Nomofobia: esclavitud consentida del siglo XXI
Por Alberto López Herrero
Nos levantamos con el smartphone como despertador, por la noche lo utilizamos de linterna y si nos desvelamos lo miramos por si hemos recibido un mensaje. Cuando amanece encendemos el ordenador para revisar las noticias mientras desayunamos, en el transporte público vamos escuchando música a través del teléfono o jugando. En el trabajo, aunque sea en modo vibración, lo tenemos a mano y no nos importa recibir o contestar mensajes y siempre echamos un vistazo a nuestras redes sociales y direcciones de correo privadas en el ordenador.
Resulta casi tan difícil recordar la búsqueda que realizábamos no hace demasiado tiempo de una información en una enciclopedia como intentar encontrar una persona que no tenga un smartphone o esté familiarizada con Internet.
Así es como empieza la nomofobia, una enfermedad del siglo XXI con la que no se nace, sino que se hace. Proviene del inglés al unir No Mobile Phobia y representa el miedo, la angustia, el pánico y el sufrimiento a no estar conectado a Internet o al teléfono para poder interactuar. Paralelo a este sinvivir tecnológico se encuentra la movilfilia, que es la excesiva afición al teléfono convertida en una obsesión compulsiva de tener que estar mirándolo constantemente.
Sobran los comentarios a las definiciones porque o bien nos sentimos identificados en algún apartado o conocemos a alguien que, sin saberlo, sufre estos síntomas de nuevo cuño. El origen está claro, el avance de la tecnología ha sido tan exponencial en los últimos años que no sólo ha condicionado nuestros usos y costumbres, sino también nuestro comportamiento. Aquello de facilitarnos la vida, poner a nuestro alcance conocimientos y acercar distancias a la hora de comunicarnos ha ido degenerando en una dependencia sin medida y en una vida en la que confluyen prácticamente en un mismo terreno las cuestiones de trabajo y las personales.
Los usuarios, desde los más adolescentes que han desarrollado el dedo pulgar gracias a la tecnología, hasta los más mayores que han hecho el esfuerzo de bucear en los avances técnicos sin complejos, nos enfrentamos a esta especie de necesidad de estar siempre conectados, una vida 2.0 en la que cedemos parte de nuestra privacidad a las redes sociales a cambio de sentirnos falsamente más informados, acompañados, entretenidos y mejor comunicados. Pensábamos que era obligatorio dar ese paso para no quedarnos atrás en la modernidad y lo que hemos conseguido es deshumanizarnos.
La red social Facebook revelaba recientemente un experimento sobre cómo influye lo que contamos de nosotros a través de Internet. Un falso adivinador era capaz de sorprender a sus interlocutores sabiendo sus sueños, anhelos y proyectos a la vez que destapaba situaciones de su pasado sólo consultando sus perfiles en las redes sociales. Todo legal y a la vista.
Nos levantamos con el smartphone como despertador, por la noche lo utilizamos de linterna y si nos desvelamos por la noche lo miramos por si hemos recibido un mensaje. Cuando amanece encendemos el ordenador para revisar las noticias mientras desayunamos, en el transporte público vamos escuchando música a través del teléfono o jugando. En el trabajo, aunque sea en modo vibración, lo tenemos a mano y no nos importa recibir o contestar mensajes y siempre echamos un vistazo a nuestras redes sociales y direcciones de correo privadas en el ordenador. Las reuniones de trabajo ya se convocan por mensajes instantáneos de teléfono y son inconcebibles sin videoconferencias y presentaciones de power point. Es nuestro GPS, en nuestros ratos libres la consulta del teléfono es obligatoria y nos lo llevamos incluso hasta al baño. Al regresar a casa, con la televisión o la radio de fondo, las nuevas tecnologías a través del portátil, el teléfono o la tableta siguen ocupando nuestro tiempo en detrimento de la comunicación verbal…
Está claro que la competitividad laboral explica que profesionalmente se busquen trabajadores dispuestos a pensar en el trabajo las 24 horas al día, a contestar inmediatamente, pero cuando esas personas tan avezadas en las tecnologías se integran en la vida laboral denotan una gran incapacidad de comunicación y de trabajo en equipo. Saben interactuar con las máquinas, pero no han aprendido a relacionarse ni conocen las actitudes corporales de la vida real… Y cómo no lo vamos a entender, si nosotros mismos, a imitación de los famosos, somos los primeros en disimular una llamada telefónica para evitar un encuentro o una conversación…
Estamos no sólo vigilados, como se ha puesto de manifiesto recientemente, y espiados, sino también acorralados y esclavizados de manera consentida. Pongámonos límites a la tecnología, desintoxiquémonos de la dependencia y disfrutemos con un libro, con un café y con una conversación cara a cara, aunque sea de vez en cuando… pero con el teléfono lejos y apagado.
Solidarios www.solidarios.org.es - Imagenes: elextremosur.com - taringa.net
Nos levantamos con el smartphone como despertador, por la noche lo utilizamos de linterna y si nos desvelamos lo miramos por si hemos recibido un mensaje. Cuando amanece encendemos el ordenador para revisar las noticias mientras desayunamos, en el transporte público vamos escuchando música a través del teléfono o jugando. En el trabajo, aunque sea en modo vibración, lo tenemos a mano y no nos importa recibir o contestar mensajes y siempre echamos un vistazo a nuestras redes sociales y direcciones de correo privadas en el ordenador.
Resulta casi tan difícil recordar la búsqueda que realizábamos no hace demasiado tiempo de una información en una enciclopedia como intentar encontrar una persona que no tenga un smartphone o esté familiarizada con Internet.
Así es como empieza la nomofobia, una enfermedad del siglo XXI con la que no se nace, sino que se hace. Proviene del inglés al unir No Mobile Phobia y representa el miedo, la angustia, el pánico y el sufrimiento a no estar conectado a Internet o al teléfono para poder interactuar. Paralelo a este sinvivir tecnológico se encuentra la movilfilia, que es la excesiva afición al teléfono convertida en una obsesión compulsiva de tener que estar mirándolo constantemente.
Sobran los comentarios a las definiciones porque o bien nos sentimos identificados en algún apartado o conocemos a alguien que, sin saberlo, sufre estos síntomas de nuevo cuño. El origen está claro, el avance de la tecnología ha sido tan exponencial en los últimos años que no sólo ha condicionado nuestros usos y costumbres, sino también nuestro comportamiento. Aquello de facilitarnos la vida, poner a nuestro alcance conocimientos y acercar distancias a la hora de comunicarnos ha ido degenerando en una dependencia sin medida y en una vida en la que confluyen prácticamente en un mismo terreno las cuestiones de trabajo y las personales.
Los usuarios, desde los más adolescentes que han desarrollado el dedo pulgar gracias a la tecnología, hasta los más mayores que han hecho el esfuerzo de bucear en los avances técnicos sin complejos, nos enfrentamos a esta especie de necesidad de estar siempre conectados, una vida 2.0 en la que cedemos parte de nuestra privacidad a las redes sociales a cambio de sentirnos falsamente más informados, acompañados, entretenidos y mejor comunicados. Pensábamos que era obligatorio dar ese paso para no quedarnos atrás en la modernidad y lo que hemos conseguido es deshumanizarnos.
La red social Facebook revelaba recientemente un experimento sobre cómo influye lo que contamos de nosotros a través de Internet. Un falso adivinador era capaz de sorprender a sus interlocutores sabiendo sus sueños, anhelos y proyectos a la vez que destapaba situaciones de su pasado sólo consultando sus perfiles en las redes sociales. Todo legal y a la vista.
Nos levantamos con el smartphone como despertador, por la noche lo utilizamos de linterna y si nos desvelamos por la noche lo miramos por si hemos recibido un mensaje. Cuando amanece encendemos el ordenador para revisar las noticias mientras desayunamos, en el transporte público vamos escuchando música a través del teléfono o jugando. En el trabajo, aunque sea en modo vibración, lo tenemos a mano y no nos importa recibir o contestar mensajes y siempre echamos un vistazo a nuestras redes sociales y direcciones de correo privadas en el ordenador. Las reuniones de trabajo ya se convocan por mensajes instantáneos de teléfono y son inconcebibles sin videoconferencias y presentaciones de power point. Es nuestro GPS, en nuestros ratos libres la consulta del teléfono es obligatoria y nos lo llevamos incluso hasta al baño. Al regresar a casa, con la televisión o la radio de fondo, las nuevas tecnologías a través del portátil, el teléfono o la tableta siguen ocupando nuestro tiempo en detrimento de la comunicación verbal…
Está claro que la competitividad laboral explica que profesionalmente se busquen trabajadores dispuestos a pensar en el trabajo las 24 horas al día, a contestar inmediatamente, pero cuando esas personas tan avezadas en las tecnologías se integran en la vida laboral denotan una gran incapacidad de comunicación y de trabajo en equipo. Saben interactuar con las máquinas, pero no han aprendido a relacionarse ni conocen las actitudes corporales de la vida real… Y cómo no lo vamos a entender, si nosotros mismos, a imitación de los famosos, somos los primeros en disimular una llamada telefónica para evitar un encuentro o una conversación…
Estamos no sólo vigilados, como se ha puesto de manifiesto recientemente, y espiados, sino también acorralados y esclavizados de manera consentida. Pongámonos límites a la tecnología, desintoxiquémonos de la dependencia y disfrutemos con un libro, con un café y con una conversación cara a cara, aunque sea de vez en cuando… pero con el teléfono lejos y apagado.
Solidarios www.solidarios.org.es - Imagenes: elextremosur.com - taringa.net