La trampa del lujo
Antonio Caro - Diagonal
Spots televisivos, revistas de papel cuché, suplementos dominicales y soportes de publicidad exterior no cesan de ponerlos al alcance de nuestros ojos y, por tanto, de nuestro deseo: productos de lujo que se nos ofrecen tentadores a nuestra mirada con toda su carga de seducción a cuestas: perfumes, coches de alta gama, tratamientos de belleza, vestidos y trajes de las firmas más cotizadas del mundo... Con la particularidad de que la inmensa mayoría de esos productos no están al alcance de nuestro poder adquisitivo.
¿Cuál es, entonces, el objetivo de esa exhibición pública que podemos calificar de obscena? ¿Por qué la publicidad de tales productos de lujo no está recluida en los circuitos solo accesibles a las élites a las que están naturalmente destinados, de manera que no contamine la escena pública; con lo cual, por lo demás, su rentabilidad publicitaria se multiplicaría por muchos enteros? Hay dos explicaciones al efecto.
La primera es de índole pragmática y corresponde a las estrategias de marketing que desarrollan la gran mayoría de los fabricantes de tales productos elitistas. Nuestro poder adquisitivo no alcanza con toda probabilidad para adquirir un Mercedes clase S, un bolso de Loewe o bien para embutir nuestro esqueleto en un arquetípico traje de Armani o una creación de alta costura de Dior. Pero tal vez con un poco de suerte sí llegue para comprarnos un Smart –que, a fin de cuentas, es igualmente un producto de la empresa alemana–, para regalar a nuestra pareja con motivo de una ocasión especial una fragancia, un desodorante o un after shave de Loewe o bien para permitirnos de cuando en cuando una fruslería de Armani o un lápiz labial de Dior. Productos estos que corresponden a lo que los expertos llaman «políticas de extensión de marca» y que, al margen de aumentar su rentabilidad y su presencia en el mercado, cumplen la función de hacernos participar, de manera si se quiere vicaria, en el imaginario de la marca de lujo, sintiéndonos en cierta medida, en lo más secreto de nuestro subconsciente, parte de esa minoría privilegiada que sí posee un Mercedes clase S, un bolso de Loewe, uno o varios trajes de Armani y hasta un modelo alta costura de Dior.
La segunda es de carácter más sutil. ¿Por qué las marcas de lujo exhiben sus creaciones ante un público masivo que no dispone ni remotamente de los medios para ser miembros de su «público objetivo»? La razón profunda es la siguiente: están marcando el horizonte de nuestros deseos y de nuestras aspiraciones. No nos sentimos en absoluto formando parte de esa minoría exquisita y refinada que a la que se destinan por definición tales productos de lujo, pero sí podemos aspirar a ser miembros de la misma. Y puesto que la publicidad nos pone tales productos al alcance de nuestra mirada deseante, tendemos a vivir la ilusión de que ya estamos integrados en ella. Es de este modo como la publicidad en general, y la publicidad de productos de lujo en particular, cumple uno de sus objetivos más perversos y, por lo demás, menos conocidos: encauzar nuestras expectativas individuales y sociales en el sentido que marcan las exiguas minorías que nos gobiernan. Y con ello, contribuir a preservar el orden establecido.
El mecanismo es tan sutil como difícil de desentrañar. La exposición pública de los productos de lujo a través de la publicidad cumple, por así decir, una función delegada. En la medida que el ciudadano de a pie se deja llevar por el embrujo o la seducción que aquéllos provocan, se va adhiriendo sin saberlo al orden social que existe en su base. Incluso cabría decir que los elementos de que el marketing se vale para producir tal embrujo –desde la sofisticación del envase de un perfume hasta la belleza etérea de la modelo que lo anuncia– persiguen como objetivo último obtener dicha adhesión. Y de este modo empieza a entenderse el papel institucional que, en detrimento de otras instituciones históricas, cumple hoy en día la publicidad. Y de este modo tal vez resulte comprensible que, en una nación como la nuestra con una cuarta parte de su población en paro, aún no se haya producido una explosión social.
Y porque la exhibición publicitaria del lujo en los medios masivos no es finalmente otra cosa que una trampa, ello no es incompatible con que el lujo “de verdad” resulte por definición inalcanzable para las grandes mayorías. Esto es lo que venía a proclamar un reciente titular del suplemento dedicado a la moda del autodenominado “periódico global” en español: «Hiperlujo contra lujo democrático: la élite reclama un giro a lo ultraexclusivo para distinguirse de las masas».
Hasta aquí, amigo Sancho, hemos llegado. Una cosa es que la exhibición publicitaria de los objetos de lujo cumpla el papel institucional y socialmente integrador que aquí hemos comentado. Otra cosa muy distinta es que las “masas” se tomen en serio esa exhibición y aspiren, nada menos, que a disputarnos nuestros Mercedes serie S, nuestros bolsos de Loewe y nuestros trajes de Armani.
Spots televisivos, revistas de papel cuché, suplementos dominicales y soportes de publicidad exterior no cesan de ponerlos al alcance de nuestros ojos y, por tanto, de nuestro deseo: productos de lujo que se nos ofrecen tentadores a nuestra mirada con toda su carga de seducción a cuestas: perfumes, coches de alta gama, tratamientos de belleza, vestidos y trajes de las firmas más cotizadas del mundo... Con la particularidad de que la inmensa mayoría de esos productos no están al alcance de nuestro poder adquisitivo.
¿Cuál es, entonces, el objetivo de esa exhibición pública que podemos calificar de obscena? ¿Por qué la publicidad de tales productos de lujo no está recluida en los circuitos solo accesibles a las élites a las que están naturalmente destinados, de manera que no contamine la escena pública; con lo cual, por lo demás, su rentabilidad publicitaria se multiplicaría por muchos enteros? Hay dos explicaciones al efecto.
La primera es de índole pragmática y corresponde a las estrategias de marketing que desarrollan la gran mayoría de los fabricantes de tales productos elitistas. Nuestro poder adquisitivo no alcanza con toda probabilidad para adquirir un Mercedes clase S, un bolso de Loewe o bien para embutir nuestro esqueleto en un arquetípico traje de Armani o una creación de alta costura de Dior. Pero tal vez con un poco de suerte sí llegue para comprarnos un Smart –que, a fin de cuentas, es igualmente un producto de la empresa alemana–, para regalar a nuestra pareja con motivo de una ocasión especial una fragancia, un desodorante o un after shave de Loewe o bien para permitirnos de cuando en cuando una fruslería de Armani o un lápiz labial de Dior. Productos estos que corresponden a lo que los expertos llaman «políticas de extensión de marca» y que, al margen de aumentar su rentabilidad y su presencia en el mercado, cumplen la función de hacernos participar, de manera si se quiere vicaria, en el imaginario de la marca de lujo, sintiéndonos en cierta medida, en lo más secreto de nuestro subconsciente, parte de esa minoría privilegiada que sí posee un Mercedes clase S, un bolso de Loewe, uno o varios trajes de Armani y hasta un modelo alta costura de Dior.
La segunda es de carácter más sutil. ¿Por qué las marcas de lujo exhiben sus creaciones ante un público masivo que no dispone ni remotamente de los medios para ser miembros de su «público objetivo»? La razón profunda es la siguiente: están marcando el horizonte de nuestros deseos y de nuestras aspiraciones. No nos sentimos en absoluto formando parte de esa minoría exquisita y refinada que a la que se destinan por definición tales productos de lujo, pero sí podemos aspirar a ser miembros de la misma. Y puesto que la publicidad nos pone tales productos al alcance de nuestra mirada deseante, tendemos a vivir la ilusión de que ya estamos integrados en ella. Es de este modo como la publicidad en general, y la publicidad de productos de lujo en particular, cumple uno de sus objetivos más perversos y, por lo demás, menos conocidos: encauzar nuestras expectativas individuales y sociales en el sentido que marcan las exiguas minorías que nos gobiernan. Y con ello, contribuir a preservar el orden establecido.
El mecanismo es tan sutil como difícil de desentrañar. La exposición pública de los productos de lujo a través de la publicidad cumple, por así decir, una función delegada. En la medida que el ciudadano de a pie se deja llevar por el embrujo o la seducción que aquéllos provocan, se va adhiriendo sin saberlo al orden social que existe en su base. Incluso cabría decir que los elementos de que el marketing se vale para producir tal embrujo –desde la sofisticación del envase de un perfume hasta la belleza etérea de la modelo que lo anuncia– persiguen como objetivo último obtener dicha adhesión. Y de este modo empieza a entenderse el papel institucional que, en detrimento de otras instituciones históricas, cumple hoy en día la publicidad. Y de este modo tal vez resulte comprensible que, en una nación como la nuestra con una cuarta parte de su población en paro, aún no se haya producido una explosión social.
Y porque la exhibición publicitaria del lujo en los medios masivos no es finalmente otra cosa que una trampa, ello no es incompatible con que el lujo “de verdad” resulte por definición inalcanzable para las grandes mayorías. Esto es lo que venía a proclamar un reciente titular del suplemento dedicado a la moda del autodenominado “periódico global” en español: «Hiperlujo contra lujo democrático: la élite reclama un giro a lo ultraexclusivo para distinguirse de las masas».
Hasta aquí, amigo Sancho, hemos llegado. Una cosa es que la exhibición publicitaria de los objetos de lujo cumpla el papel institucional y socialmente integrador que aquí hemos comentado. Otra cosa muy distinta es que las “masas” se tomen en serio esa exhibición y aspiren, nada menos, que a disputarnos nuestros Mercedes serie S, nuestros bolsos de Loewe y nuestros trajes de Armani.