La vida invisible: “Pensamos que hay que luchar contra los virus, cuando en realidad hay que aprender a convivir con ellos”
Los virus a los que tanto tememos han estado en nuestro planeta antes que los humanos y cumplen importantes funciones reguladoras en nuestro ecosistema, pero la desconexión que vivimos con la naturaleza nos ha llevado a pensar que son el enemigo. ¿Puede un virus, una extraña forma parasitaria, dar un vuelco a nuestra humanidad y ayudarnos a reconectar con nuestro entorno? ¿Qué podemos aprender de aquellas formas de vida invisibles?
Desde tiempos ancestrales, nuestra cultura se ha volcado al cielo en busca de respuestas y la ciencia ha observado constelaciones y planetas para explicar la existencia humana. Pero actualmente la pandemia provocada por un virus, un agente microscópico acelular, nos obliga a mirar nuestro entorno y cuestionarnos qué tan relacionados estamos con el medio que habitamos.
La científica y doctora Cristina Dorador ha enfocado su trayectoria profesional a mirar hacia abajo: el suelo y aquellas moléculas y células de nuestro entorno que parecen invisibles. Ahí ha encontrado un mundo dotado de información sobre el planeta. Junto a un grupo de científicas, con quienes conformó el colectivo MOSE, estudia cómo se comportan los extremófilos, microorganismos que habitan lugares en condiciones extremas, como el desierto de Atacama, y así devela pistas sobre la existencia. Aunque es difícil imaginarlos, son las formas de vida más diversas y abundantes de la naturaleza. Nosotros, los seres humanos, también estamos compuestos por ellos: nos habitan e interfieren en nuestros procesos biológicos.
Desde tiempos ancestrales, nuestra cultura se ha volcado al cielo en busca de respuestas y la ciencia ha observado constelaciones y planetas para explicar la existencia humana. Pero actualmente la pandemia provocada por un virus, un agente microscópico acelular, nos obliga a mirar nuestro entorno y cuestionarnos qué tan relacionados estamos con el medio que habitamos.
La científica y doctora Cristina Dorador ha enfocado su trayectoria profesional a mirar hacia abajo: el suelo y aquellas moléculas y células de nuestro entorno que parecen invisibles. Ahí ha encontrado un mundo dotado de información sobre el planeta. Junto a un grupo de científicas, con quienes conformó el colectivo MOSE, estudia cómo se comportan los extremófilos, microorganismos que habitan lugares en condiciones extremas, como el desierto de Atacama, y así devela pistas sobre la existencia. Aunque es difícil imaginarlos, son las formas de vida más diversas y abundantes de la naturaleza. Nosotros, los seres humanos, también estamos compuestos por ellos: nos habitan e interfieren en nuestros procesos biológicos.
Observando este diminuto mundo, Cristina asegura que ha aprendido más de las relaciones que con los propios humanos. Y es que aunque en la ciencia cueste desligarse de lo antropocéntrico y el estudio de lo microbiano por lo general se haga desde la salud, la científica insiste en que es importante entender cómo accionan en escalas y en parámetros que no son humanos. La diversidad y la colaboración son dos conceptos que rondan en estos ecosistemas. “Cuando ves las interacciones microbianas y cómo colaboran entre sí para protegerse las unas a las otras, que hay una diversidad enorme y un preciso lugar para cada una según su ambiente, sin competencias y con una convivencia armónica, entiendes la vida y las relaciones interpersonales de otra forma”, asegura.
Entendemos un virus como un microorganismo considerado parásito porque necesita de otras células para vivir y reproducirse. Las infecta y puede llegar a destruirlas, pero al igual que todos los microorganismos son necesarios en la regulación de nuestro ecosistema. Pero Cristina Dorador invita a observarlos desde otra arista y conocer las funciones que tienen a nivel macro. “La misión de los virus no es aniquilar la raza humana. Es cierto que algunos pueden causarnos daño, pero si lo vemos en su conjunto hay acciones que hacen y que son muy necesarias. Por ejemplo, en el océano los virus matan células y microorganismos y esto permite que se libere carbono que sube a la superficie y es sustrato para otros organismos. Dan vuelta el carbono del mar, un ciclo fundamental para la naturaleza”, dice.
Entendemos un virus como un microorganismo considerado parásito porque necesita de otras células para vivir y reproducirse. Las infecta y puede llegar a destruirlas, pero al igual que todos los microorganismos son necesarios en la regulación de nuestro ecosistema. Pero Cristina Dorador invita a observarlos desde otra arista y conocer las funciones que tienen a nivel macro. “La misión de los virus no es aniquilar la raza humana. Es cierto que algunos pueden causarnos daño, pero si lo vemos en su conjunto hay acciones que hacen y que son muy necesarias. Por ejemplo, en el océano los virus matan células y microorganismos y esto permite que se libere carbono que sube a la superficie y es sustrato para otros organismos. Dan vuelta el carbono del mar, un ciclo fundamental para la naturaleza”, dice.
Desde la ciencia, hace varios años que se estudia cómo la invasión a bosques tropicales y otros paisajes salvajes que albergan animales y plantas con virus desconocidos son causantes de pandemias como la que enfrentamos actualmente. “Cortamos los árboles, matamos a los animales o los enjaulamos y los enviamos a los mercados. Interrumpimos los ecosistemas y liberamos los virus de sus anfitriones naturales. Cuando eso sucede, necesitan un nuevo host. Y a menudo, lo somos nosotros”, explicaba en enero de este año David Quammen, autor de Spillover: Animal Infections and the Next Pandemic en una columna de The New York Times.
“No es casual que el deterioro ambiental esté generando nuevas enfermedades”, afirma Cristina Dorador. Los virus y las formas de vida microbianas han estado presentes desde el origen de la Tierra y en la historia humana ha habido muchas pandemias que han sido ocasionadas por microorganismos que crecen indiscriminadamente. “Como son invisibles nadie los ve, pero incluso en nuestro ADN tenemos restos de antiguos virus que nos infectaron. No conocemos su mundo y tenemos una relación jerárquica con ellos, sin entender sus sistemas y cómo se relacionan. Pensamos que hay que luchar contra ellos y creamos antibióticos y vacunas, que solo son armas que hacen que se transformen, cuando en realidad tenemos que aprender a convivir”, dice Cristina. “¿En qué momento establecimos que somos los dueños del planeta, que la naturaleza nos sirve y que la podemos usar a diestra y siniestra?”.
Desconectados de nuestro medio natural
“¿Quién es ese temible enemigo, al que nuestra civilización declara la guerra, esa forma de vida absolutamente inocente que nos enferma y nos mata, pero que al mismo tiempo está reequilibrando la balanza de la vida terrestre?”, escribió hace unas semanas atrás el filósofo valenciano Jordi Carmona Hurtado en diario El salto. “Ese ser vivo extrahumano ha provocado la interrupción y el volantazo necesario que la civilización moderna, con toda su impotente soberbia, era completamente incapaz de dar”.
Desde 2000, e incluso un poco antes, se usa el concepto antropoceno del premio Nobel de química Paul Crutzen –que significa la era del humano– para hablar de la época que estamos viviendo desde que nuestra actividad comenzó a dejar huellas perennes en la Tierra. Aún no se determina con exactitud si el antropoceno es una subdivisión del holoceno -era en la que se inserta la humanidad- o si comenzó cuando el ser humano descubrió el fuego. Pero lo que sí es claro. es que sus consecuencias, sobre todo en el último siglo, han determinado la configuración de nuestro planeta.
“No es casual que el deterioro ambiental esté generando nuevas enfermedades”, afirma Cristina Dorador. Los virus y las formas de vida microbianas han estado presentes desde el origen de la Tierra y en la historia humana ha habido muchas pandemias que han sido ocasionadas por microorganismos que crecen indiscriminadamente. “Como son invisibles nadie los ve, pero incluso en nuestro ADN tenemos restos de antiguos virus que nos infectaron. No conocemos su mundo y tenemos una relación jerárquica con ellos, sin entender sus sistemas y cómo se relacionan. Pensamos que hay que luchar contra ellos y creamos antibióticos y vacunas, que solo son armas que hacen que se transformen, cuando en realidad tenemos que aprender a convivir”, dice Cristina. “¿En qué momento establecimos que somos los dueños del planeta, que la naturaleza nos sirve y que la podemos usar a diestra y siniestra?”.
Desconectados de nuestro medio natural
“¿Quién es ese temible enemigo, al que nuestra civilización declara la guerra, esa forma de vida absolutamente inocente que nos enferma y nos mata, pero que al mismo tiempo está reequilibrando la balanza de la vida terrestre?”, escribió hace unas semanas atrás el filósofo valenciano Jordi Carmona Hurtado en diario El salto. “Ese ser vivo extrahumano ha provocado la interrupción y el volantazo necesario que la civilización moderna, con toda su impotente soberbia, era completamente incapaz de dar”.
Desde 2000, e incluso un poco antes, se usa el concepto antropoceno del premio Nobel de química Paul Crutzen –que significa la era del humano– para hablar de la época que estamos viviendo desde que nuestra actividad comenzó a dejar huellas perennes en la Tierra. Aún no se determina con exactitud si el antropoceno es una subdivisión del holoceno -era en la que se inserta la humanidad- o si comenzó cuando el ser humano descubrió el fuego. Pero lo que sí es claro. es que sus consecuencias, sobre todo en el último siglo, han determinado la configuración de nuestro planeta.
El historiador Jason Moore, siguiendo esta misma línea, en 2016 fue más allá y creó el término capitaloceno, refiriéndose a que la degradación ambiental a gran escala es un proceso histórico conectado a la acumulación capitalista que sentó sus bases en la conquista de América y África. Antropoceno y capitaloceno son términos que apuntan a lo mismo: que el cambio de era que sufrirá nuestro planeta esta vez no será por causa natural, sino por acción humana.
“El ser humano es parte de la naturaleza”, asegura la científica Cristina Dorador. Porque Cristina cada vez que mira un macetero o contempla la inmensidad de un paisaje se cuestiona la cantidad de organismos que lo habitan y toda la vida contenida ahí. “Es mucho más sencillo si uno quiere unirse con la naturaleza salir afuera, porque eso produce un arraigo y una identidad con el entorno. En todas partes hay vida natural, pero hay una separación artificial que nos está llevando a desconectarnos”, afirma.
La desconexión que declara Cristina es una realidad que cada vez se hace más presente. Las investigaciones en torno al transhumanismo, que apelan a la superación de la vida útil, a detener o revertir el envejecimiento y a mejorar la humanidad a través de la tecnología, apuntan hacia un futuro más artificial y desconectado de la naturaleza, donde el cuerpo será prescindible. Uno de sus principales exponentes, el inventor y director de ingeniería de Google Raymon Kurzweil, sostiene con optimismo que en 10 años la inteligencia artificial llegará a ser más poderosa que la de un ser humano, y que la línea entre nosotros y las máquinas se difuminará. El futuro avanza hacia rápidas transformaciones que algunos esperan y a otros asustan. A contracorriente nadan aquellos que aún viven en conexión con la naturaleza.
María Isabel Lara Millapan, doctora en lengua y literatura y docente de la Universidad Católica de Villarrica, creció aprendiendo por las voces de sus abuelos mapuche que los seres humanos no somos invencibles y que no se puede escapar del mundo: estamos atados a él. Siempre se sintió enraizada a la mapu (tierra) y se dirige a ella en mapudungun. Cuando la recorre lo hace con respeto a los Ngen (guardianes) de cada cerro, lago, río o árbol antiguo. María sabe que la tergiversación o abuso de cualquiera de estos espacios puede afectar directamente a la salud humana. “Nos sentimos frágiles frente a la mapu y sus fenómenos”, asegura. “Es por ello que se nos ha enseñado a invocar su calma, cuando hay grandes truenos o demasiado viento, una fuerte lluvia o un sofocante calor. Los kuyfikeche (antiguos) y kimche (sabios) lo saben con antelación y nos invitan a evocar ese equilibrio”.
En las ceremonias mapuche en las que participa María, es esencial el compartir: que todos beban del mismo vaso y compartan alimentos de una misma fuente son sinónimos de horizontalidad y confianza. A raíz del virus han tenido que dejar estas prácticas, más que nada para resguardar a los más viejos, que también son los más sabios. “Pero no deja de doler que nuevamente en la historia los mapuche nos vemos afectados por algo externo a nuestra cultura”, asegura.
Para este momento, María pide humildad. “Humildad de sentir que no somos superior a nadie. Es importante aprender a vivir en calma y en silencio, para así interpretar los mensajes de la tierra”.
Fuente Paula - ecosistemas - Imagenes: La Tercera - The Conversation - National Geographic - El Periódico
“El ser humano es parte de la naturaleza”, asegura la científica Cristina Dorador. Porque Cristina cada vez que mira un macetero o contempla la inmensidad de un paisaje se cuestiona la cantidad de organismos que lo habitan y toda la vida contenida ahí. “Es mucho más sencillo si uno quiere unirse con la naturaleza salir afuera, porque eso produce un arraigo y una identidad con el entorno. En todas partes hay vida natural, pero hay una separación artificial que nos está llevando a desconectarnos”, afirma.
La desconexión que declara Cristina es una realidad que cada vez se hace más presente. Las investigaciones en torno al transhumanismo, que apelan a la superación de la vida útil, a detener o revertir el envejecimiento y a mejorar la humanidad a través de la tecnología, apuntan hacia un futuro más artificial y desconectado de la naturaleza, donde el cuerpo será prescindible. Uno de sus principales exponentes, el inventor y director de ingeniería de Google Raymon Kurzweil, sostiene con optimismo que en 10 años la inteligencia artificial llegará a ser más poderosa que la de un ser humano, y que la línea entre nosotros y las máquinas se difuminará. El futuro avanza hacia rápidas transformaciones que algunos esperan y a otros asustan. A contracorriente nadan aquellos que aún viven en conexión con la naturaleza.
María Isabel Lara Millapan, doctora en lengua y literatura y docente de la Universidad Católica de Villarrica, creció aprendiendo por las voces de sus abuelos mapuche que los seres humanos no somos invencibles y que no se puede escapar del mundo: estamos atados a él. Siempre se sintió enraizada a la mapu (tierra) y se dirige a ella en mapudungun. Cuando la recorre lo hace con respeto a los Ngen (guardianes) de cada cerro, lago, río o árbol antiguo. María sabe que la tergiversación o abuso de cualquiera de estos espacios puede afectar directamente a la salud humana. “Nos sentimos frágiles frente a la mapu y sus fenómenos”, asegura. “Es por ello que se nos ha enseñado a invocar su calma, cuando hay grandes truenos o demasiado viento, una fuerte lluvia o un sofocante calor. Los kuyfikeche (antiguos) y kimche (sabios) lo saben con antelación y nos invitan a evocar ese equilibrio”.
En las ceremonias mapuche en las que participa María, es esencial el compartir: que todos beban del mismo vaso y compartan alimentos de una misma fuente son sinónimos de horizontalidad y confianza. A raíz del virus han tenido que dejar estas prácticas, más que nada para resguardar a los más viejos, que también son los más sabios. “Pero no deja de doler que nuevamente en la historia los mapuche nos vemos afectados por algo externo a nuestra cultura”, asegura.
Para este momento, María pide humildad. “Humildad de sentir que no somos superior a nadie. Es importante aprender a vivir en calma y en silencio, para así interpretar los mensajes de la tierra”.
Fuente Paula - ecosistemas - Imagenes: La Tercera - The Conversation - National Geographic - El Periódico