La distopía no es un género literario

He estado en una ciudad donde hace falta tener tarjeta de banco para acceder a la estación de trenes. Todas las paredes del edificio son de cristal, en la entrada hay puertas con torniquetes metálicos que solo se abren cuando pasas tu tarjeta por un lector. Si tienes billete de tren, no te cobran; si no tienes y permaneces más de una hora en el interior de la estación son cuarenta euros por día. Al salir, también hay que pasar la tarjeta. En el exterior, hay un parquin de coches, motos y bicicletas y un punto específico para dejar y recoger a pasajeros (“Kiss & Ride”). El tiempo máximo permitido en esa zona es de dos minutos.

Isabel Gamero

Todo se hace con aplicaciones del móvil, desde comprar billetes hasta pedir comida en los restaurantes de la estación. No hay taquillas, solo un par de máquinas junto a la entrada, unas venden billetes de tren, otras sándwiches y bebidas para llevar. Un par de personas esperan su turno, móvil en mano, en las segundas. Casi nadie usa las primeras, porque si instalas la aplicación de la compañía de trenes, consigues billetes personalizados y con descuento. Varios QRs pegados en las máquinas de venta te recomiendan esa opción, aunque estés de paso.
Y ni siquiera es necesario tener una tarjeta bancaria física, basta con tenerla en el móvil, en la aplicación del banco. No hay guardias y no se ven muchas cámaras de seguridad, no hay nadie que pida documentación para entrar a la estación o al tren, no parece ser necesario, lo saben todo con tus movimientos bancarios.
Hay grandes carteles por todos lados donde te hacen responsable de tener el móvil bien cargado y aconsejan llevar una batería externa para evitar percances. Si tu móvil se apagara, no podrías hacer prácticamente nada, ni siquiera salir de la estación, aunque el contador de las horas que pasas allí dentro seguiría activo. Hay un número de whatssap al que puedes escribir para comunicar incidencias, pero no tienes móvil, nadie te mira, ¿quién te iba a dejar el suyo?
El dinero en metálico no sirve ni para ir al baño. En la entrada de los aseos hay otro lector de tarjetas (90 céntimos de euro el acceso). Allí me encuentro al primer ser humano que trabaja en la estación. En realidad, es una humana que limpia los váteres después de cada uso. Puedes escanear un QR en la puerta de la salida del baño y rellenar una encuesta para evaluar su rendimiento.
En el exterior, al otro lado del cristal, seis grados y noche cerrada a las cuatro de la tarde, se encuentran los sin-tarjeta. Se resguardan en capas y capas de abrigo, gorros, guantes y mantas, sentados o tumbados sobre cartones y bolsas de basura. Algunos rebuscan en contenedores de los restaurantes, otros miran al interior. Casi parecen espectadores de una película. El cristal de las paredes de la estación es una pantalla donde pueden ver cómo pasajeros avanzan por los pasillos, con auriculares inalámbricos, arrastrando sus maletas con ruedas, sin dejar de mirar el móvil.
Si los pasajeros giraran la cabeza para mirar hacia fuera sería tan raro como si el protagonista de una película pudiera ver al espectador que lo mira desde el otro lado de la pantalla. Los sin-tarjeta son espectadores invisibles de una película muda. En la estación casi nadie habla y no hay avisos de megafonía. Toda la información de los viajes aparece, casi al segundo, en la pantalla de tu móvil, gracias a la aplicación del móvil.
Nadie deja de mirar el móvil ni un solo segundo. Habrá quien lea las noticias o mire el pronóstico del tiempo, habrá quien vea el último capítulo de la serie de moda o navegue en redes sociales mientras escucha música elegida por el algoritmo, habrá quien esté pensando salir de X para no seguir fomentando el odio y la desinformación, pero ¿qué mas da? La verdadera distopía está ahí, dentro de ese cubículo de cristal y nadie, excepto quizá los sin-tarjeta, parece notarlo. La distopía ya no es un género literario.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/opinion/distopia-no-es-un-genero-literario  - Imagen de portada: Estación Rotterdam

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