Holobiontes en un planeta simbiótico
Jorge Riechmann suele referirse a Manuel Sacristán y Francisco Fernández Buey como sus maestros[1]. El segundo cerraba un artículo publicado en el año de su muerte apelando a la necesidad de dar cuerpo a «una ética a la altura de los tiempos de la crisis ecológica global». Ésta es la dirección en la que Jorge Riechmann viene trabajando. La altura de los tiempos la recoge en la locución «Siglo de la Gran Prueba», y a la ética con la que nos propone arrostrar esa Prueba la ha denominado «simbioética»: Esa Gran Prueba no sería otra que la de hacernos cargo, de verdad, de nuestra situación de extralimitación ecológica, y contar acaso así con alguna posibilidad de evitar los escenarios más catastróficos. Por su parte, esa situación de extralimitación constituye el hecho «más decisivo, importante, peligroso y definitivo» de nuestro presente, y nos sitúa ante una verdadera crisis civilizatoria, existencial, que Riechmann viene interpretando como una crisis eminentemente ética.
Por: Asier Arias Dominguez
La construcción de una ética capaz de remolcarnos fuera esa crisis no puede menos que echar mano de innumerables materiales: la reflexión de sillón no nos llevará muy lejos si no alcanzamos a integrarla adecuadamente en el contexto de la evidencia, los marcos teóricos y las discusiones abiertas en diversas áreas de la psicología, la antropología, la sociología, la economía, la historia, las ciencias del sistema Tierra.
Esta ética tan abundantemente aderezada se conjuga en los textos recientes de Riechmann en una continuidad sin ruptura con la política –no en vano, viene definiendo su labor en términos de reflexión ético-política–, pero designa también algo análogo a «cosmovisión» o «actitudes y creencias básicas acerca del mundo, el ser humano y su puesto en el cosmos»[2]. No se trata, pues, de algo que quepa destilar y distribuir de la noche a la mañana: la dirección en la que apunta la simbioética de Riechmann es la de un mayúsculo viraje cultural, una revisión de nuestras creencias y actitudes básicas de tal calado que tan siquiera el diálogo con la señalada panoplia de disciplinas dará fruto si dejamos en él de lado la dimensión espiritual del ser humano, y lo mismo vale para las tradiciones sapienciales en ella radicadas. Así pues, como es habitual en los textos de Riechmann, desfilan por las páginas del que nos ocupa representantes de la práctica totalidad de las ramas de la cultura humana.
El punto de partida de un proyecto de estas dimensiones es la constatación de lo que somos: «humildes miembros de la comunidad biosférica», holobiontes insertos en la compleja trama de un planeta simbiótico –pero nuestra actual inserción es peor que mala, tanto desde el punto de vista material como desde el cultural: no durará–.
El punto focal, por su parte, lo hallamos en la teoría Gaia, en la que Riechmann lee un puente entre ciencia, ética y mística que arrumba la acostumbrada equiparación de conocimiento científico y desencantamiento habilitando una reelaboración laica –sin autoengaños ni supersticiones estrambóticas– de esa «sensación de pertenencia» y esa «sed de sentido» de las que parece ocioso negar –como dato antropológico– que estamos espiritualmente prendidos: quizá una buena orientación hacia ese punto focal pudiera poner a nuestro alcance «una actitud de humildad y reverencia ante la vida» que nos permitiera «encontrar una inserción mejor en la casa común de la que formamos parte».
Una cosmovisión mejor para un habitar viable, en dos palabras: del extractivismo, el productivismo, el consumismo, el afán de dominación y el antropocentrismo a la simbiosis, la suficiencia, la compasión, la humildad y un humanismo no antropocéntrico- descentrado, en último término.
De cara a avanzar en esa dirección, Riechmann insiste en la necesidad de un «pensamiento extramuros», capaz de ampliar la habitual unilateralidad antropocéntrica del análisis y la praxis sociopolítica: hoy no cabe pensar ya la historia y las instituciones humanas «como asuntos puramente intrahumanos». Si bien el apuntalamiento científico de la teoría Gaia no podrá abrir por sí mismo esa vía extramuros ni proporcionarnos acabada aquella cosmovisión mejor, habría al menos de ayudarnos a sentirnos «un poco más en casa en el universo», ofreciéndonos cabos de los que tirar para asimilar la excepcionalidad de nuestro planeta vivo y conectar emocionalmente con él.
Esto no se traduce aquí en la idea de que sin alguna clase de «resacralización de la Naturaleza» sucumbiremos inevitablemente en el actual callejón sin salida. Se trataría, antes bien, de elaborar una cultura que, a diferencia de la dominante, parta del reconocimiento de nuestra condición de organismos insertos en la biosfera, dependientes de ella, y que tenga así alguna posibilidad de encontrar encaje en la misma. Formular concepciones de la «vida buena» que no hagan pie en esta base es un ejercicio fútil.
La cuestión de la «resacralización de la Naturaleza» viene preocupando a algunos cuantos filósofos –Alain Badiou, Tim Morton, Ramón del Castillo, Manuel Arias Maldonado, Fernando Savater– que han puesto en los último años buena parte de la carga de su crítica del ecologismo en el eslogan «la naturaleza no existe»[3]. Los hay que encuentran abismos filosóficos en los truismos y retruécanos más insubstanciales, pero no cuesta advertir que del hecho de que no convenga buscar en la «Naturaleza» sucedáneos de la deidad, o del de que no resten ya espacios intocados por la acción humana, no se sigue que no quepa hablar de la naturaleza como biosfera, como sistema organizado de ecosistemas[4]. En realidad, cuesta echar de ver cómo podría prescindir «cualquier cosmovisión laica y materialista que se precie» de una noción como ésta. Sea como fuere, el trabajo verdaderamente interesante es en este punto el de arrojar algo de luz sobre el contexto de devastación que acoge esta interesante discusión de salón, cuyo sustrato último hay que buscarlo donde cabía esperar: en la negativa a asumir la existencia de límites biofísicos, en la negativa a aceptar «la completa inviabilidad del capitalismo». Ante esta extendida dificultad para comprender el significado del sintagma «metabolismo ecosocial» y parar mientes en la conveniencia de la perspectiva extramuros, Riechmann acude a las epistemologías del Sur de Boaventura de Sousa Santos, pero cierra este círculo echando mano del compás de la bioeconomía.
Ha pasado ya más de medio siglo desde la publicación en 1971 de La ley de la entropía y el proceso económico, de Nicholas Georgescu-Roegen. Disponemos desde entonces del diagnóstico del «delirio epistemológico» del reduccionismo monetarista de la economía neoclásica: la actividad económica no tiene lugar en el empíreo mundo de las ideas platónicas, sino en el seno de los ecosistemas terrestres, sobre la base del uso de un stock de recursos limitados y sometidos a las leyes de la termodinámica. Un diagnóstico esencialmente olvidado –y últimamente desfigurado, por añadidura, en grotescas campañas de marketing (Bonaiuti: 77)[5].
En el año que subsiguiera a la publicación de La ley de la entropía y el proceso económico apareció la primera edición de otra obra crucial: Los límites del crecimiento. En ese mismo año se celebró también la primera conferencia internacional de Naciones Unidas sobre medio ambiente: la Cumbre de Estocolmo. Bioeconomía, modelización en base a dinámica de sistemas, problemas ecológicos globales en la agenda de los organismos internacionales: en apariencia, todos los ingredientes para un cambio de rumbo. En lugar de eso, lo que se produjo fue una huida hacia adelante: se negó el problema y se aceleraron todas las dinámicas que debieran haberse contenido[6].
Podemos entender –sugiere Riechmann– que la oportunidad de reorientación que abrieron 1971 y 1972 con la bioeconomía y la conciencia de los límites se cerró con el golpe de Estado de Pinochet el 11 de septiembre de 1973. Se trata de una metáfora, nada más, pero una muy potente, porque aquél fue el laboratorio de la economía política que se extendería después por todo el globo, acompañada de una cultura de masas que de lo último que podría hacerse cargo es del significado de los límites biofísicos. Desaprovechada aquella oportunidad, las largas décadas de huida hacia adelante se prolongan hoy en la idea de una transición gradual hacia las energías renovables que bien dejaría intocada la estructura básica de nuestras sociedades y nuestras formas de vida o bien nos permitiría reformarlas poco a poco, sin grandes sobresaltos. La discusión es amplia y compleja, pero las preguntas clave permanecen.
¿Da la corteza terrestre para una fracción apreciable de ese proyecto? ¿Durante cuánto y para cuántos? ¿Dónde buscar atisbos del masivo esfuerzo de racionalidad colectiva que haría social y políticamente viable lo aún quizá a duras penas factible desde el punto de vista técnico? ¿Vislumbramos los mimbres de una «salida casi inmediata del capitalismo» y una «contracción económica de emergencia»?
La contundente respuesta de Riechmann: «el tipo de transiciones graduales y ordenadas que se hubieran podido emprender en los años setenta del siglo XX no resultan ya posibles en el siglo XXI (…); tenemos que tratar de ganar resiliencia para los tiempos durísimos que vienen». Esto significa cualquier cosa antes que una llamada a abandonar la lucha ecosocial.
Comentando con Javier Morales Ortiz el libro que nos ocupa, señalaba Riechmann: «seguimos un curso catastrófico, de colapso ecosocial; por otra parte, siempre tenemos cierto margen de maniobra (a menudo mayor del que nos atrevemos a percibir). No hay que dejar de luchar» (Morales Ortiz). «El metabolismo industrial que se ha desarrollado en los últimos dos siglos es radicalmente insostenible y la transición hacia una sociedad industrial sustentable resulta –hoy por hoy– altamente improbable. Pero por esa improbabilidad, precisamente, hemos de apostar en nuestra tremenda coyuntura histórica»[7].
Emilio Santiago Muíño apuntaba hace un par de meses que, si bien la «gaiapolítica» de Riechamnn resulta «muy necesaria», no deja de ser una propuesta «extremadamente vanguardista»: una «aplicación política mínimamente verosímil igual tiene que esperar tres o cuatro décadas» (Santiago Muíño). En un guiño a Arne Næss, un pensador cuya obra viene ejerciendo un influjo creciente en Riechmann, éste admite que quizá esté trabajando para el siglo XXII, y aun para el XXV.
Imagen de un tardígrado incluida en la portada del libro, animal microscópico que simboliza la resiliencia.
Existe una sencilla distinción que puede servir, a mi juicio, para resolver la tensión entre la inmediatez de las luchas y la abstracción de los ideales. «Llamo ‘visiones’ a esas concepciones de sociedades futuras que animan nuestra praxis política, sociedades en las que un ser humano decente podría desear vivir. Por su parte, llamo ‘objetivos’ a esas opciones y tareas que tenemos siempre frente a nosotros y que abordamos guiados por visiones que pueden resultar distantes y confusas» (Chomsky: 91). Es claro que no todas las «visiones» orientan de igual modo nuestra implicación en este o aquel «objetivo», y por eso necesitamos buenas «visiones»… y ser también conscientes de que se trata de visiones.
Dudo que haga falta prevenir a los lectores de Riechmann como prevenía Marvin Harris a los de Theodore Roszak o Charles A. Reich: dando la vuelta a la fórmula del último, «no, no basta con cerrar los ojos y contemplar la bonita visión del desmantelamiento del Estado corporativo». No son meros «cambios de conciencia» lo que nos exigen los indígenas asediados, los ecosistemas devastados o los trabajadores exhaustos y humillados, sino luchas concretas, estrategias racionales y pies en la tierra –descalzos, en nuestro suelo vivo.
Me preocupa, por mi parte, más que esa tensión entre inmediatez y abstracción, la noción de «simio averiado», sobre la que vuelve Riechmann en estas páginas. (Vaya por delante: es la mía una inquietud llevadera). Viene esa noción a decirnos algo así como: «si solucionáramos el problema básico –el abandono del capitalismo–, restaría no sólo un problema cultural –nuestro arraigado imaginario de dominación–, sino asimismo otro de carácter antropológico».
Si me preocupa esta noción es porque no encuentro forma de darle contenido –baste apuntar al abundante registro de tradiciones hospitalarias, prácticas solidarias y sociedades igualitarias en todos los climas y geografías: buenas instituciones, buenos simios, en trazos gruesos–, y las que encuentro no son particularmente buenas –cargando las tintas: a unos pasos de esos mitos pop del mono sanguinario que Steven Pinker vende como churros y Brian Ferguson desmiente con mayor rigor y autoridad, pero sin los fuegos de artificio de nuestros comisarios culturales ni los anuncios en los dominicales[8].
La cultura dominante es en buena medida fruto de un esfuerzo consciente de ingeniería social. Contener nuestros naturales sentimientos de simpatía, aislarnos, sustituir nuestra inclinación al apoyo mutuo y la cooperación por el Circo romano del todos contra todos ha requerido prolongadas e ingentes inversiones (Arias Domínguez: § 2). Pero esas tendencias siguen flotando, suspendidas junto con la comprensión del carácter aberrante e indigno de la esclavitud salarial, no muy lejos de la superficie: hoy más que nunca, es necesario dirigir nuestro trabajo a reflotarlas. Creo que insistir en esta perspectiva es no sólo más conveniente desde un punto de vista «comunicativo», sino asimismo más adecuado al sincero esfuerzo por ayudar a entender. Los resultados de este o aquel estudio de psicología social sobre favoritismo endogrupal constituyen sólo notas al pie de la literatura que apunta en la dirección indicada[9]. No se trata de negar la evidencia relativa a sesgos cognitivos y actitudinales, sino de dimensionarla por su contraste con la concepción inhumana de la naturaleza humana convertida en moneda común por la arremetida de la industria de las relaciones públicas[10]. Entiendo que merece la pena avanzar por esta vía de cara a desdramatizar la idea de que «hay algo irreparablemente torcido en la naturaleza humana»[11].
Que no quepa esperar de apenas nadie la santidad de una entrega total al florecimiento de todos los seres vivos actuales y potenciales no significa que no seamos, en las circunstancias adecuadas, capaces de ciertos mínimos de racionalidad colectiva y empatía exogrupal, intergeneracional e interespecífica. Cierto, no debiéramos «exigir demasiado del pobre animal que somos» (Riechmann: 15), pero es probable también que el concertado, prolongado y bien sufragado empeño de los propietarios por «controlar la mente del público» (Bernays: 38) nos impida valorar con realismo cuánto nos cabe de hecho exigir y esperar del pobre animal que en efecto somos.
Referencias
▪ Abelson, P. H. (1972) «Limits to growth», Science, 175(4027), p. 1197.
▪ Álvarez Cantalapiedra, S. (2023) «Factor demográfico y crisis ecosocial», Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, 160, pp. 5-12. [Disponible en Público, 4 de febrero].
▪ Arias Domínguez, A. (2018) «El foco y sus márgenes: sesgos y omisiones en el tratamiento mediático de la economía política del medio ambiente», Mientras Tanto, 174.
▪ Arias Domínguez, A. (2022) «Tirar del freno de emergencia: notas preliminares sobre el colapso», Mientras Tanto, 213.
▪ Arias Maldonado, M. (2018) Antropoceno. La política en la era humana. Barcelona: Taurus.
▪ Bardi, U. (2011) Los límites del crecimiento retomados. Madrid: Catarata, 2014.
▪ Bernays, E. (1928) Propaganda. Brooklin: Ig, 2005.
▪ Bonaiuti, M. (2022) “Actualidad del pensamiento de Georgescu-Roegen. La bioeconomía cincuenta años después de la publicación de La ley de la entropía y el proceso económico”, en L. Arenas, J. M. Naredo & J. Riechmann (eds.), Bioeconomía para el siglo XXI. Actualidad de Nicholas Georgescu-Roegen, Madrid: FUHEM/Catarata, pp. 77-93.
▪ Buchanan, J. M. (1975) The Limits of Liberty: Between Anarchy and Leviathan. Chicago: University of Chicago Press.
▪ Chomsky, N. (1996) Powers and Prospects: Reflections on Nature and the Social Order. Chicago: Haymarket, 2015.
▪ Fernández Buey, F. J. (2012) “Sostenibilidad: palabra y concepto”, Museos.es, 7-8, pp. 16-25.
▪ Foley, J. (2017) «Living by the lessons of the planet», Science, 356(6335), pp. 251-252.
▪ Guillette, R. (1972) «The Limits to Growth: Hard sell for a computer view of doomsday», Science, 175(4026), pp. 1088-1092.
▪ Morales Ortiz, J. (2022) «Necesitamos recuperar ecosistemas funcionales y poblaciones de seres vivos: renaturalizar», eldiario.es, 17 de diciembre.
▪ Murphy, T. W. (2022) «Limits to economic growth», Nature Physics, 18(8), pp. 844-847.
▪ Nature (1972) «Another whiff of doomsday», Nature, 236(5341), pp. 47-49.
▪ Nature (2022) «Are there limits to economic growth? It’s time to call time on a 50-year argument», Nature, 603(7901), p. 361.
▪ Nordhaus, W. D. (1992) “Lethal model 2: The Limits to Growth revisited”, Brookings Papers on Economic Activity, 23(2), pp. 1-60.
▪ Passell, P., Roberts, M. & Ross, L. (1972) «The limits to growth», The New York Times, 2 de abril.
▪ Riechmann, J. (2022) «¿Ética sin egoísmos de grupo?», Ecologista, 114, pp. 14-17.
▪ Santiago Muíño, E. (2022) «No tenemos derecho al colapsismo. Una conversación con Jorge Riechmann (I)», Contra el Diluvio, 1 de noviembre.
▪ Vitoria Cormenzana, F. J. (2021) Soñar despiertos la fraternidad en un tiempo de incertidumbre. Madrid: PPC.
Notas
[1] Así, por ejemplo, en la nueva edición de El socialismo puede llegar sólo en bicicleta (Catarata, 2022).
[2] De ahí que podamos decir alternativamente «simbioética» o «cultura gaiana» (p. 293).
[3] Cabe argüir que median sólo un par de pasos entre lo que late en el fondo de este eslogan y la hybris prometeica de las propuestas de intervención positiva en la naturaleza –y así vemos a unos y otros entretenidos en similares fantasías de omnipotencia, control y dominio técnico: cuesta con frecuencia apreciar la diferencia entre la prosa de la «geoingeniería moral» (p. 368) de los «transhumanistas compasivos» (p. 370) y la de los robots reparadores de ecosistemas (Arias Maldonado, 2018: 97) de los ecomodernistas.
[4] En la escala cósmica nos perdemos: permanezcamos mejor «en casa» (p. 193).
[5] Un par de recientes antologías de ensayos de (Ensayos bioeconómicos, Catarata, 2021) y sobre (Bioeconomía para el siglo XXI, FUHEM/Catarata, 2022) Georgescu-Roegen debieran contribuir a enmendar esta laguna.
[6] Sólo muy recientemente ha comenzado a reconocerse lo excesivo y desorientado del histérico ataque unánime a aquellos trabajos pioneros (cf. Abelson, 1972; Guillette, 1972; Nature, 1972; Passell, Roberts & Ross, 1972; Bardi, 2011; Foley, 2017; Murphy, 2022; Nature, 2022). Con todo, hace apenas un par de años celebraba aún nuestra prensa, sin fisuras (cf. Arias Domínguez, 2018), la gran victoria ecologista que habría supuesto la concesión del Nobel de economía a uno de los más influyentes y pertinaces críticos de Los límites del crecimiento (p. 149), pero también de Georgescu-Roegen (cf. Nordhaus, 1992: 32-34): he aquí esa expansión imparable del dogma ecólatra que tanto preocupa a algunos.
[7] Recurría recientemente Santiago Álvarez Cantalapiedra a una versión previa del capítulo del que tomamos esta última cita para ubicar con tino «la cuestión migratoria como piedra de toque a la hora de discriminar entre opciones emancipatorias y regresivas» en el contexto de la discusión demográfica (Álvarez Cantalapiedra, 2023).
[8] Insisto en que entiendo que cargo en este punto las tintas, pero no todo el mundo lo hace: Francisco Javier Vitoria Cormenzana equipara –sin intención crítica, sino meramente descriptiva– «el homo homini lupus de Plauto y el simio averiado de Jorge Riechmann» (Vitoria Cormenzana, 2021: 135).
[9] Podemos sumar, en dos pinceladas, al trabajo sobre igualitarismo en antropología –también fuera del tradicional contexto cazador-recolector: David Graeber es el primer nombre que aflora, pero cabría insertar aquí, por ejemplo, los anarquismos de ultramar de Carlos Taibo o las utopías del desastre de Rebecca Solnit– el estudio de la propaganda corporativa y la historia cultural del movimiento obrero –Alex Carey, Noam Chomsky, Edward Herman, David Montgomery, Jonathan Rose, Norman Ware, Howard Zinn.
[10] Cuesta dejar de traer aquí a colación el inmejorable resumen de esa concepción que nos regalara el Nobel de economía James M. Buchanan: «la situación ideal para cualquier persona sería aquélla en la que disfruta de una total libertad de acción y de la capacidad de inhibir la de los demás de tal modo que le quepa forzar la adhesión a sus propios deseos; es decir, que cada cual aspira al dominio sobre un mundo de esclavos» (Buchanan, 1975: 92).
[11] Con la naturaleza humana pasa más o menos lo mismo que con la materia oscura: tenemos todos los motivos para pensar que haberla, hayla, pero muy poco que decir en firme sobre ella.
Fuente: - Imagen de portada: Pablo Pino