Costa Rica: Silvia Rodríguez-Cervantes fue guardiana de la vida

La vida se abrió paso y germinó en un huerto de semillas que Silvia colectó, germinó y resguardó con esmero. Cuidó esas semillas de conocimiento para que personas que nunca la conocieron pudieran cosecharlas, mejorarlas, traficarlas o compartirlas con otras que tampoco conocerán. En ello está la bondad de la vida y la razón para defenderla: en esa cadena interminable de ciclos que nos conecta con personas y experiencias invisibles pero vitales; en la certeza de que no todo está escrito o determinado, y de que la incertidumbre -cuando se trabaja por la naturaleza y el bien común- se llena de caminos y tramas posibles.

Por Mauricio Álvarez Mora

En los enigmas de perecer, perder y luchar por causas que parecen interminables, uno descubre que la vida al servicio de la justicia socioambiental tiene dolores y pesos, pero todo resulta más liviano cuando se recibe el amor de la vida. Eso fue lo que sentí en el entierro de Silvia: la dicha y la serenidad que deja una vida íntegra, consecuente, respetada y querida; una vida vivida con coherencia entre lo que se piensa, se dice y se hace.
No recuerdo el momento exacto en que la conocí, pero sí los muchos años, luchas e instantes que la vida nos regaló para intentar hacer de este planeta un lugar mejor. Las maestras y maestros que uno ha elegido en el camino, como Silvia, son personas excepcionales: nos obligan a dar la talla, a exigirnos más, y con su ejemplo sencillo nos inspiran y alimentan. Su partida nos deja un profundo sentimiento de orfandad y naufragio.
Silvia reunía cualidades y capacidades que hoy son cada vez más escasas, casi en peligro de extinción. Tenía la valiosa habilidad de hacer academia conectada con la realidad social, con las personas que transforman y se mantienen en movimiento. Esa capacidad le otorgaba una sabiduría profunda: la de leer el momento histórico, dialogar y aprender de la gente y de la naturaleza. Pero, sobre todo, comprendía que lo verdaderamente importante es comprometerse con aquello que se conoce y se entiende, estar dispuesta a poner el cuerpo y caminar colectivamente.
En las discusiones y resistencias contra el TLC, contra UPOV, contra la privatización de las semillas y en la defensa del conocimiento tradicional, Silvia fue una milpa en flor y fértil. Hubo derrotas tristes, sí, pero también pequeñas victorias que celebramos con humanidad, lágrimas, enojos y alegría compartida. En la lucha contra el TLC con Estados Unidos recuerdo su voz clara y argumentada, iluminando debates en escuelas, foros y asambleas. Explicaba con paciencia y rigor lo que significaba patentar la vida: que una semilla milenaria, moldeada por el diálogo entre la naturaleza y las manos indígenas o campesinas durante miles de años, pudiera ser apropiada por una empresa con una mínima modificación. Como ella decía: “la semilla es herencia colectiva, no propiedad privada.”
Silvia dedicó su vida intelectual y su acción a desentrañar las tramas, muchas veces invisibles, que contraponen biodiversidad, poder, corporaciones y saberes de comunidades indígenas y campesinas. Señaló sin descanso las contradicciones del mantra de la “Costa Rica verde”. Desde sus primeros trabajos sobre las áreas silvestres protegidas hasta sus críticas contundentes a los contratos de bioprospección, al modelo del INBIO y a los regímenes de propiedad intelectual sobre la vida, mantuvo una coherencia ética y teórica poco frecuente: la defensa de la soberanía biológica, la justicia ecológica y el derecho de los pueblos a decidir.
Sus escritos y acciones recordaron siempre que no basta con “proteger la naturaleza”: también hay que proteger a quienes viven con ella, la conocen y la reproducen. Como parte de una generación de académicos-activistas que respondió a su momento histórico, Silvia analizó cómo los tratados internacionales funcionan como camisas de fuerza para los pueblos indígenas y campesinos, legitimando intereses corporativos más que redistribuyendo beneficios.

Fue consecuente y generosa con su saber: aprendió de la naturaleza y de los pueblos que las semillas, los conocimientos y los derechos comunitarios no pueden reducirse a mercancías. Compartir lo que se sabe, lo que se intuye y lo que se sueña no es una obligación: es, simplemente, ser humano con el instinto natural de amar despierto.
En ese vital cruce entre ciencia, ética y resistencia florecieron su pensamiento y su acción. No se limitó a investigar o escribir: compartió. Y en ese acto de compartir cultivó una forma de transformar el mundo que incomodaba al poder, a los gobiernos y a las industrias empeñadas en convertir la vida en mercancía. Su cuestionamiento al modelo de privatización de la biodiversidad en nuestro país, modelo que se intentó exportar a otras regiones megadiversas, le valió persecución y acoso por parte de sectores poderosos.
Fue parte fundamental de la Red de Coordinación en Biodiversidad, donde logró articular aportes y resistencias clave para impulsar y defender una Ley de Biodiversidad que reconociera derechos importantes para las comunidades indígenas, campesinas y ecologistas. Su compromiso y legitimidad contribuyeron también a la articulación de luchas contra la incineración de residuos y al fortalecimiento del Movimiento Hacia Basura Cero, además de aportar activamente en su comunidad a través del Movimiento Avance Santo Domingo (MAS).
Con su trabajo se convirtió en una de las principales voces de América Latina contra la privatización de las semillas. Desde GRAIN, la organización internacional de la que formó parte, recorrió el continente y el mundo denunciando las trampas de la UPOV, los embates de la OMC y los TLC, y defendiendo la soberanía de los pueblos sobre su diversidad biológica.
Silvia Rodríguez-Cervantes no solo fue profesora emérita de la Universidad Nacional en la Escuela de Ciencias Ambientales: también fue licenciada en Trabajo Social por la Universidad Autónoma de México, obtuvo una maestría en Sociología Rural (UCR/CLACSO) y un doctorado en Estudios del Desarrollo en la University of Wisconsin, Madison.
En una entrevista reciente,  publicada en la serie Trayectorias de Vida de la Revista Rupturas (CICDE-UNED), realizada por el Dr. Luis Paulino Vargas, dejó un testimonio lúcido de su vida y aportes. Nació en Zacatecas, México, en una zona minera donde conoció desde niña la depredación del ambiente, pero también la justicia y el servicio social. Hija de un médico y de una madre que sacó adelante a cinco hijas en tiempos difíciles, creció en el México convulso de los años sesenta: el movimiento estudiantil del 68, la represión en Tlatelolco y el despertar de las ideas críticas. Allí estudió Trabajo Social como una opción de vida: trabajar con la gente, combatir las injusticias y transformar la sociedad.
Costa Rica apareció en su vida como un flechazo. Llegó por primera vez en 1974, y el país la adoptó tanto como ella a él. Muy pronto, la Universidad Nacional le abrió un espacio donde pudo desplegar su pensamiento y su vocación.
Pero más allá de la académica y la activista, está la mujer. Quienes la conocimos, aunque fuera tangencialmente, damos fe de su dulzura, su alegría, su ética, su capacidad de escuchar y de aprender de cada encuentro, de cada derrota y de cada victoria.
Silvia Rodríguez fue, en esencia, una sembradora de conciencia y una guardiana de la vida: una mujer que abrió caminos, sostuvo la esperanza y nos recordó siempre que la vida, como las semillas, se cuida, se comparte y se defiende.
Compañera Silvia, donde estés, que sigas estudiando y compartiendo semillas y saberes de asteroides, meteoritos, estrellas, lunas, planetas y galaxias.

Fuente: Semanario Universidad

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