e, incluso, si la forma de cuantificar la producción misma tiene algo que ver con la satisfacción real de las necesidades humanas.
Tratemos de explicarnos: el sistema capitalista necesita acumular capital de manera creciente para subsistir. La lucha y la competencia entre los capitales se resuelve en la tendencial victoria de quienes hayan acumulado más fuerzas en la refriega, y eso provoca un acelerado desarrollo de las fuerzas productivas. De las fuerzas productivas de capital, puntualicemos. 
En el marco de esa brutal competencia y de esa acumulación constante, todo aquello que no contribuye a la acumulación de capital es dejado de lado, convertido en una externalidad que no computa en los balances contables de las empresas ni en las magnitudes macroeconómicas de las grandes consultoras. Que no computa, por tanto, tampoco, en la medición del PIB.
Así, los recursos naturales son esquilmados inmisericordemente por las empresas capitalistas, obligadas a crecer sin cesar y a producir cada vez más cachivaches que ceben la sociedad de consumo (sólo para una porción concreta de la población mundial) sin que su degradación tenga que ser reparada por los autores de la misma y, sin que por tanto, se contabilice de manera alguna en sus balances, impidiendo averiguar hasta que punto determinadas actividades (como el fracking, por ejemplo) son realmente rentables, no sólo desde un punto de vista social, sino estrictamente económico.
Es en el seno de este marco socioeconómico que el desarrollo del proceso de acumulación capitalista entra en un conflicto creciente, con las fuentes mismas de reproducción de la vida, poniendo en cuestión su propia viabilidad a medio plazo. Entendámonos: el crecimiento continuado se compone mal con el natural agotamiento de los recursos fósiles necesarios, precisamente, para alimentar dicho crecimiento. La llegada del peak (el punto más alto posible de extracción, a partir del cual es cada vez menos rentable para una economía de mercado, continuar con la explotación del recurso) se ha producido ya para el petróleo convencional, y está cada vez más cercana para la práctica totalidad de las fuentes energéticas y los recursos clave de nuestra sociedad industrial.
El capitalismo, atenazado por la confluencia de procesos seculares paralelos e interdependientes, que están dibujando un momento de crisis múltiples (ecológica, económico-financiera, cultural, de la hegemonía política, etc) que abren el escenario de una mutación sistémica de tipo cualitativo, no puede, a largo y, aún, medio plazo, hacer frente a la crisis ecológica manteniendo el mismo tipo de sociedad de consumo. El crecimiento sin fin, es inviable en un planeta finito y, con él, el propio sistema capitalista. La gran pregunta, como decía Gunder Frank, de nuestro tiempo, no es cuál es la naturaleza del capitalismo, sino que vendrá tras él.
Así, el decrecimiento va a producirse de una manera u otra: en medio de las gigantescas catástrofes sociales asociadas al colapso, o la lenta pero imparable decadencia, de una arquitectura global enferma en sus más profundos cimientos, o en el marco de un proceso racional y democráticamente gestionado en función de los intereses de las mayorías.
Pero aclaremos de qué hablamos cuando hablamos de decrecimiento: la sociedad de consumo se ha construido sobre la emergencia de una abundancia nunca vista de objetos mercantiles, muchos sin una utilidad social o personal clara, cuya producción masiva y venta permite alimentar el proceso de acumulación del capital. Todo ello ha provocado una expansión brutal de redes de transporte, asociadas al uso masivo de recursos fósiles para mover las mercancías, que han generado un mercado global, al tiempo que arruinaban a los productores comarcales, impidiendo la soberanía alimentaria e, incluso, industrial local. En el camino, muchas otras necesidades sociales, algunas de ellas mucho más profundas que la de jugar, por ejemplo, con una consola de videojuegos privada y personal, o la de consumir frutas traídas de la otra parte del mundo fuera de temporada, han sido preteridas, produciendo desigualdad y problemas de subsistencia a millones de personas.
Lo que está en cuestión, entonces, en el marco de la crisis sistémica que nos atenaza, y del problema ecológico de fondo que se agiganta por momentos, es qué y cómo debe producir la sociedad, a que intereses debe responder esa producción, y cómo se pueden minimizar los daños medioambientales resultado de esa producción, partiendo de la base de que la pervivencia del capitalismo, tal y como lo conocemos, es incompatible con la continuidad de la población humana en el planeta.
Así, la discusión esencial es cómo realizar el decrecimiento necesario de una forma racional y socialmente positiva, lo que pone en el centro del debate nuestra misma concepción de elementos que configuran la esencia de cualquier civilización, como son los conceptos de “riqueza” o de “abundancia”.
¿Es posible una sociedad de la abundancia, tal y como se calificaba al socialismo en los textos clásicos del obrerismo revolucionario? Las respuesta es sí, siempre que entendamos el término “abundancia” con un significado que remite a la posibilidad de solventar las necesidades materiales básicas, pero, sobre todo, a la apertura al desarrollo de las capacidades y potencialidades culturales, afectivas, relacionales y, muy señeramente, de cuidado de todos. La abundancia de cachivaches de nuestra actual sociedad de consumo es imposible de generalizar al conjunto de la población mundial y es, además, insostenible aún para una minoría en su forma presente. Sólo una sociedad que haya entendido que esa supuesta “abundancia” inequitativa y, muchas veces, criminal, no es más que un espantajo en manos de expertos en márketing, y que la real satisfacción de las necesidades humanas va por otro lado, más relacionado con las posibilidades efectivas de poder desarrollar las propias capacidades creativas y de cooperación, podrá superar el cuello de botella civilizacional que la senilidad del capitalismo nos impone.
Es por eso que el decrecimiento (la disminución de unas magnitudes económicas que computan como riqueza, por ejemplo, la realización de actividades altamente contaminantes o grandes bolsas de actividad especulativa, o la producción de armas o el transporte transnacional de insumos que arruina a los productores locales) no nos debe de asustar. Hay una gran bolsa de riqueza social que aún está por explorar, pues esta sociedad no le ha dado valor alguno y la ha sometido al proceso de acumulación del capital mediante su saqueo cuasi-gratuito por los mercados. Hablamos de las inagotables, y perfectamente compatibles con el ecosistema, capacidades humanas para el cuidado mutuo, el fermento de la imaginación y la cultura, las actividades relacionales y el aprendizaje.
Un decrecimiento que, por supuesto, deberá ser modulado de manera democrática y socialmente responsable por las propias poblaciones y claramente asimétrico en función de las diferencias productivas y socioeconómicas entre los distintos espacios territoriales del Globo (la sociedad de consumo no está generalizada en todas partes). Lo que pone en cuestión , precisamente, el modelo de civilización que queremos. Cómo será “eso que vendrá” después del capitalismo.
Porque una recomposición neofeudal que, usando como palanca la deuda, haga emerger un “ecofascismo” que imponga una involución a un régimen tributario, estacionario económicamente y brutalmente conservador y autoritario en lo cultural y político, es perfectamente pensable. El proceso de constitución de ese nuevo régimen pasaría por una gigantesca desposesión de las clases subalternas y por su sometimiento, a sangre y fuego, a un empobrecimiento radical y a una “noche de la cultura” que las hiciera olvidar totalmente el pensamiento emancipador de los últimos siglos.
Nuestra posibilidad, sin embargo es levantar la alternativa a esa distopía de las clases dirigentes: un nuevo eco-socialismo libertario, federalizante y basado en la creatividad, el conocimiento y la alegría de vivir.

(Texto publicado en el número de primavera de la revista "Al Margen", del Ateneo Libertario Al Margen de Valencia).



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