Revueltas vitales

La crisis sanitaria provocada por la pandemia ha mostrado la urgencia de la propuesta eco-feminista de poner la vida en el centro. Pero es dudoso que el progresismo que viene sea capaz de ello. Para poner la vida en el centro necesitamos políticas de resurgimiento popular y marcadamente ambientales.

Jordi Carmona Hurtado

“Poner la vida en el centro”, “priorizar la vida sobre la economía”, “anteponer la salud a los negocios”: diversas variantes de una misma fórmula que hemos oído repetidamente durante estos días. En un primer aspecto resume una reacción casi natural y completamente dependiente de la situación de emergencia provocada por la pandemia. Ante el peligro de que un virus tan mortífero se extienda de forma ilimitada, ¿cómo no hacer todo lo necesario para proteger a la población, aunque eso suponga suspender durante cierto tiempo la marcha normal de la economía? 
En esta situación crítica de amenaza a la salud pública, el gobierno político habitual deja lugar a una especie de gobierno médico de excepción, representado en España por la figura del experto epidemiólogo Fernando Simón.
Sin embargo, a esta comprensible reacción inmediata se suma una especie de clima singular de la época, que hace que el alcance de la fórmula vaya bastante más lejos, y que le da un carácter ya no solo circunstancial, sino programático. Pues, en efecto, “poner la vida en el centro” ha sido también una de las grandes consignas del movimiento feminista en los últimos años. En este caso, se trata de reivindicar el carácter socialmente fundamental e indispensable del trabajo invisible de los cuidados y de la reproducción de la vida, tradicionalmente ejercido por las mujeres. Pero alrededor de la fórmula “poner la vida en el centro” también se agrupan muchas de las luchas ecologistas recientes, que ante las evidencias cada vez más difíciles de ignorar del estado de emergencia climática, llaman a reducir radicalmente las emisiones de gases tóxicos y a priorizar en general la salud del planeta frente a la voracidad de la pasión de lucro capitalista.
El progresismo que viene
Este alcance programático de la fórmula se ha visto concretado en diversas propuestas que apuntan a una renovación general del progresismo. La más célebre, defendida hoy en día hasta por Chomsky, es la del green new deal, que une el proyecto de una transición ecológica del capitalismo ―hacia la apropiación de fuentes de energía sostenibles que ya no estén basadas en el extractivismo y la quema de fósiles― a la idea de un nuevo gran pacto de recuperación social ante la enorme crisis que se anuncia tras la pandemia. 
Al lado de esta idea de un capitalismo verde hemos visto perfilarse nuevas figuras del Estado, que responderían a la nueva vocación política de poner la vida y la salud de las personas en el centro; ya no exactamente un Estado social sino una especie de Estado cuidador que asumiría la enseñanza esencial del feminismo, y que la antropóloga argentina Rita Segato ha llamado un Estado maternal. Finalmente, entre las variantes más sofisticadas de este nuevo progresismo que está perfilándose en plena crisis pandémica figura la idea de un nuevo tipo de institución museística, que el director del Reina Sofía, Manuel Borja-Villel, ha llamado museo-hospital, o museo hospitalario.
¿Esta constelación de un nuevo capitalismo, un nuevo modelo de Estado y una nueva política cultural conseguiría realmente poner la vida en el centro o, en sus propios términos progresistas, sería capaz de avanzar en esa dirección? Vemos claramente, en cualquier caso, que en ella no hay ninguna incompatibilidad real entre la vida y los “negocios”. Y para entender esto no es preciso consultar los textos de Michel Foucault sobre el biopoder. Basta con escuchar en las polémicas del día al presidente del gobierno, Pedro Sánchez, quien, frente a esos representantes de la derecha impacientes por retomar la marcha habitual del business, aunque eso implique poner en riesgo unas cuantas vidas plebeyas sin importancia, afirmó con empaque: “si optáramos por priorizar el negocio sobre la salud acabaríamos echando a perder la salud y también el propio negocio”.
El gran peligro de los nuevos progresismos no es solo que sean incapaces de declarar políticamente un “viva la vida” a la altura, sino que la decepción provocada abra la puerta a nuevas maneras de gritar “viva la muerte”.

En ese sentido, el progresismo que viene, a pesar de sus nuevos oropeles, no se diferencia de los anteriores. Pondrá la vida en el centro siempre que esa vida no entre en conflicto con la reproducción del capital en su estructura actual y el monopolio estatal de la gestión de los asuntos públicos. Es decir, cuidará y hará vivir a ciertas vidas y ciertas formas de vida y las pondrá en el centro, justo al lado de la sacrosanta propiedad. Y seguirá exprimiendo otras todo lo posible, especialmente esas vidas de la periferia y las antiguas colonias donde se deslocalizaron las fábricas del primer mundo, las vidas que proporcionan la mano de obra barata que produce bienes de consumo para las vidas cuidadas, abandonándolas a su suerte y dejándolas morir si no son útiles.
Pero no hace falta mirar tan lejos para percibir estas aporías del progresismo de los cuidados. Aquí mismo, en una capital europea como Madrid, el flamante gobierno progresista consideró, en el momento álgido de la crisis pandémica y de confinamiento más estricto, que una prioridad absolutamente inaplazable era desalojar la última sede del centro social okupado La ingobernable, que por lo demás se encontraba en esos momentos completamente vacía. En este caso ya no se trata de hacer vivir ciertas vidas cualificadas mientras se deja morir a otras que supuestamente no tienen cualidad y pueden ser explotadas a demanda, sino de volver directamente imposibles ciertas formas de vida, a las que se considera enemigas “naturales”. Este exterminio estatal de uno de los últimos vestigios del rico ecosistema autónomo y asociativo surgido del 15M se produce al mismo tiempo que la nueva extrema derecha lucha por apropiarse de las calles en plena desescalada, reivindicando cierta herencia de la indignación anti-sistema del 15M. Mientras tanto, gran parte de la intelectualidad de izquierdas vive, a causa de la gestión eficaz de la pandemia, un idilio dorado con el orden, fantasea con nuevos progresismos cada vez más sofisticados y sueña con que basta con obedecer y ser buenos ciudadanos para que del cielo del Estado caiga por añadidura una Renta Básica Universal.
¿Qué formas de vida poner en el centro?
El filósofo Gilles Deleuze solía decir: tenemos las ideas que nos merecemos en función de la vida que llevamos. No es extraño, pues, que la vida confinada engendre tales ilusiones intelectuales y políticas. Pero es urgente disiparlas antes de que sea demasiado tarde. Entre las brumas progresistas se adivina la silueta de la estrategia de los neofascismos que ha llevado al poder a los Trump, Bolsonaro y compañía, que consiste precisamente en acorralar a la izquierda en el establishment, dejando que gestione el mundo del capitalismo mientras maquilla un poco sus injusticias más brutales y aparentes, y recoger toda la rabia que va generándose alrededor de esta gestión ―y no solo “por arriba” sino también “por abajo”. El gran peligro de los nuevos progresismos no es solo que sean incapaces de declarar políticamente un “viva la vida” a la altura del grave momento que vivimos, sino que la decepción provocada abra la puerta a nuevas maneras de gritar “viva la muerte” con efectos todavía más devastadores que los que ya hemos conocido en otros momentos.
¿Cómo revertir de algún modo esta tendencia? ¿Cómo poner realmente la vida en el centro, o dar algún paso resuelto y decidido en esa dirección? En este punto, tal vez lo esencial sea preguntarse qué vida, qué formas de vida y qué tipo de vitalidades queremos poner en el centro. Sin duda, tener un sistema rico y solvente de sanidad pública es algo absolutamente esencial; pero la vida y la salud de las naciones, esa vida que obedece al “crecer y multiplicaros” mítico está provocando niveles de superpoblación y de desequilibrio que la Tierra simplemente no tolera. Por eso, la vida que responde a los fines de grandeza y poder ciegos de los Estados no es una vida a poner en el centro, es una vida llena de muerte, una forma de vida que arrasa en realidad con la vida. Y más bien lo que valdría la pena poner en el centro es toda forma de vida que cuestione o entre en conflicto con los fines del Estado.
Lo mismo ocurre con la vida que responde a los fines del capitalismo, la vida dividida en clases, la vida que no puede cesar de colonizar siempre nuevos espacios comunes, la forma de vida del capital en que lo muerto no deja de chupar la sangre a lo vivo, a ese otro vivir que la propiedad desfigura, que mantiene en sus niveles mínimos de actividad y potencia, y engorda artificialmente para que apenas sobreviva. Entonces, no es esta organización de la vida la que habría que poner en el centro, pues la vida del capital es la vida en que el trabajo muerto y acumulado domina al vivo, en que la muerte domina a la vida. Y más bien habría que poner en el centro toda forma de vida que cuestione, que moleste, que contradiga a la extensión sin fin de la vida del capital.
Podríamos multiplicar los ejemplos, pero tal vez el otro conflicto esencial sea el del Hombre y la vida humana, que tampoco habría que poner en ningún centro. Y esto simplemente porque la biología y la ecología nos enseñan que esa opción es directamente imposible, ya que la vida solo existe en tejido con otras vidas, las especies solo viven intrincadas y enmarañadas unas con otras. Más que una Gaia autopoiética, a imagen de las fantasías del excepcionalismo humano, Donna Haraway, en ese libro absolutamente clarificador para todos nuestros problemas más actuales que se llama precisamente Seguir con el problema, nos enseña que la fuerza de la vida es fundamentalmente simpoiética, y se desarrolla creando entramados múltiples en los que ni siquiera cabe distinguir a un organismo huésped, sino apenas simbiontes. Por eso es un profundo error querer poner la vida humana en el centro, y las únicas vidas que valdría la pena poner en el centro son las formas de vida que cuestionan ese excepcionalismo humano, que muestran que la vida (inclusive la humana) solo existe y puede existir en un tejido enmarañado de múltiples formas de vida.
Por una política de resurgimiento popular
Poner la vida en el centro será un bonito eslogan vacío siempre que no se pongan de hecho en el centro las formas de vida que luchan por emanciparse de su subordinación a los fines del Estado, a los fines de la acumulación capitalista y a los fines del Hombre, o que entran en conflicto y contradicción con tales fines. Pero, de nuevo: ¿cómo hacer, qué formas político-prácticas podría tomar esa operación de liberación de la vida de esos fines que le son ajenos? Como en tantos problemas hoy en día, el pensamiento ecológico constituye una guía de orientación. La antropóloga Anna Tsing distingue la simple reforestación de tierras desoladas de lo que ella llama artes de resurgimiento de la vida, cuyo paradigma sería el bosque rebrotado.
Según Tsing, el bosque es un lugar muy peculiar: un lugar de refugio de formas de vida, y también un lugar de biología salvaje, que vuelve posible la regeneración de la vida porque en él se desarrollan los más complejos y enmarañados entramados multi-especies, a partir de la formación de masas de compost y de humus excepcionalmente densas. Los arrecifes de coral son el equivalente a los bosques en el mar, y por eso la vida entera de los ecosistemas de la Tierra depende de la salud de bosques y arrecifes, y nuestra supervivencia depende enteramente de si seremos capaces no solo de cuidarlos y detener su destrucción, sino también de encontrar modos de dejarles espacio, tiempo y posibilidad para que puedan resurgir.

Los espacios comunes, sustraídos a la soberanía estatal y al dominio de la propiedad, pueden ser la traducción política de los bosques y arrecifes de coral: lugares de refugio de formas de vida plebeyas y creación salvaje de formas de vida disidentes.

En este sentido, los espacios comunes, sustraídos a la soberanía estatal y al dominio de la propiedad, pueden ser contemplados como la traducción política exacta de los bosques y arrecifes de coral: lugares de refugio de formas de vida plebeyas, lugares de regeneración de formas de cultura popular, lugares libres para el encuentro y creación salvaje de formas de vida disidentes. Por eso, especialmente en los países europeos y del “primer mundo”, donde predomina el capital muerto y la civilización de consumo, lo esencial para llegar a poner la vida en el centro es conseguir que resurja, en primer lugar, algo de vida, es decir, algo de vida colectiva autónoma: es decir, algo de pueblo. En esta perspectiva, el 15M y el resto de prácticas de ocupación de espacios públicos (y privados) de los últimos años cobran su pleno sentido: han sido políticas de resurgimiento popular.
Pues en efecto, Piotr Kropotkin, a partir del estudio histórico que desarrolla en El apoyo mutuo, extrae tres condiciones generales para la existencia de algo como un pueblo: algún tipo de posesión comunal; algún modo de asamblea popular; algún conjunto de artes de vivir, costumbres y tradiciones diferentes de las leyes. Sin embargo, el gran proyecto histórico del progresismo es lograr que al final ya no haya pueblo, sino apenas ciudadanos: y la pandemia actual muestra cuán cerca estamos de esta situación. Aunque también estamos comprobando que, por suerte o por desgracia, no hay manera de ser completamente civilizados, y lo que ocurre más bien es que el resto de pueblo se pasa al lado oscuro, al lado de la muerte. Poner la vida en el centro, en estas condiciones, supone redescubrir maneras de practicar políticas de resurgimiento popular, en conflicto con el orden instituido. En otros tiempos, el acto de rebelarse pudo ser considerado justo, razonable o necesario; en la situación actual, las revueltas tienden a volverse directamente vitales.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com - Imagen de tapa: Paul Klee: "Goldfish" (1925)

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