Seremos abono, más tendrá sentido
Por Martín Caparrós
Algunos dicen que fue cocinar, otros que fue enterrar lo que hizo al hombre hombre, mujer a la mujer. Aunque enterrar es otro abuso torpe del lenguaje. Donde dice enterrar debería decir encavernar o quemar o entregar a las aguas o colgar de una rama, y deberíamos decir: que lo que terminó de hacer de aquellos monos animales diferentes fue la decisión de ocuparse de sus muertos, decidir que esos montones de materia que carroñeros comerían o el tiempo pudriría merecían un destino mejor porque había deudos o dioses o espíritus que así lo demandaban.
Los ritos funerarios cambian con los tiempos y, en cada cual, hablan de su cultura: nada más contemporáneo que el paso del cementerio urbano —donde filas y más filas de nichos se amontonan según el modelo de los edificios de viviendas – al cementerio country club –donde los muertos viven en las bucólicas parcelas de un barrio privado—. Pero las verdes praderas son, como casi todo últimamente, un privilegio: un planeta superpoblado sólo soporta tales coqueterías si las practican pocos. Lo cierto es que somos demasiados y nos morimos casi todos, así que los muertos tienen cada vez más problemas para encontrar su lugar en el mundo.
La cremación es, hoy, la solución favorecida: convertir al abuelo en una cajita de cenizas que queda tan emotiva en el estante de la sala, a la izquierda del televisor. Pero la quema de señoras y señores produce mucho gas de efecto invernadero, y la conciencia ecololó se preocupaba; ahora, se dice, ha encontrado por fin una muerte que la satisface.
La tendencia apareció, faltaba más, en Estados Unidos, y lo cuenta el New York Times. Allí –en Seattle, of course– una arquitecta de 37 años, Katrina Spade, armó una empresa, Urban Death Project –Proyecto Muerte Urbana– que ofrece una forma nueva de la vida eterna: abonar, igual que en esta vida de consumo, sólo que en su significado primitivo: ser abono.
El mecanismo es simple: el cuerpo yerto se tiende sobre leña y se cubre con leña. Entonces el nitrógeno de la carne y los huesos se combina con el carbón de la madera para llevar la materia a unos 140 grados y “cocinarla” y producir la mejor tierra.
La idea tiene antecedentes fructíferos: ya muchas granjas norteamericanas hacen compost con los cuerpos de sus vacas, ovejas, cerdos muertos. Pensar que nuestros restos pueden terminar igual que los de otros animales es un paso interesante: desandar el camino que nos llevó, hace tantos milenios, a inventar los ritos funerarios.
Pero la señora Spade ofrece algún paliativo: una torre funeraria donde los deudos llevarían a su difunto y lo acostarían en una plataforma, con sus maderitas. Allí, bajo el cuidado de sus empleados, unas pocas semanas de bacterias y enzimas convertirían a mamá en 80 litros de humus de primera –que sus deudos podrían usar, si les place, para abonar una planta, algún árbol, y asegurar su permanencia verde–. Y todo por un precio muy inferior a cualquier otro rito: no más de 2.500 dólares, unos 2.350 euros.
La idea es casi revolucionaria: de cómo convencernos de que los muertos están muertos, que somos pura materia natural –camino de pudrirse–. El problema es que hay que vendérsela a los vivos. Es incómodo pensarse en un cajón plomado, hoguera despiadada, hoyo profundo; no es fácil imaginarse fermentando entre leños con el noble propósito de mejorar las alcachofas. Aunque siempre se pueda recurrir, como consuelo, al maestro Quevedo: “Serán abono, mas tendrá sentido…”.
Centro de Colaboraciones Solidarias http://ccs.org.es/