La miseria de la abundancia
Santiago Alba Rico
A partir de la observación del historiador inglés Eric Hobsbawn, según la cual el verdadero acontecimiento del siglo XX habría sido el fin del neolítico, he tratado de exponer esta ruptura como un restablecimiento hiperindustrial de las condiciones más primitivas, como un retroceso sobrehumano al paleolítico. Veamos.
Mientras ha durado el neolítico, hay algo muy básico, muy esquemático, pero en definitiva muy serio, que han compartido todas las sociedades de la tierra, con independencia de sus diferencias ideosincrásicas y de sus fricciones de sentido. Todas las sociedades de la tierra han aceptado que hay tres formas de tratar las cosas o tres clases de cosas, según se las aborde con la boca, con las manos o con los ojos. Digamos que mientras ha durado el neolítico todos hemos distinguido, más allá de las convenciones y arbitrariedades taxonómicas, entre cosas de comer, cosas de usar y cosas de mirar.
Las cosas de comer u objetos propiamente de consumo ciñen el reducto del hambre. Los "comestibles" o "consumibles" son aquellos entes que no llegan nunca a tener suficiente consistencia ontológica porque su aparición es casi simultánea a su desaparición; no llegan a ser cosas porque su cumplimiento es su destrucción y nunca llegan a salir, pues, de la naturaleza de la que proceden. El alimento es el medio inmanente de la supervivencia biológica y el hambre, siempre renovada, siempre ilimitada, siempre encima del objeto, siempre con el objeto dentro, siempre rápida, siempre imparable, siempre individual, siempre presente, define el ámbito de los ciclos y repeticiones naturales, del trabajo penoso y la reproducción sexuada contra el que los griegos trataron de construir un espacio público. Para los griegos, en efecto, la ausencia de límites asociada a la pura supervivencia (apeirón) era subhumana, impropia de una "vida buena", y la confinaban por eso en el gineceo y en la ergástula, lugares de la pura reproducción de la vida a partir de los cuales imaginaron los castigos infligidos a los condenados en el Hades (Sísifo, Tántalo, las Danaides, Erisictión). Al contrario que el arte o la política, el hambre es privada (idiotés) y no ocupa ni reclama ningún espacio común. Para que una manzana esté en algún lugar hay que pintarla; para que esté fuera y podamos verla hay que dedicarle un poema. Ver es renunciar a comer. Comunicarse es renunciar al canibalismo. En su sentido más amplio -guerra, sexo, alimento-, el hambre es la victoria de lo que Freud llamaba el ello.
Las cosas de usar u objetos fungibles son el resultado y la causa de una mediación entre el hombre y la naturaleza a partir de la cual el flujo biológico se convierte propiamente en un "mundo"; es decir, en una exterioridad frente a la cual el hombre toma conciencia de sí mismo. Los instrumentos salidos de la mano y los utensilios que producen, dotados de forma, introducen depósitos materiales de memoria y proyectos organizados que mantienen al hombre en una perspectiva temporal continua en ambas direcciones. Usar un objeto es recordar con los dedos el conocimiento y las relaciones sociales -cristalizadas en tradiciones, enseñanzas y ceremonias comunes- que lo han producido y que él determina. Pero usar un objeto es olvidar también su presencia objetiva y que este olvido, fruto de la proximidad del cuerpo, lo desgaste, lo erosione, lo envejezca. En otras sociedades el uso, que devuelve lentamente el objeto a la naturaleza de la que procede, aprecia y valoriza -como soporte de personalidad añadida- el objeto usado.
Tenemos finalmente las cosas de mirar o "maravillas" (del latín mirabilia, literalmente "cosas dignas de ser miradas"). Todos los pueblos de la tierra han decidido colectivamente, en una especie de plebiscito cultural ininterrumpido, renunciar a comerse y al mismo tiempo inutilizar ciertos objetos que por esto mismo, en algún sentido, religiosos o no, tendrán un valor sagrado: objetos de culto, edificios públicos, monumentos, obras de arte y también criaturas de la ciencia (desde los números a las estrellas). Al contrario que las cosas de comer o las de usar, las maravillas no están aquí, no están en mí, sino ahí, lejos del alcance de la boca y de las manos. Que no estén al alcance de la boca ni de las manos no significa que estén sólo al alcance de la mente; al contrario, si están al alcance de la mente es porque, estando ahí y no aquí, están al alcance de todos. Eso es lo que quiere decir el bellísimo y rotundo verbo impersonal "hay" (el "había una vez" con el que todo cobra existencia en los cuentos), fuente de toda objetividad y de toda comunidad. La importancia del monumento no estriba en su significado histórico sino en que genera la distancia a partir de la cual podemos mirarlo; la estatua produce la plaza, funda el espacio donde se reúnen los hombres, se reconocen recíproca existencia y se conceden el mínimo de igualdad y de diferencia para el intercambio. A partir del "hay", por oposición al "fluir", se construyen los "símbolos", en su sentido griego original; es decir, la posibilidad del contrato, la comunicación y la copertenencia: la posibilidad misma de todo conocimiento y de todo acuerdo.
Las "maravillas", que nos detienen en el camino, son la garantía última contra el solipsismo; su sola existencia al alcance de la vista presupone las condiciones de una estructura mental compartida, de un espacio público mental en común; a partir de esas condiciones se podrá o no hacer política, pero sin ellas -sin las maravillas- toda política (buena o mala), como toda cultura (mejor o peor), será sencillamente imposible. Es a eso, en términos muy groseros, a lo que Kant llamaba "juicio".
Pues bien, el capitalismo es el primer orden económico-social que no reconoce esta diferencia. Es la primera sociedad de la tierra que no distingue entre cosas de comer, cosas de usar y cosas de mirar. Es la primera sociedad históricamente conocida que trata por igual una manzana, un hombre, un martillo y una catedral. Es el primer régimen de producción e intercambio que convierte todos los entes por igual –pan, coches, semillas, ciudades y las propias imágenes de estas cosas- en comestibles. Es a esto a lo que llamamos “privatizar” la riqueza; es decir a idiotizarla –según la etimología griega- a la medida del hambre, siempre inmanente y circular. Es a esta locura a lo que llamamos “consumo” como característica paradójica de una civilización que se juzga a sí misma en la cima del progreso: comerse una mesa, comerse una casa, comerse una estatua, comerse un paisaje. Pero una sociedad que no distingue entre cosas de comer, cosas de usar y cosas de mirar, porque se las come todas por igual, es una sociedad primitiva, la más primitiva que jamás haya existido, una sociedad de pura subsistencia que necesita convocar toda la riqueza del mundo y emplear todos los medios tecnológicos –ellos mismos objetos de consumo- para su estricta y desnuda reproducción biológica.
La indiferencia, insuficiencia e ilimitación del hambre se materializa en la forma mercancía, cuya máxima perfección exige que la aparición y desaparición del objeto coincidan en un solo acto. Las armas, mercancías ideales que sólo pueden usarse una vez o cuyo uso tautológico –más aún- puede consistir en su pura acumulación ilimitada, son el metron o medida de todas las mercancías; la aceleración del proceso de renovación del mercado, la velocidad creciente del vaivén acumulación/destrucción, con el lubricante de la obsolescencia inducida, convierte todas las cosas en puros pasajes o transiciones inasibles para el uso. En este sentido la semilla Terminator de la casa Monsanto cumple y simboliza el destino natural de toda mercancía como un mondo vehículo de autodestrucción. Pero al mismo tiempo las armas, que destruyen lo que miran y al mismo tiempo que lo miran, son también la medida del consumidor hiperindustrial: el consumidor destruye con los ojos el objeto de su deseo y la mirada se convierte así en un puro órgano de digestión. El filósofo francés Bernard Stiegler ha llamado la atención sobre la hegemonía de los objetos temporales sobre los objetos espaciales en el horizonte de una percepción dominada por la industria de la reproducción de imágenes (televisión, informática, el acontecimiento en tiempo real), pero no se trata, a mi juicio, de un simple desdoblamiento fantasmático sino de una radical desontologización del mundo. No es que los objetos temporales dominen sobre los espaciales sino que los objetos espaciales, transformados todos en mercancías y sometidos a una aceleración secuencial vertiginosa –un empujón temporal a su finitud- han acabado por devenir todos ellos objetos temporales: las mesas, las catedrales, los teléfonos, las lavadoras, los cuerpos mismos, pasan, como las notas de una melodía. No es que las imágenes hayan acabado por desplazar a las cosas sino que las cosas mismas, renovadas a una velocidad incompatible con el uso y con la mirada, se vuelven todas ellas imágenes: imágenes de sí mismas que desfilan y sucumben –aparición/desaparición- a un ritmo acelerado, como en una secuencia de cine. Una imagen no es más que una cosa acelerada, perecida, comida, y las imágenes televisivas son en realidad imágenes de imágenes exteriores, de manera que la lavadora o el teléfono móvil se ofrecen como publicidad de sí mismos, y no como objetos de uso, y la publicidad de la lavadora o del teléfono móvil, orientada a seducir la mirada, es sólo un comestible más. La utopía amorosa de la mística y militante Simone Weil, según la cual “más allá del cielo, en el país habitado por Dios, comer y mirar serían una misma operación”, la ha hecho realidad también el capitalismo, como todas, y una vez más volteada, torcida o pervertida, como una maldición y no como una gracia. Simone Weil pensaba en un alma con labios; el capitalismo ha construido una mirada con dientes que se come también con los ojos, desprovistas radicalmente de existencia, las imágenes que previamente se ha comido con la boca. La realidad no ha sido derrocada en la televisión sino en el mercado.
Las mercancías son, pues, armas de destrucción masiva, armas que se autodestruyen en el acto mismo de su nacimiento y que destruyen así tanto la “cosa” que llevan dentro como al hombre que la ha producido. Una sociedad de consumo no es una sociedad de intercambio generalizado, como se dice, sino de destrucción generalizada. Una sociedad de consumo no es una sociedad de abundancia, como se pretende, sino una sociedad de miseria total. Su propia necesidad de producción ilimitada y su propia incapacidad para hacer diferencias la convierte en la primera sociedad de la historia sin cosas y, por lo tanto, en lo contrario de un “mundo”. El capitalismo es un nihilismo
Mientras ha durado el neolítico, hay algo muy básico, muy esquemático, pero en definitiva muy serio, que han compartido todas las sociedades de la tierra, con independencia de sus diferencias ideosincrásicas y de sus fricciones de sentido. Todas las sociedades de la tierra han aceptado que hay tres formas de tratar las cosas o tres clases de cosas, según se las aborde con la boca, con las manos o con los ojos. Digamos que mientras ha durado el neolítico todos hemos distinguido, más allá de las convenciones y arbitrariedades taxonómicas, entre cosas de comer, cosas de usar y cosas de mirar.
Las cosas de comer u objetos propiamente de consumo ciñen el reducto del hambre. Los "comestibles" o "consumibles" son aquellos entes que no llegan nunca a tener suficiente consistencia ontológica porque su aparición es casi simultánea a su desaparición; no llegan a ser cosas porque su cumplimiento es su destrucción y nunca llegan a salir, pues, de la naturaleza de la que proceden. El alimento es el medio inmanente de la supervivencia biológica y el hambre, siempre renovada, siempre ilimitada, siempre encima del objeto, siempre con el objeto dentro, siempre rápida, siempre imparable, siempre individual, siempre presente, define el ámbito de los ciclos y repeticiones naturales, del trabajo penoso y la reproducción sexuada contra el que los griegos trataron de construir un espacio público. Para los griegos, en efecto, la ausencia de límites asociada a la pura supervivencia (apeirón) era subhumana, impropia de una "vida buena", y la confinaban por eso en el gineceo y en la ergástula, lugares de la pura reproducción de la vida a partir de los cuales imaginaron los castigos infligidos a los condenados en el Hades (Sísifo, Tántalo, las Danaides, Erisictión). Al contrario que el arte o la política, el hambre es privada (idiotés) y no ocupa ni reclama ningún espacio común. Para que una manzana esté en algún lugar hay que pintarla; para que esté fuera y podamos verla hay que dedicarle un poema. Ver es renunciar a comer. Comunicarse es renunciar al canibalismo. En su sentido más amplio -guerra, sexo, alimento-, el hambre es la victoria de lo que Freud llamaba el ello.
Las cosas de usar u objetos fungibles son el resultado y la causa de una mediación entre el hombre y la naturaleza a partir de la cual el flujo biológico se convierte propiamente en un "mundo"; es decir, en una exterioridad frente a la cual el hombre toma conciencia de sí mismo. Los instrumentos salidos de la mano y los utensilios que producen, dotados de forma, introducen depósitos materiales de memoria y proyectos organizados que mantienen al hombre en una perspectiva temporal continua en ambas direcciones. Usar un objeto es recordar con los dedos el conocimiento y las relaciones sociales -cristalizadas en tradiciones, enseñanzas y ceremonias comunes- que lo han producido y que él determina. Pero usar un objeto es olvidar también su presencia objetiva y que este olvido, fruto de la proximidad del cuerpo, lo desgaste, lo erosione, lo envejezca. En otras sociedades el uso, que devuelve lentamente el objeto a la naturaleza de la que procede, aprecia y valoriza -como soporte de personalidad añadida- el objeto usado.
Tenemos finalmente las cosas de mirar o "maravillas" (del latín mirabilia, literalmente "cosas dignas de ser miradas"). Todos los pueblos de la tierra han decidido colectivamente, en una especie de plebiscito cultural ininterrumpido, renunciar a comerse y al mismo tiempo inutilizar ciertos objetos que por esto mismo, en algún sentido, religiosos o no, tendrán un valor sagrado: objetos de culto, edificios públicos, monumentos, obras de arte y también criaturas de la ciencia (desde los números a las estrellas). Al contrario que las cosas de comer o las de usar, las maravillas no están aquí, no están en mí, sino ahí, lejos del alcance de la boca y de las manos. Que no estén al alcance de la boca ni de las manos no significa que estén sólo al alcance de la mente; al contrario, si están al alcance de la mente es porque, estando ahí y no aquí, están al alcance de todos. Eso es lo que quiere decir el bellísimo y rotundo verbo impersonal "hay" (el "había una vez" con el que todo cobra existencia en los cuentos), fuente de toda objetividad y de toda comunidad. La importancia del monumento no estriba en su significado histórico sino en que genera la distancia a partir de la cual podemos mirarlo; la estatua produce la plaza, funda el espacio donde se reúnen los hombres, se reconocen recíproca existencia y se conceden el mínimo de igualdad y de diferencia para el intercambio. A partir del "hay", por oposición al "fluir", se construyen los "símbolos", en su sentido griego original; es decir, la posibilidad del contrato, la comunicación y la copertenencia: la posibilidad misma de todo conocimiento y de todo acuerdo.
Las "maravillas", que nos detienen en el camino, son la garantía última contra el solipsismo; su sola existencia al alcance de la vista presupone las condiciones de una estructura mental compartida, de un espacio público mental en común; a partir de esas condiciones se podrá o no hacer política, pero sin ellas -sin las maravillas- toda política (buena o mala), como toda cultura (mejor o peor), será sencillamente imposible. Es a eso, en términos muy groseros, a lo que Kant llamaba "juicio".
Pues bien, el capitalismo es el primer orden económico-social que no reconoce esta diferencia. Es la primera sociedad de la tierra que no distingue entre cosas de comer, cosas de usar y cosas de mirar. Es la primera sociedad históricamente conocida que trata por igual una manzana, un hombre, un martillo y una catedral. Es el primer régimen de producción e intercambio que convierte todos los entes por igual –pan, coches, semillas, ciudades y las propias imágenes de estas cosas- en comestibles. Es a esto a lo que llamamos “privatizar” la riqueza; es decir a idiotizarla –según la etimología griega- a la medida del hambre, siempre inmanente y circular. Es a esta locura a lo que llamamos “consumo” como característica paradójica de una civilización que se juzga a sí misma en la cima del progreso: comerse una mesa, comerse una casa, comerse una estatua, comerse un paisaje. Pero una sociedad que no distingue entre cosas de comer, cosas de usar y cosas de mirar, porque se las come todas por igual, es una sociedad primitiva, la más primitiva que jamás haya existido, una sociedad de pura subsistencia que necesita convocar toda la riqueza del mundo y emplear todos los medios tecnológicos –ellos mismos objetos de consumo- para su estricta y desnuda reproducción biológica.
La indiferencia, insuficiencia e ilimitación del hambre se materializa en la forma mercancía, cuya máxima perfección exige que la aparición y desaparición del objeto coincidan en un solo acto. Las armas, mercancías ideales que sólo pueden usarse una vez o cuyo uso tautológico –más aún- puede consistir en su pura acumulación ilimitada, son el metron o medida de todas las mercancías; la aceleración del proceso de renovación del mercado, la velocidad creciente del vaivén acumulación/destrucción, con el lubricante de la obsolescencia inducida, convierte todas las cosas en puros pasajes o transiciones inasibles para el uso. En este sentido la semilla Terminator de la casa Monsanto cumple y simboliza el destino natural de toda mercancía como un mondo vehículo de autodestrucción. Pero al mismo tiempo las armas, que destruyen lo que miran y al mismo tiempo que lo miran, son también la medida del consumidor hiperindustrial: el consumidor destruye con los ojos el objeto de su deseo y la mirada se convierte así en un puro órgano de digestión. El filósofo francés Bernard Stiegler ha llamado la atención sobre la hegemonía de los objetos temporales sobre los objetos espaciales en el horizonte de una percepción dominada por la industria de la reproducción de imágenes (televisión, informática, el acontecimiento en tiempo real), pero no se trata, a mi juicio, de un simple desdoblamiento fantasmático sino de una radical desontologización del mundo. No es que los objetos temporales dominen sobre los espaciales sino que los objetos espaciales, transformados todos en mercancías y sometidos a una aceleración secuencial vertiginosa –un empujón temporal a su finitud- han acabado por devenir todos ellos objetos temporales: las mesas, las catedrales, los teléfonos, las lavadoras, los cuerpos mismos, pasan, como las notas de una melodía. No es que las imágenes hayan acabado por desplazar a las cosas sino que las cosas mismas, renovadas a una velocidad incompatible con el uso y con la mirada, se vuelven todas ellas imágenes: imágenes de sí mismas que desfilan y sucumben –aparición/desaparición- a un ritmo acelerado, como en una secuencia de cine. Una imagen no es más que una cosa acelerada, perecida, comida, y las imágenes televisivas son en realidad imágenes de imágenes exteriores, de manera que la lavadora o el teléfono móvil se ofrecen como publicidad de sí mismos, y no como objetos de uso, y la publicidad de la lavadora o del teléfono móvil, orientada a seducir la mirada, es sólo un comestible más. La utopía amorosa de la mística y militante Simone Weil, según la cual “más allá del cielo, en el país habitado por Dios, comer y mirar serían una misma operación”, la ha hecho realidad también el capitalismo, como todas, y una vez más volteada, torcida o pervertida, como una maldición y no como una gracia. Simone Weil pensaba en un alma con labios; el capitalismo ha construido una mirada con dientes que se come también con los ojos, desprovistas radicalmente de existencia, las imágenes que previamente se ha comido con la boca. La realidad no ha sido derrocada en la televisión sino en el mercado.
Las mercancías son, pues, armas de destrucción masiva, armas que se autodestruyen en el acto mismo de su nacimiento y que destruyen así tanto la “cosa” que llevan dentro como al hombre que la ha producido. Una sociedad de consumo no es una sociedad de intercambio generalizado, como se dice, sino de destrucción generalizada. Una sociedad de consumo no es una sociedad de abundancia, como se pretende, sino una sociedad de miseria total. Su propia necesidad de producción ilimitada y su propia incapacidad para hacer diferencias la convierte en la primera sociedad de la historia sin cosas y, por lo tanto, en lo contrario de un “mundo”. El capitalismo es un nihilismo