En España se desperdician al año casi 8 millones de toneladas de comida. Vivir con menos no es pecado




En España se desperdician al año casi 8 millones de toneladas de comida, según un informe del Parlamento de la Unión Europea. Para facilitar la digestión a los lectores de periódicos o a los telespectadores, algunos medios de comunicación dividen esa cifra entre el número de habitantes para calcular los 179 kilos de comida que tira “en promedio” cada español.
Además de confuso, esto puede resultar un insulto para quienes han vivido en sus carnes un despido, el desempleo de familiares, recortes en sus pensiones o rebajas de sus sueldos y de su poder adquisitivo. Las toneladas que se desperdician indican un nivel de consumo desorbitado, mientras se asiste a manifestaciones de la crisis que resultan sobrecogedoras.
Mientras algunas personas y empresas desperdician cientos de kilos de comida al año, cada vez más personas pueden completar sólo una o dos comidas cada día. Los “consumidores” han empezado a cambiar sus hábitos para adaptarse a una nueva realidad y ahorrar hasta el último céntimo para llegar a fin de mes. No sólo las familias en riesgo de exclusión por tener a varios de sus miembros sin empleo, sino también muchos que ven peligrar sus puestos de trabajo. Han aumentado los precios de la luz, del agua, del gas, del transporte público y de la cesta básica a la vez que se congelan los sueldos, se suben los impuestos y se accede con mayor dificultad al crédito para sostener el modelo de consumo que durante décadas se ha tenido por sagrado: cuanto más, mejor.
La gente ha transformado su dieta: el pollo sustituye las carnes rojas y los pescados; se reducen las conservas y se recurre a productos frescos de la temporada a precios más asequibles y en menores cantidades para evitar los desperdicios y para ahorrar dinero. Los cambios en los hábitos se notan en la disminución del consumo de productos tan “básicos” como la Coca Cola, que en países como España ha registrado caídas en sus ventas. Influye que la gente sale menos a los bares y que consumen menos copas. En lugar de los bares y restaurantes, los amigos prefieren comprar lo necesario para preparar la comida y las bebidas y reunirse en las casas. A veces descubren que se puede hablar mejor sin el ruido, y sin el olor en los bares que antes camuflaba el humo del cigarro, prohibido ahora por ley.
En lugar de pagar un menú a la hora de la comida en días de trabajo, hay personas que llevan comida desde su casa en tupperwares, o un sándwich, o un bocadillo envuelto en papel aluminio que utilizan más veces. Al cabo de semanas y meses, se nota el ahorro de un dinero que se puede destinar a necesidades de transporte o de vestimenta, donde también se notan algunos cambios.
Con la crisis, el coche se ha convertido para muchos en un lujo cuando se llegó a considerar un bien de primera necesidad. Muchas personas recurren al transporte público para desplazarse a zonas del centro de la ciudad y se ahorran el gasto de llenar el depósito con una gasolina a precios que no tienen techo porque los determina “el mercado”. Las distancias cortas se caminan. Mucha gente va en bicicleta. Se ahorra también el gasto en estacionamientos y el tiempo que se pierde en encontrarle sitio al coche.
También ha cambiado la manera de viajar. Hasta el Low Cost de algunas aerolíneas ha dejado de suponer una opción para personas que pueden ahorrar cada vez menos debido a la situación. Si no se puede volar y viajar al extranjero ni irse de crucero, se puede alquilar una pequeña casa rural o junto a la playa, así como reducir la estancia.
Pero muchos economistas promueven un consumismo que, según ellos mismos, nos ha hundido. Algunos políticos culparon a los españoles de la crisis por haber “vivido como ricos”. Tratan a las personas como consumidores en lugar de cómo ciudadanos al esperar sacrificios en derechos conquistados como la salud, la educación y las pensiones, y luego animar a un aumento en el consumo. Esta falta de coherencia le resta a la ortodoxia neoliberal credibilidad ante familias que padecen los estragos de un modelo que aliena a las personas y las convierte en objetos de consumo. 
Carlos Miguélez Monroy - Periodista

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