Fracking, despropósitos que matan
Eduardo Montes de Oca
Rebelión
A algún que otro desavisado con yancófilas veleidades debe de habérsele entumecido las manos a puro aplauso cuando, a solo dos meses de expirar 2013, la Casa Blanca anticipaba que ese año los Estados Unidos se convertirían en el principal productor de petróleo y gas natural del mundo, con lo que sobrepujaría a una Rusia mirada con ojeriza y al tradicional aliado Arabia Saudita.
Si algún temor surgió en la élite de poder, en medio de la exultación, sería apenas el proverbialmente resumido por Dennis Ross, antiguo negociador para el Oriente Medio, quien, al quejarse de que la autosuficiencia en combustibles puede trastocar el equilibrio de fuerzas en la región –y en otras, ¿no?-, demostraba con creces la profunda miopía de la Razón de Estado. Esta alcanza a leer sin lente ninguno los inconvenientes de la dependencia energética con respecto a otros países, en un orbe cuya multipolaridad está dejando de constituir mero anhelo, pero no atina a distinguir un inexorable peligro en lontananza: el agotamiento de las reservas probadas de petróleo y gas.
Qué digo en lontananza. Mientras el Consejo Mundial de Energía provee de cierto resuello al calcularles una duración de 11 lustros, expertos más agoreros, o quién sabe si más realistas, sostienen que el planeta se encamina hacia una crisis catastrófica en el sector, y que ya en la presente generación ocurrirán cambios irreversibles. O sea, que los 223 mil millones de toneladas de crudo y los 209 billones de metros cúbicos de gas remanentes se difuminarán como en un pestañazo, dadas las exigencias de economías donde el consumo -perdón: el consumismo- se confabula con el hecho de que las fuentes alternativas no acaban de estabilizarse y de exceder el cinco por ciento.
No importan los cantos de sirena acerca de que la Era de las Renovables remplazará pronto a la Era del Petróleo. Solventes analistas, tales Michael T. Klare (TomDispatch.com), tildan de mera perorata –retórica, para no salirnos de tono- los asertos (Obama dixit) de que la creciente utilización del gas natural “limpio”, complementada con amplias inversiones en energía solar y eólica, permitirá una transición suave hacia un futuro “verde”, en el que la humanidad no arrojará a la atmósfera dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero. En la práctica, asistimos a un aquelarre de proyectos que implican ante todo la explotación de las denominadas reservas “no convencionales” de gas y petróleo. En sí, la especie está entrando de rondón en la tercera gran Era del Carbono.
Y esto proporciona fácil asidero para el convencimiento. “Según la Agencia Internacional de la Energía (AIE), una organización intergubernamental dedicada a la investigación con sede en París, la inversión acumulada en el orbe en extracción y procesamiento de nuevos combustibles fósiles alcanzará un total de alrededor de 22.870 billones de dólares entre 2012 y 2035, mientras que la inversión en renovables, energía hidráulica y energía nuclear supondrá una cifra de 7.320 billones de dólares. Para esos años, se espera que solo las inversiones en petróleo, estimadas en 10.320 billones de dólares, supere el gasto dedicado a energía eólica, solar, geotérmica, biocombustibles, hidráulica, nuclear y cualquier otra forma de energía renovable combinadas”.
Además, explica la AIE, citada por Klare, “una parte cada vez mayor de esa asombrosa inversión en combustibles fósiles se dedicará a formas no convencionales de petróleo y gas: arenas bituminosas canadienses, crudo extrapesado venezolano, petróleo y gas de esquistos bituminosos, depósitos energéticos situados en el Ártico y en las profundidades oceánicas, y otros hidrocarburos derivados de reservas energéticas anteriormente inaccesibles”.
¿La explicación? “Los suministros mundiales de petróleo y gas convencional –combustibles derivados de reservas de fácil acceso que requieren de un procesamiento mínimo- están desapareciendo rápidamente. Como se espera que la demanda mundial de combustibles fósiles aumente en 26 por ciento de aquí a 2035, los combustibles no convencionales tendrán que proporcionar una gran parte de la energía mundial”. En este panorama, algo deviene harto seguro: las emisiones globales de dióxido de carbono “se dispararán más allá de nuestras más desfavorables previsiones, lo que significa que las intensas oleadas de calor serán habituales y que las escasas zonas vírgenes quedarán aniquiladas. La Tierra será un lugar mucho más duro y abrasador, posiblemente a niveles inimaginables”.
Oídos sordos
Hace cinco años EE.UU. generaba diariamente menos de 20 millones de barriles de petróleo y gas natural, a partes iguales. Rusia señoreaba sobre ese nivel juntando las dos fuentes fósiles, en tanto Arabia Saudita se había erigido en el principal actor del crudo. Ahora la producción norteamericana se acerca a los 25 millones y aventaja al país árabe. ¿Cómo el Tío Sam lo ha logrado? Haciendo oídos sordos a las advertencias. Desbocándose. La proyección es que el hidrocarburo se mantenga en los 10 millones de unidades por jornada entre 2020 y 2040. En el caso de los combustibles líquidos, ascenderá a 18 millones en dos décadas y media. Eso permitirá reducir las importaciones netas a 25 por ciento para 2016, frente a 60 por ciento en 2005.
Más allá del reacomodo geopolítico que significaría el autoabastecimiento, reacomodo que pasaría por el desplazamiento del Oriente Medio por EE.UU y Canadá como exportadores de petróleo y gas natural, y por el perjuicio que ello causaría a las relaciones con Europa, pues reducirían el desequilibrio en la balanza exterior y sus economías se beneficiarían de una constricción en el precio del combustible que demanda la industria, lo que asusta a muchos es que la clave del repunte –explicada pero no criticada como amerita por los grandes medios- radica en la explotación del esquisto atrapado en las formaciones rocosas, que equivale a más de 40 por ciento de la producción total de gas natural en la Unión y a 15 por ciento en Canadá.
¿Por qué ese elemento ha derivado en pesadilla recurrente y tumultuaria? Porque a él se llega, se está llegando, por intermedio de la fractura hidráulica, hidrofracturación, o fracking, esa “otra barbarie lingüística que va imponiéndose poco a poco”, en palabras de Salvador López Arnal (Rebelion.org), consistente “en romper las rocas que albergan los hidrocarburos, mediante inyección a presión, a gran profundidad, de un compuesto de agua, arena y productos químicos. Esta técnica nada afable usa ingentes cantidades de agua. Hay que deshacerse de ellas posteriormente, claro está. Una parte de los fluidos residuales (pequeña) retorna a la superficie. Pero la mayoría de esos líquidos hay que tratarlos, ‘hay que trabajarlos’: o bien en la superficie (en balsas construidas ad hoc donde se les deja evaporar) o reinyectándolas en el subsuelo (la opción más utilizada en las explotaciones USA)”.
Recientemente, un grupo de científicos estadounidenses concluyó que la infertilidad, el cáncer y enfermedades congénitas son daños inducidos a los moradores de las zonas en que se aplica el polémico método de extracción. Sin embargo, esta no resulta la única amenaza. De acuerdo con publicaciones como Kaos en la Red, no pocos estudiosos apuntan que la operación representa la probable causa de recurrentes sismos, con la inherente destrucción. Mientras los peritos se ocupan de comprobar la hipótesis y los portadores de intereses creados a negarlas apriorísticamente, en el estado de Texas, entre los más asolados, cada vez más ciudadanos se dedican al premonitorio acto de la acusación.
"Esto es como vivir al lado de una bomba de relojería. No nos dicen cuándo comenzará el fracking, o cuáles son los procedimientos de emergencia si algo malo pasa", se queja la residente Maile Bush. Por su parte, la industria gasífera y petrolífera jura y perjura que no existen vínculos entre la extracción de recursos y los terremotos, más y más frecuentes en puntos donde no solían ocurrir antes.
¿Se vaciará Texas de habitantes? Lo único cierto es que, conforme a los sismólogos, la situación puede empeorar. Como décadas atrás, cuando los Estados Unidos emplearon bombas nucleares en los menesteres del fracking, hoy, según un informe presentado en la reunión anual de la Unión Geofísica de ese país por Leonid Germanovich, físico e ingeniero civil y ambiental del Instituto de Tecnología de Georgia, los residuos nucleares líquidos podrían usarse como fluido de fractura, en lugar de agua.
No en balde los ecologistas temen el “eterno retorno”. Y casi convulsionan ante una propaganda que subraya, junto con otras aseveraciones, que en los primeros experimentos de este tipo, efectuados a mediados del siglo pasado, a cargo de la Comisión de Energía Atómica y la Oficina de Minas, bajo el nombre de Proyecto Plowshare, se realizaron dos aplicaciones de los explosivos nucleares: en excavación a gran escala y en canteras; la energía de las bombas enterradas a gran profundidad aumentó la permeabilidad, porosidad de la roca y su posterior fracturación, y el éxito de los ensayos en 1967 condujo a otros, en total 27 experimentos y 35 estallidos, en sitios como Nuevo México, Nevada y Colorado.
Si a la sazón las investigaciones se detuvieron ante la opinión pública, las preocupaciones ambientales y el desarrollo exitoso de la hidrofracturación, en la actualidad planea sobre los ánimos una sombra lúgubre, algo así como la preparación artillera de la invasión por venir: el anuncio a voces de que las autoridades responsables de vigilar las áreas donde se llevaron a cabo las experiencias han establecido que los residuos atómicos calaron en el manto subterráneo, lo cual implica que teóricamente nunca regresarán a la superficie ni contaminarán el manto freático. Ello hace prever, comenta Prensa Latina, que se popularizarán en un futuro cercano, gracias a los problemas ecológicos que entraña la hidrofracturación; entre ellos, como denuncia el colega mexicano Alfredo Jalife-Rahme, su práctica en regiones con elevado o extremadamente alto estrés acuífero, lo que pone en entredicho la cacareada buena fe de las petroleras, a las que no les importa un comino mantener sedientas a las poblaciones. Ganancias obligan.
Pero la razón instrumental, cortoplacista, la sinrazón, desborda las fronteras de Norteamérica. En el Reino Unido, el Gobierno de David Cameron ha proclamado la concesión de un centenar de nuevas licencias para perforar mediante el fracking. Y la Unión Europea, luego de algunas bravatas, quizás fintas, se ha circunscrito a cursar recomendaciones a los Estados miembros. El texto aprobado por el Ejecutivo apenas llama la atención acerca de principios tan abstractos como “planear los desarrollos y evaluar los posibles efectos antes de conceder las licencias”, “evaluar cuidadosamente el impacto medioambiental y los riesgos”, o “comprobar la calidad del agua, aire y suelo antes de empezar las operaciones”. Generalidades que, convergen observadores, esconden la renuencia a regular una práctica provocadora de profundas divisiones: Francia y Bulgaria la prohíben; el Reino Unido y Polonia son sus más fervientes defensores.
¿Quién triunfará a la postre? Ojalá que la vida plena. Aunque, como considera Michael T. Klare, no va a devenir muy satisfactoria en la Tercera Era del Carbono. “A menos que se produzcan cambios inesperados en las políticas y conductas globales, el mundo va a depender cada vez más de la explotación de energías no convencionales. Esto, a su vez, implica el incremento de la acumulación de gases invernadero y muy pocas posibilidades de evitar el comienzo de catastróficos efectos climáticos […] Tendremos que experimentar el malestar y el sufrimiento que acompañan al calentamiento del planeta, la escasez de los disputados suministros de agua en muchas regiones y el destripamiento del paisaje natural”.
¿Qué puede hacerse para acortar el período y evitar lo peor de sus consecuencias? Para el entendido, exigir mayores inversiones en energías renovables, así como impulsar la divulgación de las peculiaridades y las amenazas de la no convencional y “demonizar” a quienes apuestan por invertir en esos combustibles y no en los alternativos. Propuestas con las que coincidimos, sin olvidar una divisa: (eco)socialismo o barbarie. Y con la divisa, el develamiento de verdades cuya comprensión al menos evitaría a algunos el entumecimiento de las manos y ciertas veleidades.
Imagenes: http://crashoil.blogspot.com.ar - gasland
Rebelión
A algún que otro desavisado con yancófilas veleidades debe de habérsele entumecido las manos a puro aplauso cuando, a solo dos meses de expirar 2013, la Casa Blanca anticipaba que ese año los Estados Unidos se convertirían en el principal productor de petróleo y gas natural del mundo, con lo que sobrepujaría a una Rusia mirada con ojeriza y al tradicional aliado Arabia Saudita.
Si algún temor surgió en la élite de poder, en medio de la exultación, sería apenas el proverbialmente resumido por Dennis Ross, antiguo negociador para el Oriente Medio, quien, al quejarse de que la autosuficiencia en combustibles puede trastocar el equilibrio de fuerzas en la región –y en otras, ¿no?-, demostraba con creces la profunda miopía de la Razón de Estado. Esta alcanza a leer sin lente ninguno los inconvenientes de la dependencia energética con respecto a otros países, en un orbe cuya multipolaridad está dejando de constituir mero anhelo, pero no atina a distinguir un inexorable peligro en lontananza: el agotamiento de las reservas probadas de petróleo y gas.
Qué digo en lontananza. Mientras el Consejo Mundial de Energía provee de cierto resuello al calcularles una duración de 11 lustros, expertos más agoreros, o quién sabe si más realistas, sostienen que el planeta se encamina hacia una crisis catastrófica en el sector, y que ya en la presente generación ocurrirán cambios irreversibles. O sea, que los 223 mil millones de toneladas de crudo y los 209 billones de metros cúbicos de gas remanentes se difuminarán como en un pestañazo, dadas las exigencias de economías donde el consumo -perdón: el consumismo- se confabula con el hecho de que las fuentes alternativas no acaban de estabilizarse y de exceder el cinco por ciento.
No importan los cantos de sirena acerca de que la Era de las Renovables remplazará pronto a la Era del Petróleo. Solventes analistas, tales Michael T. Klare (TomDispatch.com), tildan de mera perorata –retórica, para no salirnos de tono- los asertos (Obama dixit) de que la creciente utilización del gas natural “limpio”, complementada con amplias inversiones en energía solar y eólica, permitirá una transición suave hacia un futuro “verde”, en el que la humanidad no arrojará a la atmósfera dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero. En la práctica, asistimos a un aquelarre de proyectos que implican ante todo la explotación de las denominadas reservas “no convencionales” de gas y petróleo. En sí, la especie está entrando de rondón en la tercera gran Era del Carbono.
Y esto proporciona fácil asidero para el convencimiento. “Según la Agencia Internacional de la Energía (AIE), una organización intergubernamental dedicada a la investigación con sede en París, la inversión acumulada en el orbe en extracción y procesamiento de nuevos combustibles fósiles alcanzará un total de alrededor de 22.870 billones de dólares entre 2012 y 2035, mientras que la inversión en renovables, energía hidráulica y energía nuclear supondrá una cifra de 7.320 billones de dólares. Para esos años, se espera que solo las inversiones en petróleo, estimadas en 10.320 billones de dólares, supere el gasto dedicado a energía eólica, solar, geotérmica, biocombustibles, hidráulica, nuclear y cualquier otra forma de energía renovable combinadas”.
Además, explica la AIE, citada por Klare, “una parte cada vez mayor de esa asombrosa inversión en combustibles fósiles se dedicará a formas no convencionales de petróleo y gas: arenas bituminosas canadienses, crudo extrapesado venezolano, petróleo y gas de esquistos bituminosos, depósitos energéticos situados en el Ártico y en las profundidades oceánicas, y otros hidrocarburos derivados de reservas energéticas anteriormente inaccesibles”.
¿La explicación? “Los suministros mundiales de petróleo y gas convencional –combustibles derivados de reservas de fácil acceso que requieren de un procesamiento mínimo- están desapareciendo rápidamente. Como se espera que la demanda mundial de combustibles fósiles aumente en 26 por ciento de aquí a 2035, los combustibles no convencionales tendrán que proporcionar una gran parte de la energía mundial”. En este panorama, algo deviene harto seguro: las emisiones globales de dióxido de carbono “se dispararán más allá de nuestras más desfavorables previsiones, lo que significa que las intensas oleadas de calor serán habituales y que las escasas zonas vírgenes quedarán aniquiladas. La Tierra será un lugar mucho más duro y abrasador, posiblemente a niveles inimaginables”.
Oídos sordos
Hace cinco años EE.UU. generaba diariamente menos de 20 millones de barriles de petróleo y gas natural, a partes iguales. Rusia señoreaba sobre ese nivel juntando las dos fuentes fósiles, en tanto Arabia Saudita se había erigido en el principal actor del crudo. Ahora la producción norteamericana se acerca a los 25 millones y aventaja al país árabe. ¿Cómo el Tío Sam lo ha logrado? Haciendo oídos sordos a las advertencias. Desbocándose. La proyección es que el hidrocarburo se mantenga en los 10 millones de unidades por jornada entre 2020 y 2040. En el caso de los combustibles líquidos, ascenderá a 18 millones en dos décadas y media. Eso permitirá reducir las importaciones netas a 25 por ciento para 2016, frente a 60 por ciento en 2005.
Más allá del reacomodo geopolítico que significaría el autoabastecimiento, reacomodo que pasaría por el desplazamiento del Oriente Medio por EE.UU y Canadá como exportadores de petróleo y gas natural, y por el perjuicio que ello causaría a las relaciones con Europa, pues reducirían el desequilibrio en la balanza exterior y sus economías se beneficiarían de una constricción en el precio del combustible que demanda la industria, lo que asusta a muchos es que la clave del repunte –explicada pero no criticada como amerita por los grandes medios- radica en la explotación del esquisto atrapado en las formaciones rocosas, que equivale a más de 40 por ciento de la producción total de gas natural en la Unión y a 15 por ciento en Canadá.
¿Por qué ese elemento ha derivado en pesadilla recurrente y tumultuaria? Porque a él se llega, se está llegando, por intermedio de la fractura hidráulica, hidrofracturación, o fracking, esa “otra barbarie lingüística que va imponiéndose poco a poco”, en palabras de Salvador López Arnal (Rebelion.org), consistente “en romper las rocas que albergan los hidrocarburos, mediante inyección a presión, a gran profundidad, de un compuesto de agua, arena y productos químicos. Esta técnica nada afable usa ingentes cantidades de agua. Hay que deshacerse de ellas posteriormente, claro está. Una parte de los fluidos residuales (pequeña) retorna a la superficie. Pero la mayoría de esos líquidos hay que tratarlos, ‘hay que trabajarlos’: o bien en la superficie (en balsas construidas ad hoc donde se les deja evaporar) o reinyectándolas en el subsuelo (la opción más utilizada en las explotaciones USA)”.
Recientemente, un grupo de científicos estadounidenses concluyó que la infertilidad, el cáncer y enfermedades congénitas son daños inducidos a los moradores de las zonas en que se aplica el polémico método de extracción. Sin embargo, esta no resulta la única amenaza. De acuerdo con publicaciones como Kaos en la Red, no pocos estudiosos apuntan que la operación representa la probable causa de recurrentes sismos, con la inherente destrucción. Mientras los peritos se ocupan de comprobar la hipótesis y los portadores de intereses creados a negarlas apriorísticamente, en el estado de Texas, entre los más asolados, cada vez más ciudadanos se dedican al premonitorio acto de la acusación.
"Esto es como vivir al lado de una bomba de relojería. No nos dicen cuándo comenzará el fracking, o cuáles son los procedimientos de emergencia si algo malo pasa", se queja la residente Maile Bush. Por su parte, la industria gasífera y petrolífera jura y perjura que no existen vínculos entre la extracción de recursos y los terremotos, más y más frecuentes en puntos donde no solían ocurrir antes.
¿Se vaciará Texas de habitantes? Lo único cierto es que, conforme a los sismólogos, la situación puede empeorar. Como décadas atrás, cuando los Estados Unidos emplearon bombas nucleares en los menesteres del fracking, hoy, según un informe presentado en la reunión anual de la Unión Geofísica de ese país por Leonid Germanovich, físico e ingeniero civil y ambiental del Instituto de Tecnología de Georgia, los residuos nucleares líquidos podrían usarse como fluido de fractura, en lugar de agua.
No en balde los ecologistas temen el “eterno retorno”. Y casi convulsionan ante una propaganda que subraya, junto con otras aseveraciones, que en los primeros experimentos de este tipo, efectuados a mediados del siglo pasado, a cargo de la Comisión de Energía Atómica y la Oficina de Minas, bajo el nombre de Proyecto Plowshare, se realizaron dos aplicaciones de los explosivos nucleares: en excavación a gran escala y en canteras; la energía de las bombas enterradas a gran profundidad aumentó la permeabilidad, porosidad de la roca y su posterior fracturación, y el éxito de los ensayos en 1967 condujo a otros, en total 27 experimentos y 35 estallidos, en sitios como Nuevo México, Nevada y Colorado.
Si a la sazón las investigaciones se detuvieron ante la opinión pública, las preocupaciones ambientales y el desarrollo exitoso de la hidrofracturación, en la actualidad planea sobre los ánimos una sombra lúgubre, algo así como la preparación artillera de la invasión por venir: el anuncio a voces de que las autoridades responsables de vigilar las áreas donde se llevaron a cabo las experiencias han establecido que los residuos atómicos calaron en el manto subterráneo, lo cual implica que teóricamente nunca regresarán a la superficie ni contaminarán el manto freático. Ello hace prever, comenta Prensa Latina, que se popularizarán en un futuro cercano, gracias a los problemas ecológicos que entraña la hidrofracturación; entre ellos, como denuncia el colega mexicano Alfredo Jalife-Rahme, su práctica en regiones con elevado o extremadamente alto estrés acuífero, lo que pone en entredicho la cacareada buena fe de las petroleras, a las que no les importa un comino mantener sedientas a las poblaciones. Ganancias obligan.
Pero la razón instrumental, cortoplacista, la sinrazón, desborda las fronteras de Norteamérica. En el Reino Unido, el Gobierno de David Cameron ha proclamado la concesión de un centenar de nuevas licencias para perforar mediante el fracking. Y la Unión Europea, luego de algunas bravatas, quizás fintas, se ha circunscrito a cursar recomendaciones a los Estados miembros. El texto aprobado por el Ejecutivo apenas llama la atención acerca de principios tan abstractos como “planear los desarrollos y evaluar los posibles efectos antes de conceder las licencias”, “evaluar cuidadosamente el impacto medioambiental y los riesgos”, o “comprobar la calidad del agua, aire y suelo antes de empezar las operaciones”. Generalidades que, convergen observadores, esconden la renuencia a regular una práctica provocadora de profundas divisiones: Francia y Bulgaria la prohíben; el Reino Unido y Polonia son sus más fervientes defensores.
¿Quién triunfará a la postre? Ojalá que la vida plena. Aunque, como considera Michael T. Klare, no va a devenir muy satisfactoria en la Tercera Era del Carbono. “A menos que se produzcan cambios inesperados en las políticas y conductas globales, el mundo va a depender cada vez más de la explotación de energías no convencionales. Esto, a su vez, implica el incremento de la acumulación de gases invernadero y muy pocas posibilidades de evitar el comienzo de catastróficos efectos climáticos […] Tendremos que experimentar el malestar y el sufrimiento que acompañan al calentamiento del planeta, la escasez de los disputados suministros de agua en muchas regiones y el destripamiento del paisaje natural”.
¿Qué puede hacerse para acortar el período y evitar lo peor de sus consecuencias? Para el entendido, exigir mayores inversiones en energías renovables, así como impulsar la divulgación de las peculiaridades y las amenazas de la no convencional y “demonizar” a quienes apuestan por invertir en esos combustibles y no en los alternativos. Propuestas con las que coincidimos, sin olvidar una divisa: (eco)socialismo o barbarie. Y con la divisa, el develamiento de verdades cuya comprensión al menos evitaría a algunos el entumecimiento de las manos y ciertas veleidades.
Imagenes: http://crashoil.blogspot.com.ar - gasland