“Tenemos que dejar de juzgar a la juventud”

La vida es como es y no como debería ser. Para corregir eso se inventó Hollywood, una fábrica de sueños en la que los protagonistas siempre tienen finales felices para sus aventuras y ante los que se abre un futuro luminoso. El cine americano corregía así una larguísima tradición narrativa de niños desobedientes perdidos por el bosque y devorados por los ogros. Pero la Europa gris corroída por los nacionalismos, las guerras y los banqueros siguió ahí, proponiendo otro cine, retratando la vida no como debería ser sino (tristemente) como es.
 
Manuel Ligero
 
Laurent Cantet es europeo, como Roberto Rossellini o Ken Loach. También le interesan los temas sociales y, como ellos, trabaja a menudo con actores no profesionales. Y tiene, además, una larga experiencia a la hora de hablar de niños perdidos. 
Pensemos por ejemplo en Souleymane, el chico maliense que se sentaba en la última fila en La clase (2008), la película más celebrada de Cantet. En un film norteamericano ese chico racializado, rebelde, maleducado e indomable hubiera tenido una habilidad especial con la que redimirse (en la película, de hecho, demuestra interés y un incipiente talento para tomar fotografías). Y finalmente, gracias a esa habilidad, hubiera sido aceptado por la sociedad blanca. Es, de hecho, lo que los espectadores estábamos deseando ver en La clase. Pero la vida no funciona así, y el cine de Cantet tampoco.
El director francés estrena ahora El taller de escritura, una cinta en la que que retoma el camino de La clase. Aquí los adolescentes se reúnen en torno a una autora de éxito como parte de un proyecto de integración. Compartirán juntos varias semanas con el objetivo de escribir una novela que transcurra en su ciudad, La Ciotat, una localidad a 30 kilómetros de Marsella que fue duramente golpeada por la reconversión industrial y el cierre del astillero en la década de 1980. Los diferentes sexos, razas y orígenes culturales de estos jóvenes harán que la convivencia no sea fácil. Cantet centra su relato en Antoine, un chaval blanco, de clase media-baja y sin figuras adultas de referencia que empieza a coquetear peligrosamente con la ultraderecha.
A través de sus películas, ha demostrado que siente un gran respeto por lo que en España llamamos, usando una expresión horrible, “la edad del pavo”. ¿Por qué esta edad es tan importante para usted?
Porque es el momento en el que todo es posible. Y también porque su contemplación es apasionante. Pero, sobre todo, por eso precisamente de “la edad del pavo”. Es una edad muy estigmatizada. Son unos bestias, son idiotas, no leen… Todo eso. Para mí es importante mirar a los jóvenes de una manera diferente a la que son juzgados. Son ellos los que van a construir el mundo del futuro, son ellos los que van a tomar el relevo, por eso hay que intentar comprenderlos. ¿Cómo ven ellos el mundo? Hay que interesarse por eso para saber hacia dónde vamos.
Fotograma de ‘El taller de escritura’.
 
Cuando vemos La clase o El taller de escritura tenemos la impresión de que a esos chicos les falta una figura adulta, cariñosa y responsable cerca de ellos. Pero también vemos cómo los adultos aprenden cosas de estos chicos. ¿Qué ha aprendido usted de ellos?
Aprendo a mirar mejor. A escucharlos un poco más. También aprendo a entender el mundo a través de instrumentos que ellos manejan mejor que yo, como las nuevas tecnologías, el smartphone, Internet, los videojuegos, los mensajes de 140 caracteres… La cultura que yo tenía a su edad era más literaria y más cinematográfica. Ellos tienen otra cultura que yo no quiero juzgar pero que sí me interesa.
Hay un terreno de juego cultural que comparten los adultos y los jóvenes en sus películas: la conversación. La conversación preside Regreso a Ítaca (2014), en la que los viejos camaradas hablan de sus sueños perdidos, pero también La clase y El taller de escritura.
 
Adoro filmar la palabra. La energía con la que estos jóvenes defienden sus opiniones es muy significativa. La sociedad se construye también a través de las dificultades que tenemos para aceptar otros puntos de vista. Todo este proceso de confrontación a veces es fastidioso, incluso un poco violento. Pero a mí me apasiona conversar, adoro escuchar hablar a los demás, porque eso refleja nuestra complejidad a la hora de entender el mundo.
Supongo que eso dificultará mucho el proceso de escritura, porque en las conversaciones de sus películas los actores improvisan mucho.
En La clase me arriesgué a improvisar en el mismo plató de rodaje. Los chavales no habían leído el guion y nosotros les seguíamos sin saber a veces adónde iban a llegar. Pero en El taller de escritura, el proceso fue diferente. Robin Campillo [su coguionista habitual y director de 120 pulsaciones por minuto, una de las mejores películas de 2017] y yo escribimos un guion casi cerrado, muy preciso. Pero para mí ese guion es solo una primera etapa. Las escenas se van construyendo en realidad durante los ensayos. Nos reunimos varias semanas antes del rodaje y lo ensayamos todo. Y a veces los chicos y yo hablábamos durante tres horas sobre el tema de una determinada escena. Después, con lo que recordaba de esas conversaciones, reescribí lo que dijeron y cómo lo dijeron. Todo eso, a través de lo que ellos aportaban, fue transformando poco a poco la historia.
¿Por eso le gusta tanto trabajar con actores no profesionales?
 
Bueno, es mi manera de verificar las hipótesis que hago a la hora de escribir.
Rossellini decía que trabajaba siempre con actores no profesionales para no malgastar energía discutiendo con ellos. ¿Usted también lo hace por eso?
[Risas] ¡Pero él trabajaba también con actores profesionales!
Sí, con Anna Magnani o Ingrid Bergman, pero solo para el papel principal, como ha hecho usted con Marina Foïs, la profesora de El taller de escritura.
La verdad es que yo no suelo discutir mucho con los actores. Sí hablo de todo lo que rodea al rodaje. Hablo del guion, hablo con los técnicos, pero no me gusta estar encima de los actores. Les dejo mucha libertad. Me gustan las reacciones que salen naturalmente de ellos. A veces creo que son mucho más ricas de lo que yo había imaginado. Pero, ojo, cuando se trata de actores no profesionales tampoco estoy buscando una mirada documental. Se trata siempre de un personaje que yo fabrico a partir de una forma de ser, de hablar o de comportarse. Además, creo que los actores están protegidos por el personaje. Saben que yo no los filmo a ellos sino a su personaje.
Pero sí les dará muchas indicaciones.
 
No todo el rato. Por ejemplo, con Matthieu Lucci, el chico que interpreta a Antoine [el joven que se siente atraído por la violencia ultra], tengo la impresión de haber hablado muy poco. De hecho, fue él el que me dio la clave de su personaje a mí. Durante los ensayos me dijo: ‘Este tío es un gilipollas. Pero creo que me gusta cada vez más. Y eso me hace sentir culpable’. Eso habla de la inteligencia y del instinto de estos chicos y de cómo saben sacar toda la complejidad que esconde su personaje. A partir de ese momento, ya no había nada más que decirle. Lo había comprendido todo.
La fuerza que despliega Matthieu en su interpretación es formidable. ¿Cree que acabará dedicándose a esto?
Sí. De hecho ya está dando clases para ser actor. Me dijo que lo pasó muy bien durante el rodaje y no tengo dudas de que volverá a trabajar en el cine pronto. En La clase también hubo dos o tres chicos que continuaron haciendo películas y otros que se mostraron muy interesados en lo que ocurría detrás de la cámara y se han convertido en técnicos de cine. Es normal. Cuando te sometes a una experiencia así, el virus se transmite muy fácilmente.
Volviendo al tema central de la película, ¿cuál cree usted que es la mejor manera de alejar a los jóvenes del radicalismo, ya sea éste político o religioso?
 
Los chicos como Antoine existen, desgraciadamente, lo mismo que hay otros que se radicalizan a través del yihadismo. ¿Por qué? Porque dentro de ellos, de uno y de otro, hay mucho desprecio. Si no tienen perspectivas, si no tienen esperanzas, buscarán a personas que les ofrezcan soluciones simples y fáciles de comprender. Y hay que tener mucho cuidado con eso.
¿Y ese es un problema de la sociedad, de los padres, de los profesores…?
Creo que es un problema que atañe a todos los adultos. Tenemos que dejar de juzgarlos continuamente y darles confianza para que se desarrollen. Y al margen de esto, también hay factores que podríamos llamar de ‘sociourbanismo’. Hemos creado guetos y esos guetos se vuelven problemáticos, claro. El agrupamiento étnico y religioso se impone al pluralismo. La cuestión de la identidad se vuelve muy importante para los jóvenes. Y la buscan. Las causas, por tanto, son múltiples.
Malika, una de las chicas de El taller de escritura, habla con gran admiración de la lucha obrera de su abuelo en el astillero. ¿Cómo era Laurent Cantet de adolescente? ¿También estaba interesado por la política?
No por la militancia pero sí estaba interesado por intentar comprender las cosas, por debatir… Y cuando hago una película es lo mismo. Trato de compartir mis interrogantes con el público. No tengo muchas respuestas que dar. Si tuviera la respuesta para estas preguntas sería un político, no un cineasta. Me hago preguntas y las comparto con la esperanza de que hagan pensar. Así es como hago mi cine y creo que ya era un poco así de joven.
Pero esa es una postura muy adulta y muy responsable. ¿Ya era así de adolescente?
Tengo la impresión de haber sido siempre un poco demasiado serio. No necesariamente maduro, eh, pero tampoco muy dado a la ligereza y la informalidad.
Robert Guédiguian habla a menudo del compromiso político como una especie de “herencia familiar”. ¿Usted también lo vivió así?
 
Sí. Mis padres tenían una fuerte conciencia política. En mi casa siempre hubo debates de ese estilo. Eran profesores y estaban muy identificados con su trabajo, muy comprometidos con el papel de la enseñanza en la sociedad. Para ellos era una cuestión moral, pero estaban más próximos al humanismo que a una determinada militancia política.
Así que fueron ellos los que, de alguna manera, propiciaron que usted trate la juventud en sus películas como un material precioso, ¿no? Esos chicos tienen muchas capacidades pero también son muy delicados. Todo su potencial puede estropearse fácilmente. El personaje de Antoine, por ejemplo, es muy talentoso pero un acceso de ira puede arruinar toda su vida en un instante. ¿Esta cercanía con la tragedia es el verdadero problema del adolescente?
Claro, pero es que ser adolescente es vivir esos sentimientos y ese tipo de experiencias. Es darse contra un muro y luego darse contra otro hasta darse cuenta, finalmente, de que el camino es bastante más sinuoso de lo que se pensaba en un principio. Esa fragilidad, que paradójicamente podría entenderse también como una fuerza, la comparten con los niños: lloran por algo hasta que pasan esa crisis y se dirigen tranquilamente hacia la siguiente crisis. Y a la siguiente. Y a la siguiente. Y tienen otra cosa paradójica: la ligereza con la que afrontan ciertos aspectos de la vida, esa indiferencia reivindicada casi como un modo de vida, y al mismo tiempo la gravedad de todo lo que se juegan en ese periodo. Tengo la impresión de que la exhibición de esa ligereza es el medio por el cual soportan la complejidad de lo que están viviendo. Y que sin esa ligereza no podrían resistir. Eso también me interesa mucho de ellos y es lo que quiero mostrar en mis películas.

Fuente: https://www.lamarea.com/2018/05/18/la-marea-laurent-cantet-tenemos-que-dejar-de-juzgar-a-la-juventud/

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