Chile/Informe OCDE: ¿Desarrollo sostenible o depredación sostenida?
Entendemos que el daño socioambiental que estamos produciendo bajo la ceguera extractivista es insoslayable hasta para quienes orientan las políticas extractivistas, y en cierto sentido valoramos que puedan dimensionar y alertarse de los enormes costos que traen consigo los mitos del “crecimiento”, “el desarrollo sostenible”, “la economía verde” y bravatas similares.
Recientemente la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), publicaron una evaluación del desempeño ambiental de Chile durante la última década, texto que no ha sido muy debatido, cuestión que nos parece necesario ayudar a corregir. La lógica del Informe se hace evidente en párrafos como este: “Chile ha logrado avances significativos en lo concerniente a la formulación de estrategias y políticas orientadas a promover la conservación de la diversidad biológica y su aprovechamiento sostenible. Hace largo tiempo se crearon ciertos instrumentos, como un mercado de derechos de aprovechamiento de aguas, un sistema de cuotas pesqueras y el cobro de entradas a las áreas protegidas. No obstante, existen las condiciones para ampliar la utilización de los instrumentos económicos y hallar maneras novedosas de aumentar los ingresos y apalancar las inversiones del sector privado, incluidos los pagos por servicios ecosistémicos y las compensaciones de diversidad biológica”.
Es decir, la OCDE, referente para las políticas nacionales, conceptualiza ponerle precio a la fotosíntesis o constituir el mercado del agua en Chile, como aciertos medioambientales, en circunstancias que hay consenso a estas alturas de que el Código de Aguas, que separó el agua del suelo, la privatizó y mercantilizó,ha traído consecuencias desoladoras para los ecosistemas y las formas de vida tradicionales de los territorios, y es por ello que tanto el poder legislativo, como el ejecutivo se afanan en buscar salidas para frenar sus nefastos impactos.
No obstante, esta para nosotros errada perspectiva desarrollista del Informe, se entregan datos muy relevantes que vale la pena considerar, sobre todo cuando el lenguaje de la estadística y las apreciaciones externas, suele ser más escuchado que las voces campesinas, indígenas o comunitarias que hace décadas denuncian que no vamos por buen camino.
En el resumen ejecutivo del documento se señala “el consumo de energía y materiales, las emisiones de gases de efecto invernadero y la generación de residuos continuaron su curso alcista de la mano del crecimiento económico”… “La escasez de agua y la contaminación constituyen temas preocupantes en las zonas donde se concentran la minería y la agricultura (las regiones del norte y del centro, respectivamente). Las distorsiones en la asignación y el comercio de derechos de aprovechamiento de aguas, y la falta de una gestión integral de los recursos hídricos traen aparejada la sobreexplotación de algunos acuíferos y exacerban los conflictos locales”.
Luego continúa: “La extracción excesiva de aguas subterráneas, la contaminación del suelo y el agua, y los residuos peligrosos constituyen los mayores riesgos que el sector minero presenta para la diversidad biológica de Chile. Se espera que el desarrollo minero continúe siendo una fuente de conflictos ambientales como resultado de las controversias relativas al agua y la tierra. De los 30 casos de conflictos ambientales documentados en Chile, 20 se relacionan con actividades mineras (Segall, 2014)”. Esto es significativo, porque tanto el Informe, como las políticas de nuestros gobiernos (Ley de Glaciares, Tratado Minero, IIRSA), tienden a consolidar el modelo megaminero, como si la conflictividad fuera un síntoma a observar para atacar la enfermedad, pero no para sanar al enfermo.
De hecho, para quienes venimos siguiendo el tema de la protección de glaciares, por ejemplo, resulta inquietante que se reconozca la calidad de reserva hídrica estratégica de estos cuerpos de hielo, pero que se planteen los temores de que una ley que los proteja ponga límites a la minería, y que se manejen cifras extremadamente distantes al catastro oficial (incompleto) de la DGA que considera 21.114, mientras que el Informe solo considera 6.000 blancos y 1.500 de roca.
Es decir, aún para los desarrollistas, resulta indesmentible que el “crecimiento”, que en el caso de Chile se llama paradojalmente “extractivismo” -o sea crecemos a costa de depredarnos- no es compatible con el medio ambiente, y esto aunque es interesante, nos preocupa que no vaya aparejado de una recomendación que plantee transitar de la matriz extractivista a otras formas de economía; más bien todas, en consonancia con el párrafo que abre esta columna, inducen a enverdecer el daño, insistiendo en las mejoras normativas -aunque se reconoce que la institucionalidad no está en condiciones de velar por su cumplimiento-, o en la innovación tecnológica -aunque se asume que “soluciones” como los embalses o las desaladoras, traen consigo nuevos problemas y más presión a la matriz energética, catalogada por el mismo Informe como sucia, dependiente, desigual y cara.
Otro dato. En relación a la biodiversidad se señala: “Más del 60% de las especies clasificadas de Chile están amenazadas, pero solo alrededor de un 3,5% de las especies conocidas del país han sido clasificadas. Los planes de conservación que se aplican actualmente cubren menos del 10% de las especies amenazadas.” Si el informe evalúa el desempeño ambiental, este indicador por sí solo debería bastar para que la centralidad de las recomendaciones pasara por invertir en conocer, valorar y catastrar el patrimonio de la humanidad que estamos dejando morir, sin embargo no hay recomendaciones consistentes en este sentido.
En la página 20 se advierten cuestiones como “Los gases de efecto invernadero (GEI) producidos por Chile aumentaron un 23% en el periodo 2000-2010 y se proyecta que continuaran en alza de la mano del crecimiento económico y el consumo energético. Según las proyecciones, las emisiones procedentes del sector del transporte crecerán hasta un 95% para el año 2030”. Luego en la página 42 dice “se deberían evaluar atentamente las opciones de desarrollo de la infraestructura, a fin de asegurar que sea coherente con la transición a una economía baja en carbono”. Leyendo esto, no se entiende cómo CEPAL, co autor de este documento, es uno de los impulsores de la Iniciativa de Integración Regional Sud Americana (IIRSA), un mega plan infraestructural que está siendo implementado por los gobiernos de la región, también por Chile, desde el año 2000, con enormes costos socioambientales presentes y futuros, en completo silencio, y que presupone el incremento de las emisiones en el transporte y la intensificación del extractivismo con los consecuentes impactos para la biodiversidad y el deterioro de los indicadores socioambientales.
En síntesis, entendemos que el daño socioambiental que estamos produciendo bajo la ceguera extractivista es insoslayable hasta para quienes orientan las políticas extractivistas, y en cierto sentido valoramos que puedan dimensionar y alertarse de los enormes costos que traen consigo los mitos del “crecimiento”, “el desarrollo sostenible”, “la economía verde” y bravatas similares. Por ello, nos parece que el escenario que se dibuja en este informe nos obliga a asumir la indelegable responsabilidad que cada uno y una de nosotras tiene en la defensa de la vida, en la visibilización y hermanamiento de las miles de alternativas que nos estamos dando permiso de generar en nuestros territorios, y en la claridad de que ante una superestructura desconectada de la realidad, es vital el contagio persona a persona, organización a organización, movimiento a movimiento, para transitar hacia paradigmas que encuentren en su centro la vida y no el mercado.
Recientemente la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), publicaron una evaluación del desempeño ambiental de Chile durante la última década, texto que no ha sido muy debatido, cuestión que nos parece necesario ayudar a corregir. La lógica del Informe se hace evidente en párrafos como este: “Chile ha logrado avances significativos en lo concerniente a la formulación de estrategias y políticas orientadas a promover la conservación de la diversidad biológica y su aprovechamiento sostenible. Hace largo tiempo se crearon ciertos instrumentos, como un mercado de derechos de aprovechamiento de aguas, un sistema de cuotas pesqueras y el cobro de entradas a las áreas protegidas. No obstante, existen las condiciones para ampliar la utilización de los instrumentos económicos y hallar maneras novedosas de aumentar los ingresos y apalancar las inversiones del sector privado, incluidos los pagos por servicios ecosistémicos y las compensaciones de diversidad biológica”.
Es decir, la OCDE, referente para las políticas nacionales, conceptualiza ponerle precio a la fotosíntesis o constituir el mercado del agua en Chile, como aciertos medioambientales, en circunstancias que hay consenso a estas alturas de que el Código de Aguas, que separó el agua del suelo, la privatizó y mercantilizó,ha traído consecuencias desoladoras para los ecosistemas y las formas de vida tradicionales de los territorios, y es por ello que tanto el poder legislativo, como el ejecutivo se afanan en buscar salidas para frenar sus nefastos impactos.
No obstante, esta para nosotros errada perspectiva desarrollista del Informe, se entregan datos muy relevantes que vale la pena considerar, sobre todo cuando el lenguaje de la estadística y las apreciaciones externas, suele ser más escuchado que las voces campesinas, indígenas o comunitarias que hace décadas denuncian que no vamos por buen camino.
En el resumen ejecutivo del documento se señala “el consumo de energía y materiales, las emisiones de gases de efecto invernadero y la generación de residuos continuaron su curso alcista de la mano del crecimiento económico”… “La escasez de agua y la contaminación constituyen temas preocupantes en las zonas donde se concentran la minería y la agricultura (las regiones del norte y del centro, respectivamente). Las distorsiones en la asignación y el comercio de derechos de aprovechamiento de aguas, y la falta de una gestión integral de los recursos hídricos traen aparejada la sobreexplotación de algunos acuíferos y exacerban los conflictos locales”.
Luego continúa: “La extracción excesiva de aguas subterráneas, la contaminación del suelo y el agua, y los residuos peligrosos constituyen los mayores riesgos que el sector minero presenta para la diversidad biológica de Chile. Se espera que el desarrollo minero continúe siendo una fuente de conflictos ambientales como resultado de las controversias relativas al agua y la tierra. De los 30 casos de conflictos ambientales documentados en Chile, 20 se relacionan con actividades mineras (Segall, 2014)”. Esto es significativo, porque tanto el Informe, como las políticas de nuestros gobiernos (Ley de Glaciares, Tratado Minero, IIRSA), tienden a consolidar el modelo megaminero, como si la conflictividad fuera un síntoma a observar para atacar la enfermedad, pero no para sanar al enfermo.
De hecho, para quienes venimos siguiendo el tema de la protección de glaciares, por ejemplo, resulta inquietante que se reconozca la calidad de reserva hídrica estratégica de estos cuerpos de hielo, pero que se planteen los temores de que una ley que los proteja ponga límites a la minería, y que se manejen cifras extremadamente distantes al catastro oficial (incompleto) de la DGA que considera 21.114, mientras que el Informe solo considera 6.000 blancos y 1.500 de roca.
Es decir, aún para los desarrollistas, resulta indesmentible que el “crecimiento”, que en el caso de Chile se llama paradojalmente “extractivismo” -o sea crecemos a costa de depredarnos- no es compatible con el medio ambiente, y esto aunque es interesante, nos preocupa que no vaya aparejado de una recomendación que plantee transitar de la matriz extractivista a otras formas de economía; más bien todas, en consonancia con el párrafo que abre esta columna, inducen a enverdecer el daño, insistiendo en las mejoras normativas -aunque se reconoce que la institucionalidad no está en condiciones de velar por su cumplimiento-, o en la innovación tecnológica -aunque se asume que “soluciones” como los embalses o las desaladoras, traen consigo nuevos problemas y más presión a la matriz energética, catalogada por el mismo Informe como sucia, dependiente, desigual y cara.
Otro dato. En relación a la biodiversidad se señala: “Más del 60% de las especies clasificadas de Chile están amenazadas, pero solo alrededor de un 3,5% de las especies conocidas del país han sido clasificadas. Los planes de conservación que se aplican actualmente cubren menos del 10% de las especies amenazadas.” Si el informe evalúa el desempeño ambiental, este indicador por sí solo debería bastar para que la centralidad de las recomendaciones pasara por invertir en conocer, valorar y catastrar el patrimonio de la humanidad que estamos dejando morir, sin embargo no hay recomendaciones consistentes en este sentido.
En la página 20 se advierten cuestiones como “Los gases de efecto invernadero (GEI) producidos por Chile aumentaron un 23% en el periodo 2000-2010 y se proyecta que continuaran en alza de la mano del crecimiento económico y el consumo energético. Según las proyecciones, las emisiones procedentes del sector del transporte crecerán hasta un 95% para el año 2030”. Luego en la página 42 dice “se deberían evaluar atentamente las opciones de desarrollo de la infraestructura, a fin de asegurar que sea coherente con la transición a una economía baja en carbono”. Leyendo esto, no se entiende cómo CEPAL, co autor de este documento, es uno de los impulsores de la Iniciativa de Integración Regional Sud Americana (IIRSA), un mega plan infraestructural que está siendo implementado por los gobiernos de la región, también por Chile, desde el año 2000, con enormes costos socioambientales presentes y futuros, en completo silencio, y que presupone el incremento de las emisiones en el transporte y la intensificación del extractivismo con los consecuentes impactos para la biodiversidad y el deterioro de los indicadores socioambientales.
En síntesis, entendemos que el daño socioambiental que estamos produciendo bajo la ceguera extractivista es insoslayable hasta para quienes orientan las políticas extractivistas, y en cierto sentido valoramos que puedan dimensionar y alertarse de los enormes costos que traen consigo los mitos del “crecimiento”, “el desarrollo sostenible”, “la economía verde” y bravatas similares. Por ello, nos parece que el escenario que se dibuja en este informe nos obliga a asumir la indelegable responsabilidad que cada uno y una de nosotras tiene en la defensa de la vida, en la visibilización y hermanamiento de las miles de alternativas que nos estamos dando permiso de generar en nuestros territorios, y en la claridad de que ante una superestructura desconectada de la realidad, es vital el contagio persona a persona, organización a organización, movimiento a movimiento, para transitar hacia paradigmas que encuentren en su centro la vida y no el mercado.
Fuente: Radio Universidad de Chile-Publicado en el Boletin de Ecosistemas.cl