El odio pasará y caerán los dictadores

 

Aunque la película de Charles Chaplin El Gran Dictador se había estrenado en Nueva York en 1940, hasta 1976 no se pudo ver en los cines españoles, catalogada para mayores de 18 años y de 14 acompañados por un adulto. Eran tiempos en los que aún se pedía el carné de identidad para entrar en un cine: Su estreno en la pantalla española fue en la 21ª Semana Internacional de Cine de Valladolid, el 29 de abril de 1976. Las razones por las que El Gran Dictador tardó 36 años en estrenarse en España eran obvias.

Chema Álvarez Rodríguez

Sin embargo, el discurso final de Chaplin, frente a la cámara en un primer plano, tal vez los cuatro minutos más reproducidos y reconocidos hasta hoy de todo el film, fue adjetivado como un gran fracaso, ajeno al contenido humorístico y fuera de lugar en una película de risa de Charlot. Se repetía así, en España, la misma crítica que este discurso, dirigido a la audiencia, había sufrido tres décadas antes, cuando se estrenó en los Estados Unidos. Reconocidas críticas de cine como Kate Cameron, del New York Daily News, expresaron al poco de su estreno su indignación, con las siguientes palabras: “Al cerrarse la película Chaplin dirige un índice colérico a la audiencia mientras pide con voz histérica que se siga luchando, luchando y luchando. Entre las cosas por las cuales se debe luchar -dice Chaplin- está la abolición de las fronteras nacionales. Esto hace de la película un instrumento de franca propaganda comunista”.

La referencia, junto a otras muchas críticas norteamericanas que acusaban a Chaplin de propagandista contra la guerra en un momento en el que Europa estaba estrenando un genocidio y Estados Unidos impaciente por tomar parte del pastel, la dio Emma Pérez en un artículo publicado el 22 de enero de 1941 en el periódico de Montevideo (Uruguay), España Democrática, Órgano del Comité Nacional de Ayuda al Pueblo Español, dirigido por Francisco Astiazaran. En el artículo Emma Pérez llamaba la atención sobre el sentido humanista de la película y del discurso, y daba también a la imprenta la respuesta que dio Chaplin a las críticas en el World Telegram, sobre todo a las críticas de Kate Cameron. Chaplin expresó:
“Miss Cameron comete un error fundamental. Ella dice que yo me dirijo a los espectadores. Si ella volviera a ver mi película, quizás aprendería que yo me dirijo a un océano de rostros -a todas las víctimas de los dictadores- que mi apelación es para el mundo, y no para la sala de un cine. Para mi es un sencillo y natural fin de mi historia el discurso que a Miss Cameron le disgusta.
Yo no soy comunista, yo no sé mucho de esas cosas. Yo soy solo un hombre justo y humano que quiero ver en mi país el establecimiento de un régimen de democracia y libertad”.
A pesar de la crítica, que sí era pura propaganda, el éxito de la película fue total. En su primera semana de proyección recaudó 106.000 dólares, solo en el mítico Capitol Theatre. Un año antes Lo que el viento se llevó había recaudado en su semana inicial 75.000 dólares.
La historia que siguió después de la caza de brujas y Charles Chaplin es de sobras conocida. Asediado por el FBI y acusado de filocomunista, se le prohibió la reentrada en Estados Unidos en septiembre de 1956, cuando Chaplin se encontraba en el transatlántico Queen Elizabeth de viaje al Reino Unido, su país natal, con motivo del estreno de Limelight (Candilejas).
Pero el discurso final del barbero Hinkel en El Gran Dictador, confundido con Hitler por unas tropas ridiculizadas a causa de su militarismo patriotero, llega a través del tiempo a “millones de seres en todo el mundo, millones de hombres desesperados, mujeres y niños, víctimas de un sistema que hace torturar a los hombres y encarcelar a gentes inocentes”.
Su discurso final, en ese primer plano donde el rostro de Chaplin transforma el autoritarismo de uno solo en el compromiso con muchos, cumple con los cánones clásicos de la oratoria y la retórica, desde el ethos inicial con el que parte, ese “I’m sorry, but I don’t want to be an emperor. That’s not my business”, que le identifica con la Humanidad que sufre, hasta el phatos, donde vierte emoción y esperanza, con la llamada a la acción de esa masa final que le vitorea, sin ser a él a quien aplaude, sino a sus palabras.
“Hemos progresado muy deprisa”, dice, “pero nos hemos encarcelado a nosotros mismos. El maquinismo, que crea abundancia, nos deja en la necesidad. Nuestro conocimiento nos ha hecho cínicos. Nuestra inteligencia, duros y secos. Pensamos demasiado, sentimos muy poco. Más que máquinas, necesitamos más humanidad. Más que inteligencia, tener bondad y dulzura. Sin estas cualidades la vida será violenta, se perderá todo”.
El Gran Dictador es una nueva versión -o tal vez la inicial- de la banalidad del mal. Sus escenas retratan el intemporal anuncio de la barbarie, que no tiene tiempo ni lugar, porque siempre asola, con distintos ropajes, al ser humano. Hace apenas unos años todavía Alemania tenía la prohibición tan siquiera de exportar armas o enviar misiones militares de carácter “humanitario” más allá de sus fronteras. Hoy día la extrema derecha recorre de nuevo sus calles, como las de Austria, Hungría, España…, sin que salte ninguna alarma ante el regreso de los bárbaros.
Primo Levi, al final de Los Hundidos y los Salvados, relata que en muchas ocasiones los jóvenes le preguntaban durante sus charlas cómo eran, de qué pasta estaban hechos los “esbirros” que les atormentaron en los campos. Levi contestaba que “todos habían sufrido la aterradora deseducación suministrada e impuesta desde la escuela como habían querido Hitler y sus colaboradores”. La gran mayoría de alemanes, dice Levi, al principio aceptaron, por pereza mental, por cálculo miope, por estupidez, por orgullo nacional, las “grandes palabras” del cabo Hitler, lo siguieron mientras la fortuna y la falta de escrúpulos lo favoreció, fueron arrollados por su caída, se afligieron por los lutos, la miseria y el remordimiento, y fueron rehabilitados pocos años más tarde por un juego político vergonzoso.
En esas estamos. El juego político sigue, ahora reanimado por la pereza mental y el cálculo miope, a la par que la deseducación se apodera de las aulas, cada vez más ciegas ante el resplandor de las máquinas y la falta de compromiso ético de sus pilotos, temerosos de ser tildados de comunistas si acaso se atreven a quitarle la venda a su alumnado, que jamás escuchará el discurso final de “El Gran Dictador” de Chaplin, porque “no entra” en el currículo.
A pesar de que algún día, tal vez no muy lejano, tengamos que volver a mostrar el carné de identidad para ver una película en el cine.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/opinion/odio-pasara-caeran-dictadores - Imagen de portada: Fotograma de El gran dictador, de Charles Chaplin.

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