Tomillos, brezos y jaras
Hace unos días me escribió un amigo contándome dos historias. La primera iba sobre un olivar. Bueno, en realidad iba sobre una familia que hace 60 años le quitó un trozo al monte donde había tomillo y brezo y jaras y chaparros y madroños (y otras muchas especies) para plantar olivos.
María González Reyes
Contaba que, año tras año, las personas de esa familia trabajaban en esa ladera llena de piedras. Que, año tras año, quitaban los tomillos, los brezos y las jaras que volvían insistentemente a recuperar su trozo de monte. Una pedrera por la que, todavía ahora, costaba subir sin perder pie, lejos del pueblo. Me decía que trataba de imaginar las caminatas de las personas de esa familia hasta llegar a ese lugar, de qué cosas hablarían, cómo serían las jornadas para abonar, para podar y quemar las ramas, para la recogida de lo necesario para el invierno.
Me decía que pensaba en el esfuerzo, en la constancia y en la perseverancia para transformar ese trozo de monte en un olivar. En la dureza del sitio, en las piedras, en la lucha durante años contra el monte que quiere recuperar su lugar. Una lucha que, una vez al año, da su fruto.
Esta historia me recordó una práctica que hicimos en la universidad. Éramos estudiantes de una materia de la especialidad de ecología y nos llevaron a analizar un paisaje. Subimos a una ladera desde la que se veía una vista amplia. Había una dehesa y una pequeña explotación ganadera con unas pocas vacas pastando al aire libre. La profesora nos pidió que analizásemos lo que estábamos viendo. Yo comencé con la frase “Ya que lo hemos estropeado…” y ella, sin haber dicho más que cinco palabras, me paró y dijo que la única manera de no intervenir en los ecosistemas era dejando de existir, que mirase con ojos de ecóloga las interacciones que se daban allí, que pensase las diferencias entre eso que estaba viendo y un monocultivo de soja o una granja industrial (creo que por entonces todavía no las llamábamos macrogranjas). Y volví a mirar, y entendí el equilibrio que había en ese lugar y a las personas que lo habitaban como parte de ese equilibrio.
Desde entonces he descubierto muchos ejemplos de muchos lugares en los que se producen alimentos buscando ese equilibrio que hace que no lo estropeemos todo. En realidad, nunca han dejado de existir esas maneras de relacionarse con el entorno desde la comprensión de que somos, solo, una parte más de los entramados ecosistémicos.
La segunda historia era de ese mismo pueblo. Me contaba que, cada año, los quintos marcan con una cruz blanca en el suelo de la calle las casas en las que viven mujeres solteras. Una mujer soltera, una cruz; dos mujeres solteras, dos cruces; una niña de diez años, una cruz más pequeña. Le contaban que es una tradición, que se hace desde antes de plantar aquellos olivos. Caminas por las calles del pueblo y sabes dónde viven las mujeres solteras y cuántas viven en cada casa.
Se me ocurren muchas maneras de borrar esas cruces. A quienes pintan esas cruces. Y seguro que antes o después ocurrirá, porque las mujeres tenemos la misma fuerza y persistencia que el tomillo y el brezo y las jaras cuando quieren recuperar su trozo de monte.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/vida-ya/tomillos-brezos-jaras - Imagen de portada: DAVID F. SABADELL