El gobierno de los peores



José Manuel Lechado García
Rebelión

Durante la mayor parte de su existencia la humanidad convivió en paz con el medio y consigo misma. Las viejas comunidades nómadas o más bien semi-nómadas, previas al asentamiento en poblados estables, habían encontrado el equilibrio con el territorio del que dependían para sobrevivir. No esquilmaban los recursos, casi siempre limitados, ni crecían por ello más de lo necesario. A su alrededor se extendían otros clanes o tribus con los que no guerreaban, sino todo lo contrario: sabedores de los riesgos de la endogamia, los vecinos celebraban cada cierto tiempo encuentros amistosos para intercambiar productos, alimentos y material genético. Esta organización itinerante, unida por lazos de parentesco e impulsada y movida por la búsqueda del sustento, se mantuvo durante un millón de años. No carecía de momentos de diversión y creación, pero sí, curiosamente, de jefes.
La sociedad humana natural no era jerárquica, sino que se basaba en conceptos más útiles, como la colaboración y el esfuerzo común. Se valoraba, eso sí, la experiencia de los veteranos a la hora de dirigir una partida de caza, como se tenía en cuenta el conocimiento de los más expertos a la hora de localizar fuentes de agua ocultas o de reconocer el mejor momento para la recolección de tal o cual fruto, por ejemplo. Pero esto es respeto al saber, no jerarquía. Dicho sea de paso, esta descripción breve de un orden colaborador no procede de lucubraciones bienintencionadas alrededor de la figura del buen salvaje: en aquella sociedad había conflictos y problemas, y no todo eran bondades. Sin embargo, el apoyo mutuo es el único procedimiento lógico para que una especie inteligente pueda sobrevivir frente a una naturaleza adversa, cuando no hostil.
En aquel tiempo surgían, igual que hoy, individuos insolidarios que intentaban evitar su parte de esfuerzo y vivir a costa de los demás. En un mundo de recursos limitados, empero, estos elementos estaban fuera de lugar y no podían sobrevivir. La humanidad se regulaba a sí misma privándose de los peores: parásitos, explotadores, caraduras... Nuestros antepasados sabían, en definitiva, que la humanidad es ante todo un equipo. Y también una sola familia.
Las cosas empezaron a cambiar cuando la domesticación de plantas y animales trajo el fin del nomadismo. Los primeros campamentos fijos, que hoy con optimismo excesivo llamamos «ciudades», no pasaban de rudos apiñamientos de cabañas que, sin embargo, llegarían con el tiempo a ser verdaderas urbes. Y allí, en estos espacios recién inventados, se hizo realidad uno de los hechos más insólitos de la evolución: una especie creaba un ecosistema a su medida para asegurarse la supervivencia.
Semejante culminación de «lo artificial» podría haber sido la corona de una especie que, hasta entonces, lo había estado haciendo bastante bien, pero las cosas se torcieron de forma inesperada y la civilización acabó convirtiéndose en una pesadilla. La acumulación de excedentes alimenticios favoreció el crecimiento de la población y esto, a su vez, facilitó la especialización en el trabajo: ya no era necesario que toda la población trabajara para conseguir alimentos. Con la especialización surgieron las primeras diferencias, leves al principio, aunque ya significativas, orquestadas alrededor de la idea del valor del trabajo: ¿cuántos puñados de trigo hay que cambiar por una azada? ¿Cuántas manzanas cuesta levantar una pared de adobe? El dinero fue el primer invento de la humanidad sedentaria, y con él surgió la posibilidad inmediata de comprar trabajo ajeno y, sobre todo, evitar el propio.
En este nuevo escenario urbano, además, los elementos insolidarios encontraron un hábitat propicio para desarrollar su actividad parasitaria. Y nuestra especie no estaba prevenida. El sobrante de alimentos (obviemos, por ahora, los periodos de escasez provocados por sequías y plagas) y la división del trabajo no sólo dieron cabida a una población más numerosa, sino también a hacer la vista gorda, aunque fuera un poco, respecto a la presencia de vagos y aprovechados. Por la caridad suele entrar la peste. Como quiera que estos sujetos no dejarían de estar mal vistos, y eso a su vez les picaría el orgullo (el haragán suele tener muy buen concepto de sí mismo), se concentraron en buscar ocupaciones de poco esfuerzo que, no obstante, les permitieran vivir a costa de los demás. Hubo diversas formas de conseguirlo, y cada una deformó en su cuna a la todavía tierna civilización, desviando a la humanidad de su camino para siempre.
Los más imaginativos, a la par que vagos, inventaron fábulas que, contadas por la noche, cobraban visos de realidad como primer intento de explicar el mundo. Así surgieron las religiones. En los campamentos nómadas hombres y mujeres ofrecían su agradecimiento a una vaga idea de la Naturaleza que les daba de comer. Ahora la nueva casta de embaucadores, o sacerdotes, iba a mancillar el invento urbano con el cáncer de la fe. Una ilusión que, en los malos momentos, parecía explicar la desgracia, el hambre o la enfermedad, aunque en realidad no otorgaba remedio alguno. El templo sería pronto el elemento distintivo, la bandera de cada ciudad y pueblo, un armatoste arquitectónico discordante y carísimo que hipotecó la civilización y sigue haciéndolo.
Otros sujetos menos inteligentes, aunque igual de vagos y tal vez más ambiciosos, alegaron necesidades defensivas difusas para ofrecerse como «guardianes». Lo cierto es que la vieja colaboración entre clanes se había difuminado un poco con la urbanización, pero aún se mantenía el comercio y el intercambio genético entre vecinos. La acumulación de riquezas en templos y trastiendas animó la codicia de algunos, y así esos vigilantes formaron una nueva casta preparada para medrar robando el trabajo de otros. Si la religión había enturbiado la mente colectiva de nuestra especie, la lacra militar impuso una realidad física opresiva y violenta. La alianza entre el cuartel y el templo terminó de emponzoñar el logro urbano y así la humanidad no fue ya, nunca más, un equipo sino una confusión de enjambres en guerra.
No obstante, aún faltaba algo: el sacerdote debía justificar su ocio y su buena vida inventando dioses y ritos; y el guerrero, que disfrutaba del ejercicio de la violencia, corría por otra parte el riesgo de ver su propia cabeza separada del cuerpo en un mal lance. Un tercer tipo de elemento insolidario, el más genuino, al que hoy podríamos definir con el apellido de «emprendedor», descubrió la manera de parasitar la sociedad sin arriesgar el pellejo ni complicarse demasiado con votos o ceremonias. Así, presumiendo de su capacidad para «organizar», fueron apareciendo los primeros «jefes», que luego fueron líderes y, por fin, reyes y emperadores.
Es posible que en los primeros tiempos la aparición de estas figuras de liderazgo respondiera un poco a la organización antigua. Tal vez, en principio, fueron meros capataces de obra que a base de mandar evitaban empuñar herramientas... Pero a medida que la ciudad crecía, las labores se diversificaban y quedaba claro que un solo hombre no podía entender de todo, estos líderes «naturales», profundamente perniciosos, se aliaron con sacerdotes y generales para crear una élite intocable de privilegiados. Los sacerdotes justificaron la injusticia alegando oscuros designios de seres imaginarios; y los generales, al frente de una tropa de sicarios, aportaban el miedo real necesario por si la fantasía de los altares no bastaba.
Llegados a este punto los líderes, ahora llamados gobernantes, ya no necesitaban disimular talento alguno, pues su poder les venía de los cielos y de las armas, lo que les legitimaba para sancionar la gran estafa de la civilización y, con ella, el fracaso de una especie. Los primeros jefes tal vez fueron hombres de talento, pero cuando legaron el cetro a sus hijos, sin más merecimiento que el genético, se inició una sucesión de incapaces ambiciosos que perdura hasta ahora mismo. La casta de miserables que domina a la humanidad no ha dejado de pasarse a sí misma la riqueza y los privilegios mientras el grueso de la especie vive en la penuria.
Han pasado miles de años y las cosas no han cambiado en lo sustancial. La superstición, la guerra y la adoración fanática al líder se mantienen, al igual que la explotación de muchos por parte de unos pocos. La conclusión que extraemos de la Historia (con mayúsculas, el devenir escrito de la especie en sus últimos pasos: un suspiro), es desalentadora: los gobiernos, la idea del poder y el liderazgo, no son ni han sido nunca patrimonio de los más capacitados e inteligentes. Por el contrario, han sido y son los elementos más ambiciosos y despiadados los que han dirigido el cotarro. Sólo esto basta para explicar el caos en que vive nuestra especie y la suma de crímenes y disparates que es la Historia: una Historia nada gloriosa de criminales coronados, criminales con corbata, mitra o galones.
Si te has preguntado alguna vez por el origen de todo esto, del desastre, de la guerra, de la crisis eterna, la respuesta no es difícil: nuestra sociedad planetaria ha sido dirigida siempre, y lo sigue siendo, por los peores especímenes del género humano, los más avarientos, rapaces y malvados. Y no dudes de que hoy sigue siendo así, incluso en los regímenes supuestamente democráticos: el líder del partido, el que llega a presidente, no ha alcanzado su puesto repartiendo bondades, sino pisando cuellos, chantajeando, mintiendo y quitándose de en medio a amigos y enemigos. No esperes nada bueno de cualquiera que, por propio gusto, ejerza algún tipo de poder, sea en un parlamento, en una cárcel, en un cuartel o en una banda de pistoleros.
El ser humano corriente, el que no ambiciona glorias, el que gusta de colaborar y hacer el bien a sí mismo y a los demás, nunca llega a las alturas, entre otras cosas porque no las busca ni las quiere. Sin embargo, el mal ejemplo de los «líderes» contamina el pensamiento común con todos sus anti-valores: la adoración de la jerarquía, la idea corrupta del orden, el principio de autoridad, el fatalismo religioso, la resignación, el mito del emprendedor y tantas otras paparruchas que nos conducen a todos, sin prisa pero sin pausa, al desastre y, tal vez, a la extinción.
Si la humanidad quiere tener un futuro necesita mirar al pasado, pero al pasado lejano, cuando la autoridad y el poder eran conceptos no ya ridículos, sino inconcebibles. Si persistimos en la adoración boba de imágenes, banderas, uniformes y tronos, estamos perdidos.
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