Megaproyectos y criminalización de la protesta en el Norte de Centroamérica
En la región sigue vigente un andamiaje de criminalización de la protesta muy bien engrasado, que articula estructuras políticas, judiciales, militares y policiales con códigos penales ad hoc para la lucha contra las resistencias populares: Cuando el marco normativo y las escasas garantías democráticas no son suficientes, la respuesta a la resistencia frente a los megaproyectos suele derivar en criminalización de la protesta e incluso en violencia, ejercida por instancias públicas y/o corporativas: Tres son los patrones que se repiten a tal efecto. En primer lugar, el señalamiento de las personas y las organizaciones que, por su labor activista que desafía el poder corporativo y la lógica de la ganancia, son tachadas de opositoras al desarrollo y al bienestar de la mayoría de la población. En segundo término, y como consecuencia del paso anterior, la represión y persecución de aquellas para impedir el ejercicio de sus derechos fundamentales. Por último, en caso de que las dos vías anteriores no fueran efectivas para bloquear la protesta, la agresión, el hostigamiento y la eliminación física de quienes se enfrentan al modelo dominante.
Gonzalo Fernández Ortiz de Zárate
Marcos Sebastián Langhoff
Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) - Paz con Dignidad
Guatemala
Precisamente la violencia directa contra militantes sociales y comunitarias adquiere en Guatemala una cadencia sistemática, reforzada por el abuso de las figuras político-penales de “Estado de sitio”, “Estado de excepción” y “usurpación”, entre otras. Tan solo en el año 2023 —año electoral— la Unidad de Protección a Defensoras y Defensores de Derechos Humanos de Guatemala (UDEFEGUA) documentó 9.496 agresiones en contra de personas, organizaciones y comunidades. Esta cifra supone un incremento con respecto a 2022, y consolida una tendencia al alza desde el comienzo de la década. De este conjunto de agresiones, 6 fueron asesinatos, junto a 7 más que quedaron en estado de tentativa. Según Global Witness, tan solo entre 2019 y 2023 fueron asesinadas en Guatemala 35 personas defensoras de la tierra y el medioambiente.
Con relación a las comunidades que se oponen a la instalación de megaproyectos, se observa un patrón de agresiones que tiene el objetivo de controlar, dividir y debilitar los procesos comunitarios de resistencia, identificando liderazgos y opositores, aplicando métodos de intimidación y amenaza, así como ejecutando finalmente agresiones en forma de difamación, uso indebido del derecho penal, ataques físicos e incluso eliminación física.
Esta dinámica se ha visto reforzada por la aplicación de los estados de sitio y de excepción —amparados en la Ley de Orden Público, promulgada en 1965 bajo un enfoque de aplicación de las políticas contrainsurgentes como parte de la Doctrina de Seguridad Nacional— decretados de manera generalizada en distintos municipios del país con conflictividad en torno a megaproyectos. Tan solo entre 2012 y 2021 se aplicaron más de 60 estados de excepción. Ejemplo de ello son los dos estados de sitio en el municipio de El Estor, en el marco de la oposición de la población q’eqchi’ a la presencia de la empresa minera CGN-PRONICO.
Más allá de la violencia física, el uso indebido del derecho penal ha sido la herramienta más utilizada. La cooptación del sistema de justicia normalmente se concreta en acciones que suelen incluir la acusación de múltiples delitos, el uso excesivo de figuras penales que permitan emitir órdenes de captura e instruir prisión preventiva a las personas encausadas, las detenciones ilegales y la dilación deliberada de los procesos judiciales. Esta dinámica ha sido promovida por el sector privado y ejecutada por autoridades públicas a través de la construcción de un andamiaje institucional y legal, que, entre otras cosas, ha creado y sofisticado figuras penales específicas para la criminalización.
Como ejemplo de ello, en el marco de las acciones de protesta promovidas por el Comité de Desarrollo Campesino (CODECA) en contra de los abusos de la empresa proveedora del servicio de energía eléctrica en Guatemala, en 2014 se creó la Fiscalía contra el Robo de Energía Eléctrica. Como resultado, 504 personas fueron encarceladas entre 2014 y 2019, habiéndose promovido 3.322 procesos penales.
A su vez, y en el marco de los conflictos por la tierra, la incorporación de la figura de usurpación en el código penal en 1996 provocó que las resistencias campesinas pasaran a ser dirimidas en el ámbito penal. El delito de usurpación permite así criminalizar a comunidades enteras que habitan ancestralmente territorios con la mera presentación de títulos de propiedad, en muchas ocasiones obtenidos de manera ilegal, por parte de terceros. Esta estrategia se fortaleció aún más con la creación por parte del Ministerio Público de la Fiscalía contra el Delito de Usurpación, en respuesta a las demandas del Observatorio de los Derechos de Propiedad, organización creada en marzo de 2021 por el Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (CACIF).
Las denuncias por usurpación sirven de base legal para la ejecución de desalojos forzosos. Tan solo en 2023 el Ministerio Público presentó 42 solicitudes de desalojo por los delitos de usurpación y usurpación agravada a los órganos jurisdiccionales, mientras la OACNUDH pudo documentar 5 casos de desalojos forzosos que afectaron a 503 familias mayoritariamente indígenas.
El actual gobierno progresista no ha tocado este andamiaje de criminalización, por lo que en la actualidad se mantiene intacto, máxime en el marco de un Ministerio Público y una Corte Constitucional cooptados por el “pacto de corruptos”.
Honduras
Honduras, por su parte, cuenta con un andamiaje similar, y enfrenta un contexto de violencia incluso más agresivo en términos relativos que Guatemala, convirtiéndolo en uno de los países más peligrosos del mundo para ejercer la protesta. Aunque no existen datos oficiales sobre agresiones y asesinatos a personas defensoras, algunas organizaciones y organismos internacionales han hecho estimaciones sobre el número de ataques y asesinatos en los últimos años.
Según datos del informe del Relator Especial, entre 2001 y 2017 fueron asesinados al menos 76 periodistas. Por su parte, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) apunta en su informe de 2019 que en el periodo 2014-2018 se produjeron al menos 65 asesinatos contra defensoras, y solo entre 2016 y 2017 se reportaron más de 1.232 ataques contra estas, sus familias y organizaciones. Global Witness apuntaba en 2017 por su parte que 123 personas defensoras del territorio y el ambiente habrían sido asesinadas en Honduras desde 2010.
Ante la magnitud de esta situación la respuesta estatal se ha ido enfocando en el establecimiento de marcos legales y programas institucionales para promover la protección y acceso a la justicia de las personas y comunidades que reivindican derechos. Sin embargo, tras casi 10 años después de la puesta en marcha de la política pública de seguridad hacia personas defensoras, se pude afirmar que sus resultados no han cumplido las expectativas ni en cuanto a su protección ni con relación a la impunidad de quienes perpetran los ataques. En el año 2022, con 14 asesinatos Honduras fue el país con mayor número de personas defensoras asesinadas per cápita del mundo.
Aparte de la violencia y la represión, el derecho penal también ha constituido uno de los principales instrumentos de criminalización. En los últimos años se han impulsado una serie de modificaciones al código penal para incluir o reformar tipos penales a la medida de las necesidades del sector privado para poder criminalizar de forma masiva a personas, comunidades y organizaciones, que, ante el desamparo ofrecido por parte del estado ante el despojo de sus tierras y recursos naturales, han llevado a cabo manifestaciones, protestas o procesos de resistencia. En muchos casos, se ha criminalizado a campesinos y comunidades indígenas por el simple hecho de encontrarse físicamente en el espacio físico donde han habitado desde siempre.
Al igual que en Guatemala, el uso del derecho penal juega un rol fundamental en el proceso de despojo de tierras. Ante la magnitud de casos de criminalización a partir de la figura de usurpación, en 2020, con la entrada en vigor del nuevo Código Penal, el tipo penal de usurpación se reforzó para ajustarse a los estándares internacionales, y disponía de una excepción, a partir del cual, no podía utilizarse con relación a procesos vinculados con tierras ancestrales y de asentamientos campesinos, dónde estuviera por definirse la propiedad.
Sin embargo, los operadores de justicia, particularmente los fiscales, han continuado recurriendo a la figura de usurpación para abordar casos representativos de la conflictividad por la tierra. Además, a petición del sector agroindustrial del país, este delito se reforzó en 2021, ampliando las penas, limitando la excepción indígena y campesina, e incorporando incluso la posibilidad de hacer desalojos preventivos en función del mismo. Como resultado, pocas semanas después de su modificación se produjeron una serie de desalojos de cooperativas campesinas que se encontraban en procesos de recuperación de tierras ante empresas palmeras en la zona del Bajo Aguán.
Asimismo, se incide en la figura del “desplazamiento forzado” —delito creado con el objetivo de perseguir a integrantes de maras y pandillas— en las acusaciones contra personas defensoras de derechos humanos. Como ejemplo de ello, en marzo de 2021 integrantes de la Alternativa de Reivindicación Comunitaria y Ambientalista de Honduras (ARCAH), que realizaban una manifestación pacífica frente a las oficinas de la empresa avícola “El Cortijo” para protestar por la contaminación de un río local, fueron detenidos violentamente y amenazados por unos 90 agentes de las fuerzas de seguridad del Estado, siendo acusados posteriormente por la supuesta comisión de dicho delito.
La llegada al poder de Xiomara Castro en 2022 generó la expectativa de reversión de estas tendencias autoritarias y de cierre del espacio cívico, generando en sentido contrario un entorno de seguridad y garantías democráticas. Sin embargo, a pesar de que se han llevado a cabo acciones puntuales la elaboración de un protocolo institucional para la prevención de la conflictividad vinculada a la tierra y se está impulsando una reforma del sistema de licenciamiento ambiental, las causas estructurales que generan la inseguridad de comunidades, organizaciones y personas en resistencia a los megaproyectos no se han modificado. Por contra, algunos patrones de militarización del espacio público, falta de seguridad y criminalización para personas defensoras se han mantenido y en algunos casos exacerbado.
El Salvador
El Salvador, por su parte, lleva en Estado de excepción desde el 27 de marzo de 2022 después de más de una treintena de prórrogas. Su objetivo oficial es el de servir como herramienta para enfrentar el problema de las maras.
Esta medida, dentro de lo que hemos denominado previamente como populismo punitivista, tan solo es la manifestación más evidente de un proceso de concentración del poder y cierre del espacio cívico iniciado desde 2019 por Bukele con la meta de institucionalizar una forma de gobernanza represiva que permita neutralizar a quienes realizan acciones de monitoreo y control político frente su acción de gobierno. En la práctica, por tanto, el régimen de excepción ha sido utilizado también para el tratamiento de fenómenos ajenos a las maras, afectando a personas defensoras de derechos humanos, sindicalistas y periodistas, entre otros.
Algunos de los mecanismos que las autoridades han utilizado de forma sistemática y sostenida para lograr estos fines se basan en: el acoso al oficio del periodismo y a cualquier forma de disidencia o crítica; las limitaciones al derecho de manifestación; la estigmatización de la labor de defensa de derechos humanos; la militarización de territorios y comunidades; y, finalmente, las agresiones y uso de tipologías penales vagas.
Según la Asociación de Periodistas de El Salvador, tan solo en el año 2023 se documentaron 311 agresiones contra periodistas y medios de comunicación, la mayoría de las cuales ocurrieron en entornos digitales y por parte de funcionarios públicos. Algunas de estas agresiones se relacionan a restricciones al ejercicio periodístico durante la cobertura de cercos militares, ataques a partir de publicaciones o investigaciones relacionadas al régimen de excepción, así como detenciones y retenciones arbitrarias.
De acuerdo con la Mesa por el Derecho a Defender Derechos, durante el 2023 se registraron 226 agresiones en contra de defensoras y periodistas, lo que representa un incremento con relación al año anterior, estableciéndose una tendencia creciente desde la implementación del régimen de excepción.
El perfil más afectado sería el de los periodistas y comunicadores sociales, seguido de los defensores y defensoras del territorio, y las modalidades de agresión más frecuentes las constituirían las declaraciones estigmatizantes, el acoso digital, las campañas de desprestigio, los ataques digitales, la intimidación y las amenazas. También es muy significativa la presión sobre el sindicalismo, en protesta a los despidos masivos que el gobierno ha realizado de manera ilegal y arbitraria en diferentes instituciones públicas. Como resultado de ello 16 miembros habrían sido detenidos y acusados de agrupaciones ilícitas.
Con relación a las personas y comunidades que defienden la tierra y el medio ambiente ante la instalación de megaproyectos, se puede constatar que la implementación del régimen de excepción ha puesto en mayor riesgo y vulnerabilidad sus procesos de resistencia. De acuerdo con informes de organizaciones de sociedad civil salvadoreñas, al menos 34 defensores de derechos humanos han sido detenidos a lo largo del régimen. De ellos, uno de los sectores más afectado ha sido el de las luchas ambientales, donde varios liderazgos o familiares de estos han sido objeto de persecución y captura.
En ese sentido, se han observado capturas en contra de pobladores que se opondrían a la construcción del aeropuerto del Pacífico en el departamento de la Unión y de líderes de movimientos indígenas en el departamento de Sonsonate, zona caracterizada por las extensas plantaciones del monocultivo de la caña de azúcar y por la intención de construir una nueva central hidroeléctrica sobre el río Sensunapán. Asimismo, en el marco de investigaciones periodísticas sobre proyectos de construcción en el lago de Coatepeque y complejos turísticos en la isla Tasajera, se realizaron detenciones en contra de familiares de la directora del medio de comunicación el mismo día de su publicación.
La presencia de la fuerza pública como mecanismo de amedrentamiento ante el surgimiento de posibles movimientos de oposición y resistencia se ha extendido y aplicado también de forma selectiva sobre algunos territorios con el argumento de la persistencia de reductos de pandilleros. Es el caso, por ejemplo, de comunidades en los departamentos de Chalatenango y Cabañas, donde tras las elecciones de 2024 se produjeron despliegues militares desproporcionados, que afectaron a zonas rurales caracterizadas por su alto nivel de organización comunitaria y liderazgo en luchas sociales.
Finalmente, es importante destacar uno de los casos que más repercusión ha tenido a nivel nacional e internacional; los 3 líderes de Santa Marta y los 2 representantes de la Asociación de Desarrollo Económico Social “Santa Marta” (ADES) en Cabañas. El 11 de enero de 2023 los cinco fueron detenidos y privados de libertad acusados de haber cometido un asesinato en agosto de 1989 en el marco del conflicto armado.
La captura y judicialización de estos vendría motivada por su protagonismo histórico en lucha anti-minera y su liderazgo social en el departamento de Cabañas, ante un contexto de posible reactivación de la minería metálica que afectaría especialmente esa región del país.
Gracias a la presión ejercida por parte de organizaciones nacionales e internacionales, el 5 de septiembre de 2023 se dictaminó arresto domiciliario en favor de los 5 líderes, después de pasar casi 8 meses encarcelados en régimen de incomunicación. Hace unos días el tribunal sentenció el sobreseimiento definitivo del caso, asumiendo que la fiscalía no había logrado establecer la existencia de los delitos imputados. Tanto ADES, como el equipo legal de los acusados han denunciado irregularidades en la causa en reiteradas ocasiones.
Estos representan solo algunos ejemplos de lo que se prevé que está pasando en todo el país, en un marco alejado de las mínimas garantías procesales. La falta de estas durante las capturas y procesos judiciales, así como la falta de transparencia e información pública, no permiten tener un registro detallado de todos los casos. En algunos casos los detenidos son puestos en libertad a las pocas horas o días de ser detenidos, y, en otros, pasan meses encarcelados sin que se cumplan sus garantías procesales bajo el cargo de agrupaciones ilícitas, que es el tipo penal más utilizado. Asimismo, la propia falta de autorreconocimiento, en muchas ocasiones, de las y los detenidos como personas defensoras de derechos humanos, o el estigma generalizado que se ha instalado alrededor de las personas que se oponen a los megaproyectos, limita la posibilidad de activar herramientas específicas para enfrentar sus causas.
En todo caso, la experiencia de quienes han sufrido este tipo de capturas y criminalización, y la amenaza de quienes las pueden sufrir, constituye un elemento fundamental para desincentivar las resistencias en el país.
Por último, es importante comentar que a diferencia de Guatemala y Honduras, donde el derecho penal se desarrolla de forma quirúrgica creando nuevos tipos penales que se adaptan perfectamente a los patrones de resistencia de las personas y comunidades ante los megaproyectos, en El Salvador, el contexto de falta de garantías que ofrece el régimen de excepción permite criminalizar de forma preventiva, indirecta y encubierta cualquier manifestación de oposición al gobierno o a su política económica, bajo el riesgo de pertenecer o tener vínculos con las pandillas y amparado en la figura penal de agrupaciones ilícitas.
En definitiva, hoy sigue vigente en el Norte de Centroamérica una realidad no solo de impunidad corporativa —fruto del marco normativo de alfombra roja a las inversiones—, sino también un andamiaje de criminalización de la protesta muy bien engrasado, que articula estructuras políticas, judiciales, militares y policiales con códigos penales ad hoc para la lucha contra las resistencias populares, dentro de una contienda política sin garantías democráticas.
Ante ello, los mecanismos de protección impulsados en Guatemala y Honduras —no existe ninguno similar en El Salvador— muestran su evidente incapacidad para frenar la criminalización y la violencia que la acompaña, en función de estructuras con escasa proyección política, pírrico volumen de fondos y un enfoque de protección ineficaz, no protocolizado y no adaptado a la diversidad de defensoras y defensores.
Este texto es un extracto del informe “Transición ecosocial y megaproyectos en el Norte de Centroamérica”, publicado por OMAL en noviembre de 2024. - Fuente: https://www.elsaltodiario.com/una-de-las-nuestras/megaproyectos-criminalizacion-protesta-norte-centroamerica - Imagen de portada: Mural en Metapán, El Salvador, cerca de la frontera con Guatemala. OMAL (CC BY-NC)