Militarizando la crisis climática

Por Ben Hayes y Nick Buxton

Debemos cuestionar a las industrias de la seguridad que están floreciendo con el miedo que genera la inacción de nuestros Gobiernos frente al cambio climático. No es que los Gobiernos hayan decidido quedarse de brazos cruzados, como suele decirse, sino que están asegurándose activamente de que el cambio climático sea una realidad. Y es que cada planta de carbón construida en China, cada pozo petrolífero perforado en el Ártico y cada yacimiento de gas explotado por fracturación hidráulica en los Estados Unidos de petróleo fijan carbono en la atmósfera durante al menos mil años y eso significa que, aunque en los próximos años se tomen medidas radicales para reducir las emisiones, nada será suficiente para impedir que el calentamiento global se desboque.
Los líderes políticos del mundo no podían decir que no habían sido advertidos. Poco antes de que comenzaran las negociaciones sobre el clima de la ONU a principios de diciembre de 2012 en Qatar, no eran solo el Banco Mundial, la Agencia Internacional de la Energía y la compañía internacional de contabilidad PWC los que preveían unos peligrosos niveles de cambio climático. Incluso la naturaleza parecía dar voces de alarma con unos huracanes fuera de temporada que devastaron Nueva York y algunas islas del Caribe y las Filipinas. Ante tal panorama, cualquiera hubiera esperado una respuesta decidida por parte de los Gobiernos del mundo. En lugar de ello, la cumbre de la ONU pasó prácticamente desapercibida para los medios internacionales y culminó con otra declaración vacía que, según Amigos de la Tierra, es “una farsa” que “falla en todos los sentidos”.
Ante uno de los grandes desafíos a los que se hayan enfrentado jamás nuestro planeta y sus pueblos, es evidente que nuestros líderes políticos han fracasado. Así, en marcado contraste con la gran acción coordinada para rescatar a los bancos y estimular el sistema financiero, en este caso los Gobiernos han optado por mantenerse al margen, dando carta blanca a los mercados y a los gigantes de los combustibles fósiles en lugar de atreverse a planificar una conversión de nuestras economías, basadas en las emisiones de carbono.
No es que los Gobiernos hayan decidido quedarse de brazos cruzados, como suele decirse, sino que están asegurándose activamente de que el cambio climático sea una realidad. Y es que cada planta de carbón construida en China, cada pozo petrolífero perforado en el Ártico y cada yacimiento de gas explotado por fracturación hidráulica en los Estados Unidos de petróleo fijan carbono en la atmósfera durante al menos mil años y eso significa que, aunque en los próximos años se tomen medidas radicales para reducir las emisiones, nada será suficiente para impedir que el calentamiento global se desboque.
El presidente del Banco Mundial, Jim Yong Kim, señaló que el informe elaborado por la institución que dirige prevé un aumento de las temperaturas de 4 grados Celsius antes del fin del siglo y que eso daría lugar a un mundo “muy inquietante.”
Por primera vez, la cuestión de cómo pagar ‘las pérdidas y los daños’ que ya está provocando el cambio climático entre las personas más pobres y vulnerables del mundo alcanzó un protagonismo importante en Doha. Es una trágica paradoja que las discusiones sobre cómo detener el cambio climático y cómo prepararse para él (lo que en la jerga de la ONU se conoce como ‘mitigación y adaptación’) se hayan visto ahora eclipsadas por las demandas de reparación y por la creciente preocupación –entre la industria de los seguros, por ejemplo– de quién o qué va a pagar por los daños causados por el cambio climático.
Estas narrativas son profundamente alarmantes y desmovilizadoras. A la gente le resulta ahora mucho más fácil imaginar un futuro distópico para sus hijos que un mundo que ha aunado esfuerzos para evitar los peores efectos del cambio climático. Así, lejos de impulsar la acción en masa, el miedo y la inseguridad parecen estar llevando a la gente a desconectar del tema o a buscar consuelo en teorías conspirativas.
¿Seguridad para qué y para quién?
Esta apatía está siendo explotada por aquellos que acogen con agrado o que buscan sacar provecho de la política de la inseguridad y de lo que el Pentágono ha bautizado como ‘la era de las consecuencias’. En todo el mundo –y muchas veces a puerta cerrada–, securócratas y estrategas militares se dedican a practicar ‘ejercicios de prospectiva’ que, a diferencia de sus jefes políticos, dan por sentado el cambio climático y desarrollan opciones y estrategias para adaptarse a ‘los riesgos y las oportunidades’ que este presenta .
Solo un mes antes de las negociaciones sobre el clima de Doha, la Academia de Ciencias de los Estados Unidos publicó un informe encargado por la CIA que buscaba “evaluar las pruebas científicas sobre posibles conexiones entre el cambio climático y las consideraciones en materia de seguridad nacional”. El estudio llegaba a la conclusión de que sería “prudente que los analistas de seguridad esperaran sorpresas climáticas en la próxima década, como eventos aislados inesperados y potencialmente perjudiciales y confluencias de eventos ocurridos de forma simultánea o secuencial, y que estos sean cada vez más graves y más frecuentes, muy probablemente a un ritmo crecientemente acelerado”.
¿Qué consecuencias tiene enmarcar el cambio climático como un problema de seguridad y no como un problema de justicia o de derechos humanos?
La predisposición que siente la comunidad militar y de la inteligencia a tomar en serio el cambio climático ha sido muchas veces bienvenida por parte de la comunidad ambiental sin ningún tipo de análisis crítico. Los organismos especializados en seguridad, por su parte, afirman que se limitan a cumplir con su trabajo. Sin embargo, la pregunta que muy poca gente está planteando es la siguiente: ¿qué consecuencias tiene enmarcar el cambio climático como un problema de seguridad y no como un problema de justicia o de derechos humanos?
En un mundo ya envilecido por conceptos como ‘daños colaterales’, los participantes de estos nuevos juegos de guerra climáticos no tienen por qué hablar con franqueza acerca de lo persiguen, pero el trasfondo de su discurso es siempre el mismo: ¿cómo pueden los países industrializados del Norte –en una época de creciente escasez potencial y, se presupone, de crecientes disturbios– protegerse a sí mismos de ‘la amenaza’ de los refugiados climáticos, las guerras por los recursos y los Estados fallidos y, al mismo tiempo, mantener el control de los principales recursos estratégicos y cadenas de suministro. En palabras de la estrategia propuesta en materia de cambio climático y seguridad internacional de la UE, por ejemplo, “la mejor manera de considerar el cambio climático es como un multiplicador de amenazas ” que conlleva “riesgos políticos y de seguridad que afectan directamente a los intereses europeos”.
El negocio del miedo
Las industrias que florecen con la realpolitik de la seguridad internacional también se están preparando para el cambio climático. En 2011, el texto publicitario de una conferencia sobre la industria de defensa sugería que el mercado de la energía y del medio ambiente valía por lo menos ocho veces más que el propio negocio de la defensa, estimado en un billón de dólares al año. El mismo texto también apuntaba que “el sector aeroespacial, de defensa y seguridad, lejos de quedar excluido de esta oportunidad, se está movilizando para abordar lo que parece destinado a convertirse en su mercado adyacente más significativo desde la fuerte emergencia del negocio de la seguridad civil/interior hace casi una década”.
Puede que algunas de estas inversiones acaben resultando de utilidad e importantes, pero el discurso de la seguridad climática también está ayudando a alimentar un auténtico boom de inversiones en sistemas de control de fronteras de alta tecnología, tecnologías para el control de masas, sistemas de armas ofensivas de próxima generación (como los drones o aviones no tripulados) y las conocidas como ‘armas menos letales’. Debería ser inconcebible que Estados democráticos se estén equipando de esta forma para un mundo cambiado por el clima, pero cada año se ponen a prueba y salen al mercado más aplicaciones. Teniendo en cuenta la consolidación de las fronteras militarizadas en todo el mundo durante la última década, nadie querría ser un refugiado climático en 2012; no digamos ya en 2050.
No son solo las industrias de la represión las que se están posicionando para beneficiarse de los temores sobre el futuro. Las materias primas de las que depende la vida se están incorporando en nuevas narrativas sobre seguridad basadas en temores relativos a la escasez, la sobrepoblación y la desigualdad. Cada vez se concede mayor importancia a cuestiones como la ‘seguridad alimentaria’, la ‘seguridad energética’ y la ‘seguridad hídrica’, sin que se analice en profundidad qué se está asegurando exactamente para quién, y a expensas de quién. Pero cuando la situación percibida de inseguridad alimentaria en Corea del Sur y Arabia Saudí está impulsando acaparamientos y explotación de tierras en África, y el aumento de los precios de los alimentos está provocando un malestar social generalizado, tendrían que saltar las alarmas.
El discurso de la seguridad climática da por sentado estos resultados. Se articula en torno a la idea de ganadores y perdedores –los asegurados y los condenados– y se basa en una visión de la ‘seguridad’ tan distorsionada por la ‘guerra contra el terror’ que considera, fundamentalmente, que hay personas desechables en lugar de promover la solidaridad internacional que se necesita de forma tan obvia para encarar el futuro de una manera justa y colaborativa.
La doble batalla contra el cambio climático
Para hacer frente a la creciente securización de nuestro futuro, debemos seguir luchando para poner fin a nuestra adicción a los combustibles fósiles lo antes posible, sumándonos a movimientos como los que se oponen a la explotación de las arenas bituminosas en Norteamérica y formando amplias alianzas ciudadanas que presionen a municipios, estados y Gobiernos para que transformen las bases de sus economías y minimicen su huella de carbono. No podemos detener el cambio climático –ya está ocurriendo– pero todavía podemos evitar sus peores consecuencias.
Sencillamente, no podemos permitirnos dejar nuestro futuro en manos de securócratas y corporaciones cuando se deben tomar decisiones difíciles.
Sin embargo, también debemos prepararnos para reivindicar la agenda sobre la adaptación al cambio climático, exigiendo que esta deje de basarse en la adquisición por desposesión y en las interesadas agendas de seguridad de los poderosos, y se centre en los derechos humanos universales y la dignidad de todas las personas. Sencillamente, no podemos permitirnos dejar nuestro futuro en manos de securócratas y corporaciones cuando se deben tomar decisiones difíciles.
La reciente experiencia del huracán Sandy, en que el movimiento Occupy, con su respuesta a la crisis, dejó en evidencia al Gobierno federal, pone de manifiesto el poder de los movimientos populares para responder positivamente a catástrofes locales.
A pesar de todo, las respuestas locales, de por sí, no bastan. Necesitamos estrategias internacionales más amplias que controlen el poder corporativo y militar y, al mismo tiempo, globalicen las herramientas para la resiliencia. Esto significa proponer soluciones progresistas sobre cuestiones como los alimentos, el agua y la energía, y sobre cómo hacer frente a condiciones meteorológicas extremas que ofrezcan alternativas viables a los enfoques basados en el mercado y obsesionados con la seguridad que favorecen nuestros Gobiernos.
Pero puede que lo más importante sea que debemos empezar a enmarcar estas ideas en visiones positivas para el futuro, algo que ayudará a las personas a rechazar la distopía y a reivindicar un futuro justo y habitable para todos y todas.
Nick Buxton y Ben Hayes son coeditores de un libro sobre la securización del cambio climático que será publicado por el Transnational Institute en 2013.
Traducido por Beatriz Martínez http://www.tni.org/es

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