La contaminación mediática, un problema de salud pública
Nada es más sencillo que destruir la imagen y la reputación de una persona desde un medio de comunicación. Basta con seleccionar sus palabras. Reordenarlas. Invertir el sentido de sus frases y verter el producto tóxico a las fauces de tu audiencia. Miles de voces furiosas e indignadas por muy diversos motivos —incluidos los bots— sabrán aprovechar la oportunidad para insultar, difamar, humillar, amenazar al objetivo de la manipulación mediática. Da igual lo que haga. Da igual lo que haya hecho. La víctima tardará un tiempo en reaccionar. Cuando reaccione, los mismos medios que lanzan la piedra esconderán la mano y guardarán silencio. Si meses o años más tarde todo se llega a aclarar, nadie recordará lo ocurrido, pero permanecerá el odio. Ese era el objetivo.
Alberto Coronel Tarancón
¿Hasta cuándo tendremos que aguantar la manipulación mediática? En la segunda parte de El Quijote, capítulo décimo, escribió Cervantes que “la verdad adelgaza y no quiebra, y siempre anda sobre la mentira como el aceite sobre el agua”. El problema es que a veces hay tanta mentira que uno, por más que mire al lago, no encuentra el aceite por ninguna parte.
Y es que, si mentir sale tan barato, ¿quién puede permitirse decir la verdad? Se habla mucho de fake news, desinformación y posverdad, pero ¿por qué sigue sin haber leyes capaces de prevenir este tipo de prácticas? ¿Es algo imposible de prevenir? Si las consecuencias del fraude mediático fuesen más severas y más rápidas de lo que son en la actualidad, ¿acaso nos veríamos sumidos de un día para otro en una total y totalitaria espiral de censura? ¿O simplemente viviríamos en una sociedad democrática con derecho a la libertad de expresión pero sin derecho a manipular la información para destruir a rivales políticos?
Quienes poseen medios de comunicación privada, y quienes pueden influir en la programación de la comunicación pública, siempre seguirán siendo capaces de seleccionar unas noticias verdaderas dejando otras a la sombra. Sin embargo, sería muy sencillo lograr que el fraude, el montaje, el engaño y la difusión de información no contrastada tuviese un coste mayor para los medios responsables. Si se hicieron juzgados exprés para tramitar desahucios, ¿por qué no hacer juzgados exprés para condenar casos flagrantes de manipulación mediática?
Decía otro grande de las letras españolas, Don Quevedo, que las mentiras del corazón comienzan en la cara. La cara de los presentadores es la fuente de muchas mentiras que más tarde la sociedad repite sin faltar a la sinceridad de lo que uno cree. Y ese es el gran problema: la gente puede ser sincera aun cuando lo que dice no sea verdad.
Imaginen que, frente al vertido de desinformación, existiese un sistema de penalización tan ágil como los sistemas de detención policial: multas proporcionales a la audiencia del programa. Imaginen que existiesen mecanismos institucionales para obligar a las cadenas a poner un rótulo semejante al de los paquetes de tabaco: “Advertencia: este programa miente”, y se quedase puesto, junto al logo del canal, hasta que dicha desinformación fuese públicamente desmentida. Imaginen, simplemente, que el odio social y el estrés social generado por la “contaminación mediática” fuese considerado una amenaza para la salud pública de la misma forma que lo es la contaminación atmosférica, lumínica y acústica. Imaginen que la salubridad de la información fuese protegida como la salubridad del agua.
En este punto, quien dice que el público debe contrastar la información por su cuenta nos quiere dar gato por liebre. La responsabilidad del receptor o consumidor de información no anula ni disminuye la responsabilidad del emisor o productor de información. Si una persona recibiera tres noticias falsas, ¿qué ganaría comparándolas? Los medios de comunicación vierten información en la sociedad y, en tal medida, deben ser responsables de sus vertidos. ¿Y por qué no? La contaminación atmosférica contamina el aire que inhalamos y exhalamos, afectando a nuestro sistema respiratorio y disminuyendo nuestra esperanza de vida. La contaminación lumínica, como la acústica, bombardea nuestros canales visuales y auditivos afectando a nuestro sistema nervioso y dificultando nuestra capacidad para conciliar el sueño. La contaminación mediática, por su parte, contamina la atmósfera comunicativa dentro de la cual escuchamos y hablamos, interpretamos y juzgamos, interfiriendo en nuestra capacidad para orientarnos en sociedad.
Al contaminar la atmósfera simbólica que respiramos, la “contaminación mediática” multiplica la desconfianza, la paranoia y la neurosis social. Fomenta la percepción imaginaria de que estamos rodeados de enemigos peligrosos y mentirosos que dicen, hacen y piensan cosas horribles —y no de gente sencilla que hace lo que puede con lo que tiene—. De este modo, este tipo de contaminación fomenta también el nerviosismo, la agresividad, la enemistad social y la percepción desproporcionada del peligro, obstruyendo la posibilidad de una convivencia democrática tranquila y pacífica.
Sin tanto odio, porque ese es el objetivo.
En nombre de la salud mental de nuestras sociedades, ¿no debería ser la contaminación mediática considerada una amenaza para la salud pública?
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