Diligencia debida, una norma obligatoria vaciada de contenido
Las prioridades de la Unión Europea para el futuro inmediato están claramente definidas: impulsar nuevos tratados de comercio e inversión para acceder a los bienes naturales esenciales para el desarrollo del capitalismo verde y digital, y continuar con el blindaje de la Europa fortaleza mediante la externalización de las fronteras. Lo demuestran los tres acuerdos firmados por la UE en los últimos días; por un lado, con Chile y Argentina, para asegurar el suministro de materias primas críticas como litio y cobre dejando a un lado los conflictos ecosociales; por otro, con Túnez, para seguir subcontratando a terceros países las labores de policía migratoria y abandonar a las personas migrantes en el desierto.
Juan Hernández Zubizarreta / Erika González / Pedro Ramiro
La agenda “progresista” de la Unión Europea pasa por blindar los intereses de las grandes corporaciones y, al mismo tiempo, ofrecer una pseudorregulación sobre los efectos de sus operaciones que carece de efectividad real. En este punto es donde entra en juego la directiva europea sobre diligencia debida, que se presenta como un instrumento para obligar a las transnacionales europeas a cumplir con los derechos humanos en sus negocios por todo el mundo. Esta normativa, después de tres años de tramitación, fue aprobada el pasado 1 de junio en el Parlamento Europeo.
Termina así el camino de una norma que fue anunciada en 2020 por el comisario europeo de Justicia. Al año siguiente, el Europarlamento aprobó una primera propuesta de directiva, conocida como informe Wolters, por el nombre de la ponente socialista encargada de su redacción. En 2022, tras suavizar el contenido del texto, la Comisión Europea envió la normativa a las correspondientes comisiones para recibir diferentes enmiendas. Y ahora, una vez refrendada por la eurocámara, solo queda la negociación final en los trílogos (reuniones del Parlamento, la Comisión y el Consejo europeos) para que se promulgue definitivamente esta norma, que a continuación tendrá que ser traspuesta a las legislaciones nacionales de los Estados miembro.
A nuestro entender, el texto aprobado tiene muchos más aspectos negativos que positivos
Los principales sindicatos, partidos y ONG progresistas han respaldado de forma prácticamente unánime la directiva. Los Verdes la consideran un “gran éxito” y, según la europarlamentaria Manon Aubry, presidenta de The Left, “es una victoria inmensa contra la impunidad de las multinacionales”. A nuestro entender, sin embargo, el texto aprobado –con un armazón jurídico construido alrededor de la noción de diligencia debida– tiene muchos más aspectos negativos que positivos. Consideramos que, al contrario de lo que pudiera parecer, se trata de una sofisticación jurídica que no supone avanzar en el establecimiento de mecanismos efectivos para el control de las grandes corporaciones. En formato pregunta-respuesta, aquí van nuestros argumentos.
¿A qué obliga esta normativa?
La directiva sobre diligencia debida obliga a las empresas a contar con planes de riesgos en los que identifiquen y pongan remedio a los abusos cometidos a lo largo de toda su cadena de valor. Esto es, a tener un plan de acción preventivo y otro correctivo de los posibles daños socioambientales. Pero estos planes tienen muchos agujeros para ser eficaces, porque apenas incluyen cuestiones generales y no hay un contenido específico obligatorio que deban incorporar.
Es cierto que la directiva establece que las instituciones europeas y los organismos internacionales con experiencia en diligencia debida tendrán que publicar las líneas directrices que guíen la forma en que las empresas deberán formular los planes. Lo que ocurre es que este tipo de directrices, al menos las generadas por la OCDE, no son de obligado cumplimiento, son orientaciones. Así que van a ser las propias compañías (o las auditoras que estas subcontraten) quienes hagan las evaluaciones periódicas de sus planes de acción. Sí se señala que cada Estado tendrá que designar una autoridad independiente para supervisar el cumplimiento de la directiva, pero el caso es que lo hará a partir de los informes realizados y evaluados por la empresa o por una auditora contratada al efecto.
Las sanciones y la responsabilidad civil se aplicarán cuando se compruebe la existencia de impactos socioambientales causados por la ausencia o los fallos de los planes de riesgos. Si estos planes están elaborados, publicados, actualizados y evaluados, la empresa no podrá ser responsabilizada de los daños que hayan tenido lugar. Además, a la hora de aplicar condenas, la directiva dispone de una serie de salvaguardas que contemplan un amplio margen para evadir la responsabilidad. Según la normativa se tendrán en cuenta los esfuerzos de la compañía para aplicar medidas correctoras y las inversiones realizadas.
No hay ningún espacio global con capacidad para juzgar los crímenes económicos y ecológicos cometidos por estas compañías
Para defender sus derechos, las grandes corporaciones pueden recurrir a tribunales nacionales y a instancias internacionales de arbitraje, con exigibilidad y justiciabilidad máximas. Pero no hay ningún espacio global con capacidad para juzgar los crímenes económicos y ecológicos internacionales cometidos por estas mismas compañías. La directiva no hace referencia a la responsabilidad penal de las personas físicas (directivos) y jurídicas (empresas) por las violaciones de derechos humanos. Y ni siquiera contempla la urgencia de promover la inspección pública, fiando prácticamente todo a las auditorías privadas. Dando continuidad a la línea iniciada con el Acuerdo de París, es un avance en normas vinculantes… vaciadas de contenido.
¿Al menos es un primer paso?
Una regulación basada en el principio de diligencia debida se aleja mucho de lo que hemos venido exigiendo desde la mayoría de las organizaciones sociales y campañas contra el poder corporativo en las dos últimas décadas. Y es que con ella no se impulsa el cumplimiento de obligaciones directas para las transnacionales, tampoco un centro público con participación social para el seguimiento de las actividades empresariales de carácter extraterritorial, ni mucho menos un tribunal que pudiera enjuiciar a las compañías y a sus responsables por sus abusos sobre los derechos humanos. Tomando como referencia los debates que se vienen desarrollando a este respecto en la ONU, las normas de diligencia debida tienen bastante más que ver con los Principios Rectores que con la resolución de 2014, con la que se acordó la necesidad de promover un instrumento internacional jurídicamente vinculante sobre empresas y derechos humanos.
La directiva apunta a la creación de servicios nacionales de asistencia sobre diligencia debida que pueden derivarse a instancias ya creadas, como los Puntos Nacionales de Contacto. Unos organismos dependientes de la OCDE que, como puede verse en el caso del Estado español con la empresa vasca CAF en los territorios ocupados por Israel, se caracteriza por su inefectividad en la tutela de los derechos humanos frente al poder corporativo. Por otra parte, no se incorpora la inversión de la carga de la prueba con el fin de que las personas y comunidades denunciantes puedan hacer frente a las denuncias, dada su situación de vulnerabilidad y ausencia de recursos.
Con todo, ¿puede decirse que es un avance necesario pero insuficiente? Lo cierto es que no está nada claro, porque el “mal menor” podría convertirse en un freno normativo a otros avances en mecanismos de control efectivos. El etapismo ya lo hemos visto antes con el Global Compact, el marco Ruggie y el Plan de Acción Nacional sobre empresas y derechos humanos: lo que prometía ser un impulso inicial con el que luego dar muchos más pasos, al final, nunca pasó de ahí. Y en el mientras tanto, se tapona cualquier posibilidad de promover otros mecanismos más fuertes de regulación.
¿Qué es lo que puede cambiar?
Más allá de los discursos grandilocuentes sobre “el fin de la impunidad corporativa”, con esta normativa no se va a poder cambiar de manera significativa el modus operandi habitual de las grandes empresas. De haber podido contar antes con esta normativa, ¿hubieran sido distintos los casos de Repsol en Perú, de Inditex en Marruecos, de CAF en Palestina? Nos tememos que no. De hecho, más bien podrá servir para dar carta de naturaleza a las violaciones de derechos humanos cometidas por las transnacionales: mientras continúan con sus graves impactos socioecológicos, podrán argumentar que están cumpliendo la ley presentando sus planes de acción.
Dar por válida la diligencia debida, además, puede debilitar el resto de normas: del tratado en la ONU a la regulación sobre materias primas críticas –el rol de la Unión Europea en ambas cuestiones está precisamente en estos momentos en discusión–, en vez de exigir a las empresas extractivas que cumplan el derecho internacional de los derechos humanos se les instará a contar con mecanismos de prevención.
Se trata de una directiva con la que difícilmente se puede hacer frente al derecho corporativo global y cuya aplicación, según lo que se ha dispuesto, será a la baja. La cláusula de mercado único, por la que se debe garantizar una armonización e igualdad de condiciones en todos los Estados de la UE, resultará en un ritmo de aplicación lento y mínimo. Esta ralentización se suma al amplio margen de tiempo que habrá para su aplicación en las empresas, que llega a ser de cinco años en el caso de las que tengan más de 250 personas empleadas y sus negocios se sitúen en una horquilla de entre 40 y 150 millones de euros.
¿Por qué oponerse a la diligencia debida?
El eje fundamental sobre el que se articulan las relaciones comerciales internacionales es la asimetría normativa. Los “derechos” de las corporaciones transnacionales se tutelan con fuerza a través de la lex mercatoria, un ordenamiento jurídico global con el que blindan sus negocios y contratos. Sus obligaciones de cumplir los derechos humanos, en cambio, son reenviadas a las legislaciones nacionales (previamente desreguladas), al derecho internacional de los derechos humanos (manifiestamente frágil), a la “responsabilidad social” (voluntaria y no exigible) y ahora a la diligencia debida, un mecanismo basado en la prevención de riesgos que no se sale del marco de la unilateralidad y la autorregulación empresarial.
Mientras no existen instrumentos efectivos a nivel mundial para controlar los impactos sociales, económicos, laborales, ambientales y culturales de las actividades económicas de tipo transnacional, se refuerza la arquitectura jurídica de la impunidad: el objetivo declarado de este semestre de presidencia española del Consejo de la Unión Europea es terminar la negociación del acuerdo con Mercosur y firmar la renovación de los tratados comerciales con Chile y México. “Esta es la forma de hacer negocios de la UE”, ha dicho Ursula Von der Leyen tras rubricar los acuerdos para garantizarse el acceso a minerales críticos en el Cono Sur. La certeza y la celeridad con que se han impulsado estos pactos pro-business no tienen nada que ver con la indeterminación y la dilación que existe alrededor de las obligaciones de las transnacionales europeas.
La Comisión Europea valora la posibilidad de crear espacios sin regulación para una experimentación rápida de innovación energética y digital
De hecho, actualmente se están elaborando normativas y políticas a nivel europeo –como la ley de industria de cero emisiones, la de materias primas críticas, el reglamento para acelerar el despliegue de energías renovables o el plan REPowerEU– que rebajan aún más las medidas de control ambiental, social y fiscal para las grandes corporaciones. La Comisión Europea está valorando la posibilidad, incluso, de crear espacios sin regulación para una experimentación rápida de innovación energética y digital. La diligencia debida aparece en este contexto como el principal instrumento regulatorio, cuando se trata de una tecnificación jurídica que, por mucho que se insista en lo contrario, no implica la creación de nuevas obligaciones directas de carácter extraterritorial.
¿Por qué la respaldan muchas ONG y sindicatos?
La directiva sobre diligencia debida, al igual que algunos desarrollos legislativos a nivel nacional que se están adelantando –en el Estado español, sin ir más lejos, se ha quedado varada antes de llegar al consejo de ministros una propuesta de ley similar–, es innegable que contempla algunos avances. Sin ir más lejos, en términos de transparencia, es importante poder contar con información detallada de todos los actores de la cadena de valor. Como también con la obligación de que las empresas y las instituciones públicas dispongan de mecanismos públicos para recibir reclamaciones por parte de las personas, comunidades y organizaciones interesadas. Los plazos y procedimientos para tramitar las denuncias se especifica que sean razonables, accesibles, predecibles, equitativos y sensibles a cuestiones culturales y de género. La interlocución entre las compañías y quienes se ven afectadas por sus operaciones debe hacerse en un marco en el que no haya obstáculos ni represalias; aunque es el Estado quien velará por esta cuestión, no hay un articulado preciso para regular estas situaciones.
Los aspectos de la directiva relacionados con la supervisión por parte de las autoridades públicas, las sanciones y la responsabilidad civil en las operaciones extraterritoriales, a pesar de que únicamente se vinculan al plan de riesgos empresarial, son igualmente significativos. Se indica la necesidad de que las autoridades estatales cuenten con competencias y recursos para realizar investigaciones y audiencias, del mismo modo que se recoge que las partes afectadas pueden acudir a un tribunal para revisar la legalidad de los actos y omisiones de las instituciones públicas. Ahora bien, ampliando el foco y recordando lo que han venido siendo las demandas de las redes internacionales contra el poder corporativo desde hace más de dos décadas, todo ello queda muy por debajo de lo que mínimamente habría cabido esperar.
En el marco de la ofensiva capitalista y el recrudecimiento del régimen de guerra para garantizar los beneficios de los grandes propietarios, se está profundizando en la degradación del sistema internacional de derechos humanos: la expropiación, la expulsión, la destrucción y la violencia se configuran como elementos constitutivos de un necrocapitalismo cada vez más generalizado. La desigualdad también ha entrado a formar parte de los núcleos esenciales del sistema de dominación, institucionalizando las desigualdades de clase, género, etnia/raza y nacionalidad. Se va asentando así un estado de excepción permanente, donde la debilidad de las organizaciones y movimientos sociales limita las posibilidades de confrontación para situar en su lugar las lógicas de concertación.
La necesidad de contar con éxitos en la labor de lobby hace que las propuestas inevitablemente se vayan moderando. El pragmatismo en las negociaciones lleva a ir desplazando las líneas rojas cada vez más hacia el centro del tablero. Y la tecnificación del debate termina por expulsar del proceso a las organizaciones sociales y colectivos afectados por las transnacionales. Los impactos socioecológicos que están en la raíz de las ganancias empresariales quedan aparcados para priorizar la estrategia de la negociación. Y luego viene una sucesión de renuncias, dadas las asimetrías de poder y la ausencia de un fuerte músculo social. Todo ello, en un debate estratégico que no empieza ni termina con la diligencia debida, redunda en el triunfo del posibilismo y del esto-es-lo-que-hay.
¿Qué alternativas hay?
En relación con las normas sobre diligencia, no está mal contar con planes de riesgos basados en la prevención; el problema central es que sean la única herramienta para el (pseudo) control de las operaciones empresariales. Se podrían aceptar sin demasiados problemas las medidas de diligencia debida si estas se insertaran en una ley marco que incluyera otros elementos: obligaciones directas, responsabilidad solidaria, mecanismos efectivos, instrumentos de control público-social.
Todas estas son cuestiones que han sido trabajadas en el marco de la campaña global Desmantelando el Poder Corporativo; también a nivel europeo y estatal, y con las propuestas del centro vasco y el centro catalán sobre empresas y derechos humanos. Pero el caso es que, al final, la diligencia debida ha acabado por convertirse en la única referencia obligatoria para las grandes corporaciones. Y el resto de posibles marcos regulatorios se han dejado en un cajón.
Claro que se podría establecer otro tipo de regulación, si vivimos en los tiempos de la rerregulación permanente. Cuando han estado en cuestión los beneficios empresariales, el suministro energético o las necesidades de liquidez de los bancos, se han cambiado todas las normas que hubiera que cambiar para reconducir la situación. Cuando así lo ha querido, Estados Unidos ha prohibido las importaciones de productos provenientes de China manufacturados en condiciones de trabajo forzoso (teóricamente, para proteger a la etnia uigur; en la práctica, por la guerra económica entre potencias imperiales). Para el derecho a la protesta, no hay duda en reformar los códigos penales y promulgar leyes de seguridad ciudadana; para el derecho al lucro, sin embargo, se promueven códigos de conducta, programas de “responsabilidad social” y normas de diligencia debida.
Nadie dice que vaya a ser fácil enfrentarse a los grandes poderes económico-financieros. Pero lo que está claro es que no se trata de una cuestión de técnica jurídica, sino de voluntad política y de movilización social.
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Juan Hernández Zubizarreta (@JuanHZubiza), Erika González y Pedro Ramiro (@pramiro_) son investigadores del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) - Paz con Dignidad.
Fuente: https://ctxt.es/es/20230701/Firmas/43623/derechos-humanos-responsabilidad-corporativa-Union-Europea-diligencia-debida.htm - Imagen de portada: Minería de litio en el Salar del Hombre Muerto (Argentina). / Coordenação-Geral de Observação da Terra/INPE (CC BY-SA 2.0)