Un capitalista militante: Peter Thiel

Todo está permitido a los autoproclamados amos, ser libertarios y coquetear con el Opus Dei, unirse al Grupo Bilderberg y financiar a Steve Bannon, convertirse durante un tiempo en padrino de Donald Trump en Silicon Valley y luego en abanderado del trumpismo sin Trump.

Marco D'Eramo

No es rico como Jeff Bezos, ni una estrella o un ídolo mediático como Elon Musk, ni un icono como Bill Gates. Sin embargo, más que ningún otro personifica al nuevo capitalista, al capitalista ideológico. Un megamultimillonario que no utiliza la política para hacer dinero, sino que utiliza miles de millones de dólares para hacer política. No en vano es el hombre que quiere «emancipar a los ricos “de la explotación de los capitalistas por los trabajadores”». Es Peter Thiel (1967), alemán de nacimiento, crecido en Sudáfrica y estadounidense de adopción. Según Forbes, su fortuna asciende a 4,2 millardos de dólares. A diferencia de otros megamultimillonarios, es licenciado en Filosofía y doctor en Derecho. En su escrito más elaborado (The Straussian Moment, 2004), en apenas 30 páginas y con mucho descaro, siendo el descaro intelectual un hábito que cultiva con esmero, esboza una especie, de «historia mundial del espíritu» a la luz de los atentados del 11 de septiembre de 2001, en la que recurre a autores como Oswald Spengler, Carl Schmitt, Leo Strauss, Pierre Manent y Roberto Calasso sin dejar de nombrar a Maquiavelo, Montaigne, Hobbes, Locke, Hegel, Marx, Nietzsche y Kojève.
Por otra parte, desde su época universitaria transcurrida en la Universidad de Stanford, Thiel no ha dejado de mostrar sin rubor alguno sus posiciones, abrazando muy pronto las más conservadoras (admiraba a Ronald Reagan ya en el instituto): según su biógrafo Max Chafkin, ya entonces pensaba que «los progresistas decentes habían aceptado a los comunistas, pero los conservadores eran incapaces de asociarse con los miembros de la extrema derecha. “Realmente esperaba que la derecha se pareciera más a la izquierda”».
Matriculado en la más reaccionaria de las universidades de primera fila, arremetió de inmediato contra lo que consideraba el izquierdismo dominante en Stanford y con el respaldo de un gurú de la derecha conservadora como Irving Kristol y el apoyo económico de una asociación financiada por la Fundación Olin, cofundó una revista abiertamente partidista, la Stanford Review, que inmediatamente hizo campaña contra el multiculturalismo, lo políticamente correcto y la homosexualidad, a pesar de que su consejo editorial estuvo durante mucho tiempo compuesto exclusivamente por varones (y a día de hoy solo se recuerda una editora que más tarde trabajaría con la multimillonaria ultraconservadora Betty DeVos, cuando esta fue secretaria de Educación en el gobierno de Trump).
La hostilidad contra el colectivo LGTB llevó a la revista a afirmar que «la verdadera calamidad era la homofobia-fobia, es decir, el miedo a ser tachado de homófobo […], mientras que la opción antigay debería haberse reconsiderada como “misosodomía” (odio al sexo anal), lo cual permitiría que nos centrásemos en las “prácticas sexuales desviadas”». La revista «incluso defendió a un compañero estudiante de Derecho, Keith Rabois, que decidió poner a prueba los límites de la libertad de expresión en el campus, colocándose frente a la residencia de un profesor y gritando «¡Maricón! ¡Maricón! Espero que te mueras de sida!”» (The Economist, 4 de junio de 2016). Keith Rabois se convertiría en uno de los socios comerciales más frecuentes de Thiel.
Siempre en contra de lo políticamente correcto, Thiel cofirmó en 1995 The Diversity Myth: Multiculturalism and the Politics of Intolerance at Stanford, que fue publicado por un think tank de derecha, el Independent Institute, gracias a una donación de 40.000 dólares de la Olin Foundation (uno de los actores más importantes en la financiación y organización de la contraofensiva neoliberal, como cuento en Dominio. La guerra invisible de los poderosos contra los súbditos (2022).
Pero ya entonces, como formidable jugador de ajedrez que es (tiene el título de Maestro Vitalicio), Thiel comprendió que si la lucha de ideas es decisiva, es absolutamente necesario asegurarse los fondos para librarla adecuadamente. Tanto es así que, como prueba de la absoluta inutilidad, a su juicio, del currículo académico tradicional, «se quejaba de que sólo uno de cada cuatro antiguos alumnos de Stanford fuera millonario» (Chafkin, p. 35). Así que, tras un breve y banal ejercicio de la abogacía en Nueva York y una experiencia en el mercado de derivados en Crédit Suisse, regresó a California y en 1998 abrió su propio fondo de inversión, Thiel Capital Management, dotado inicialmente con un millón de dólares reunidos gracias al apoyo de «familiares y amigos» (en todas las biografías este punto siempre queda rodeado por la vaguedad y, como sabemos, el primer millón siempre es el más difícil de conseguir).
El punto de inflexión en su vida llegó en 1999, cuando fundó PayPal junto con un grupo de amigos (especialmente el criptógrafo de origen ucraniano Max Levchin, que ideó el algoritmo subyacente al sistema de pago en línea). Pero incluso esta iniciativa económica se hallaba envuelta en una motivación ideológica: «La idea motriz de PayPal –escribió– era crear “una nueva moneda mundial, libre de todo control gubernamental”: el fin de la soberanía monetaria, por así decirlo». Allí se formó la llamada mafia Paypal: una famosa foto muestra a esos apuestos jóvenes (todos hombres) vestidos como mafiosos italoamericanos de la época de la prohibición: seis de ellos se convertirían en multimillonarios. Sorprendentemente, tres de los trece tenían un pasado en la Sudáfrica del apartheid (Thiel, Elon Musk y Roelof Botha, que sería director financiero de PayPal y más tarde socio del fondo de inversión Sequoia).
Fue en PayPal donde la trayectoria de Thiel se cruzó con la de Elon Musk. Una interacción difícil. Entre otras cosas, Thiel cesó a Musk como director ejecutivo de PayPal mientras éste se encontraba de luna de miel. Y fue de la venta de PayPal en 2002 de la que Thiel obtuvo los 55 millones de dólares, que le lanzaron al mundo del capital riesgo. La lista de empresas en las que Thiel ha invertido es larga (Airbnb, Asana, Linkedin, Lyft, Spotify, Twilio, Yelp, Zynga, etcétera). Pero su fama de capitalista con visión de futuro se afianzó en 2004 cuando, como primer inversor externo, entregó (sólo) 500.000 dólares a Mark Zuckerberg para desarrollar Facebook a cambio del 10,2 por 100 de las acciones, dinero que con los años le hizo ganar más de mil millones de dólares y constituyó la base definitiva de su fortuna. No obstante, si en lugar de liquidar su 10 por 100 del capital de Facebook, hubiera participado en su recapitalización, ahora tendría 60 millardos de dólares.

No fue este su único error cometido por Thiel. En 2004 se negó a invertir en Tesla y en You Tube (ambas fundadas por antiguos empleados de PayPal). Y en 2006, cuando Musk necesitaba fondos para desarrollar los coches eléctricos de Tesla, Thiel rechazó la oferta, perdiendo una oportunidad increíble, ya que la capitalización de Tesla pasaría de 2 millardos de dólares en 2010 a un máximo de 1,061 billones en 2021, lo cual indica un crecimiento del 50.000 por 100, si bien esta había descendido a 584 millardos el 12 de abril de 2023, lo cual todavía supone un estupendo crecimiento de casi el 30.000 por 100.
En opinión de Musk, este rechazo se debió a otra razón ideológica: «No está totalmente convencido de la cuestión del cambio climático» (Chafkin, p. 98). Pero, ¿cuál es la visión real del mundo de Mr. Thiel? Entre 2004 y 2014 se afanó en exponerla en conferencias, mediante artículos de opinión publicados en The Wall Street Journal y, sobre todo, en el ya citado The Straussian Moment, para proseguir luego con un pequeño ensayo, The Education of a Libertarian (2009) escrito para el Cato Institute (el think tank creado y financiado por los hermanos Koch). En otro texto («The End of the Future», 2011) publicado en National Review y luego en un libro titulado Zero to One: Notes on Startups, or How to Build the Future (2014), elaborado a partir de los apuntes tomados por Blake Masters en uno de sus cursos impartidos en la Universidad de Stanford. Masters llegaría a ser consejero delegado de la sociedad de inversión de Thiel, Thiel Capital, y también presidente de la Fundación Thiel: en 2022 Thiel apoyó generosamente su candidatura al Senado estadounidense, cuyo escaño no logró obtener.
Mediante un movimiento típico de todos los prevaricadores, Thiel comienza presentándose a sí mismo y a su bando como víctimas (como esos franceses que se representan a sí mismos como víctimas de los magrebíes, o esos israelíes como víctimas de los palestinos, o los ricos acosados por los pobres). El recurso a Oswald Spengler puede sonar rancio, pero siempre es eficaz: este proclamó La decadencia de Occidente en 1918, justo cuando Occidente reafirmaba su dominio sobre el resto del mundo. Como cualquier reaccionario, Thiel se encuentra, pues, en plena decadencia: estamos en plena decadencia cultural: «Desde el colapso del arte y la literatura después de 1945 hasta el totalitarismo blando de lo políticamente correcto en los medios de comunicación y el mundo académico, pasando por los sórdidos mundos de los reality shows televisivos y el entretenimiento popular». Este declive se debe al fracaso de la democracia. Fracaso debido a su vez a la concesión del derecho al voto a las mujeres y a los pobres (nótese la yuxtaposición): «La década de 1920 fue la última década de la historia estadounidense en la que uno podía ser realmente optimista sobre la política. Desde 1920, el aumento masivo de los beneficiarios de las políticas sociales (welfare) y la ampliación de los derechos políticos a las mujeres –dos sectores de la sociedad notoriamente hostiles para los libertarians– han convertido la noción de “democracia capitalista” en un oxímoron» (Conviene no olvidar, por supuesto, que en el lenguaje político estadounidense, al igual que liberal no significa «liberal» sino «progresista», libertario no significa «libertario» sino «ferozmente estatofóbico»).
La ampliación de los derechos políticos hizo que la democracia fuera incapaz de perseguir el progreso tecnológico y científico, que había hecho posible extender el bienestar a quienes no lo merecían (esto es, a todos nosotros). Desde la década de 1970, con la excepción del sector informático, el progreso tecnológico se ha estancado y no ha habido ninguna innovación importante ni en el transporte, ni en la energía, ni siquiera en la medicina. Thiel observa con razón que «el progreso no es automático» («The End of Future»), que en la historia «el progreso es raro» (aunque no tan raro como él pretende: por poner un pequeño ejemplo, la invención de la quilla de los barcos en la Edad Media pareció algo de poca importancia en su momento, pero permitió la navegación oceánica). Pero la conclusión que Thiel saca de ello es que, si la democracia es ineficaz, para relanzar el progreso es necesario restablecer un régimen de tipo monárquico o, más bien, una monarquía absoluta, porque, dice Thiel, las grandes innovaciones de la historia han sido producidas por empresas (o startups), que funcionan como monarquías absolutas, como monopolios.
Buena parte de la publicística de Thiel está dedicada al elogio de los monopolios y a la yuxtaposición de monopolio y monarquía: «Los monopolistas pueden permitirse no pensar solo en ganar dinero; los no monopolistas, no. En las situaciones de competencia perfecta, la empresa está tan centrada en sus márgenes de beneficio actuales que no puede planificar el futuro a largo plazo. Sólo una cosa puede permitir a una empresa trascender la brutal lucha diaria por la supervivencia: los beneficios del monopolio» (Zero to One, pp. 31-32). «La competencia es para los perdedores» era el título de uno de sus artículos de opinión publicado en The Wall Street Journal. En la universidad, los estudiantes compiten duramente «por el privilegio de ser convertidos en conformistas». En resumen, la competencia produce copias o mejoras de lo existente, pero nunca lo verdaderamente nuevo, hasta el punto de que Thiel afirmó: «En realidad, capitalismo y competencia son opuestos» (p. 25).
Es casi innecesario señalar la total incoherencia lógica de estos argumentos. En primer lugar, si bien es cierto que el progreso es raro en la historia de la humanidad, las monarquías absolutas han sido la regla durante la misma, de lo cual se deduce que las monarquías absolutas nunca han producido progreso. En segundo lugar, los monopolios no nacen de la nada, sino que surgen precisamente de la necesidad de abrirse camino y se convierten en tales precisamente porque «agitan», por así decir, el juego de la competencia, porque introducen un hecho nuevo en un determinado entorno competitivo que deja fuera de juego a todos los demás competidores.
En realidad, puede decirse que en un mercado no regulado, el monopolio es el resultado inevitable de la competencia: competir es designar a un perdedor y a un ganador y a medida que gana, al ganador le resulta cada vez más fácil dejar fuera del negocio a sus competidores, razón por la cual en la protohistoria del capitalismo en todos los países surgen únicamente monopolios: la Compañía de las Indias Orientales inglesa, la Compañía de las Indias Orientales holandesa, etcétera. Tanto es así que siempre ha sido necesario introducir una legislación antimonopolio (la Sherman Act, etcétera) para evitar los monopolios. Además, en cuanto se establecían, los monopolios dejaban de ser innovadores y tendían a vivir de las rentas.
Pero hay una contradicción, grande como una casa, aún más fundamental: ¿en qué sentido puede una persona declararse «libertaria» y al mismo tiempo patrocinar la monarquía absoluta? ¿De qué libertad habla? Por no hablar de que cuando Thiel incita a sus oyentes a crear monopolios, habría que preguntarse: ¿para cuántos monopolios hay espacio en la Tierra? Libertad de unos pocos, esclavitud de la inmensa mayoría. Muchos han hablado de la influencia de Nietzsche en el empresario germano-estadounidense, pero quizá la yuxtaposición más acertada sería con el nihilismo de Max Stirner (1806-1856): no en vano su Único se define por «su propiedad» (Der Einzige und sein Eigentum, 1844). Este Único puede utilizar cualquier medio, el fraude, el engaño, para perseguir su propia realización (su propio poder): también para Stirner la «libre competencia» es una limitación de la libertad, ya que sólo puede estar garantizada por la presencia de un Estado, que nos convierte en siervos. Por supuesto, cabe preguntarse: ¿cómo se puede estar en contra de la tiranía del Estado y a favor de la monarquía absoluta, que de todos los Estados es el más despótico, intrusivo y arbitrario? Respuesta: recurriendo a Stirner, es decir, a la instrumentalidad absoluta de toda posición. El Único puede decir lo que quiera, si le conviene, si sirve a sus propósitos.
Se ha acusado erróneamente a Thiel de incoherencia y autocontradicción: en realidad no hace más que poner en práctica su «estrategia stirneriana». Por ejemplo, Thiel se dedicó a denigrar a la Universidad de Stanford y la educación universitaria en general (hasta el punto de que financió, a bombo y platillo, una fundación para estudiantes que acceden a «abandonar» la universidad para fundar sus propias start-ups, aunque con realmente magros resultados), pero luego sobornó y desembolsó dinero para poder impartir un curso en esa misma universidad, lo cual, sin embargo, le permitió publicar un libro legitimado por la marca Stanford y convertirlo en un éxito de ventas (aunque el número de ejemplares realmente vendidos sigue siendo aleatorio y en las distintas cuentas oscila entre un millón, un millón y medio, e incluso tres millones, pero también podría ser mucho menor).
O bien: todo el universo social de Thiel ha sido siempre monosexual en el sentido de que en su trayectoria nunca se cruza con una mujer: el Único es masculino en alemán (der Einzige, pero en todo caso en su trayectoria tampoco se cruza con muchos afroamericanos, tal vez en recuerdo del apartheid sudafricano). Pero la cosa no acaba aquí: Thiel pasó su juventud denigrando a los homosexuales, defendiendo a quienes gritaban «maricón» y ello sólo para salir del armario en 2016, casarse con un señor y admitir (simultáneamente) una intensa relación con una modelo, que más tarde acabó suicidándose. Si la ostentosa «misoanalidad» de su época universitaria puede atribuirse en parte a una batalla contra lo políticamente correcto y contra la diversidad, no está tan claro por qué Thiel quiso vengarse de un modo tan desaforado de la web que reveló su homosexualidad en 2011, a la cual causó la ruina mediante la consabida demanda. La explicación que ofrece su biógrafo es que algunos de los principales inversores del fondo de Thiel eran «fondos soberanos árabes controlados por gobiernos, que consideraban la homosexualidad un delito».
Pero sobre todo, si un libertario puede abogar por la monarquía absoluta, también puede hacer dinero con una empresa de vigilancia capilar, con un Gran Hermano: en 2003 Thiel fundó Palantir, empresa «especializada en el análisis de big data», es decir, una empresa de vigilancia, que fue financiada inmediatamente por el fondo de inversión de la CIA, In-Q-Tel ¿Contradicción?, pero en The Straussian Moment, escrito justo cuando fundaba Palantir, el libertarian Thiel escribió: «En lugar de las Naciones Unidas, llenas de interminables e inconclusos debates parlamentarios, que parecen cuentos de Shakespeare contados por idiotas, deberíamos considerar Echelon, la coordinación secreta del espionaje mundial, como el camino decisivo hacia una verdadera pax americana global»: Echelon es el mecanismo de vigilancia planetaria más intrusivo jamás ideado en la historia de la humanidad.
Palantir progreso a trancas y barrancas hasta que en 2011 circuló el rumor de que la empresa había «ayudado a matar a Osama» (Chafkin). Desde entonces, los contratos se multiplicaron e incluso la policía alemana solicitó los servicios de la empresa, que proporciona no sólo el software, sino también los técnicos para utilizarlo (pero ahora la policía alemana quiere cancelar el contrato). Así, paradoja de la rentabilidad capitalista, Palantir está valorada en 17,6 millardos de dólares, sin haber generado nunca beneficios, y constituye hoy la mayor partida de la fortuna de Thiel. Por un lado, el libertario obtiene su fortuna espiando la vida de la gente; por otro, promueve los bitcoins y las criptodivisas como herramientas para liberarse de la tiranía de los Estados: Thiel defiende, desde hace tiempo, que la tecnología blockchain y las criptodivisas, incluidas las criptomonedas y el Bitcoin, «tienen el potencial de liberar a los ciudadanos del Estado al hacer imposible que los gobiernos expropien la riqueza mediante la inflación».
No se trata aquí de incoherencia o contradicción, sino de puro y simple cinismo. Incluso su autoproclamación de «opositor acérrimo» forma parte del juego de presentarse como una minoría oprimida, un outsider, un desvalido, un inconformista integral. Pero, ¿qué clase de inconformismo es querer hacerse rico y poderoso? La defensa de los monopolios se inscribe también perfectamente en el espíritu de la época (Zeitgeist), dado que en la década de 1970 Henry Manne había protagonizado una verdadera «revolución del derecho de sociedades» y la escuela neoliberal ya había rebautizado las prácticas monopolísticas como competitivas.
Ciertamente, esta falta total de escrúpulos recuerda la moral de los señores y la moral del rebaño (de los siervos) de nietzscheana memoria, la primera llena del resentimiento de los pobres hacia los ricos, la segunda «llena de vida». La jeremiada contra lo políticamente correcto recuerda al lamento de Nietzsche por la «revuelta victoriosa de los esclavos de la moral»: «Los señores están liquidados, la moral del hombre común ha vencido» (La genealogía de la moral, 1887, primera disertación). Todo está permitido a los autoproclamados Herren [amos], ser libertarios y coquetear con el Opus Dei, unirse al Grupo Bilderberg y financiar a Steve Bannon, convertirse durante un tiempo en padrino de Donald Trump en Silicon Valley y luego en abanderado del trumpismo sin Trump, para terminar finalmente convirtiéndose en promotor de la New Right. Y todo ello atravesado por la tentación de efectuar una secesión permanente, pero no aquella decidida por la plebe para abandonar al patriciado, como ocurría en la antigua Roma (apólogo de Menenio Agripa), sino para apostar por la del patriciado de la plebe. De ahí la compra de una propiedad en Nueva Zelanda o la financiación (sustancialmente fallida) de Seasteading, proyecto concebido para fundar una comunidad autosuficiente en medio del océano situada en aguas internacionales, un proyecto que más tarde se redimensionó en un proyecto más modesto, situado a 15 millas de la costa, para ser finalmente abandonado. También hay un deseo de separatismo en la participación de Thiel en SpaceX, la empresa aeroespacial de Elon Musk: sobre la idea de aislarse en el espacio Thiel es mucho menos tibio que sobre el cambio climático.
Uno se pregunta: ¿con qué fin? El precio del nihilismo es el sinsentido de la propia vida, del propio afanarse, de querer bajar a la tumba cargado de oro. No es casualidad que el miedo a morir parezca ser el sentimiento dominante de este ajedrecista de la vida. Me viene a la mente El séptimo sello, de Ingmar Bergman, cuando el caballero juega la (última) partida de ajedrez con la muerte. Thiel quiere «luchar contra la muerte», «cree que la muerte no es más que un bug (un error de programación) en el conjunto de características del hombre, un bug del que puede comprar su salida». Por ello resulta razonable la financiación de startups que prometen alargar la vida al menos a los 120 años u otras maravillas como la cura definitiva del alzhéimer, etcétera.
Así pues, Thiel invierte mucho dinero en entidades como Halcyon Molecular, Emerald Therapeutics, Unity Biotechnology y Methuselah Foundation. Si todo eso falla, Thiel está dispuesto a que congelen su cerebro a la espera de reencarnarse, cuando la tecnología lo permita. No es el único multimillonario que espera engañar a la muerte, Jeff Bezos y Larry Page también comparten esta razonable expectativa y en consecuencia financian la Alcor Life Extension Foundation, «que lleva congelando los cuerpos y cerebros de los muertos desde 1970».
Por supuesto, el desprecio de Thiel por el resto de la humanidad debe ser al menos tan grande como el que muestra abiertamente por el género femenino, si es que puede creernos lo suficientemente masoquistas como para convencernos de que seamos siervos y aceptemos su moral. Sería el primer «activista político» (así se denomina a sí mismo en su entrada de la Wikipedia en inglés), que espera convencer a su audiencia no prometiendo algo, sino garantizándonos el infierno como único futuro que merecemos los rebaños. El nombre que han acuñado para este nuevo manifiesto del capitalismo mundial es realmente apropiado: Ilustración oscura [dark Enlightment].
Al final, apagar la luz es inevitable.


Artículo original: Capital’s Militant, publicado originalmente en Sidecar, el blog de la New Left Review y traducido con permiso expreso por El Salto: https://www.elsaltodiario.com/sidecar/peter-thiel-capitalista-militante
 

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