Vivir la distopía

Resulta incómodo escuchar día tras días el sonido de esta distopía: las resonancias del enclaustramiento condicionado; las sirenas policiales que custodian el vaciamiento de las calles; la cacofonía de las aves que, ya sin complejos, ocupan nuestros lugares en vías y parques; el murmullo televisivo del vecino colindante o el teclear de los ordenadores ocupando nuestro tiempo entre las cuatro paredes de la domesticidad que nos recluye mientras ese microscópico virus, ese ser no vivo producto de la humanidad desaforada y se disemina por el todavía perplejo territorio global. Y ese lenguaje belicista que se va abriendo paso en una sociedad civil timorata que se deja deslumbrar por la producción lingüista del Estado mientras obvia la responsabilidad en esta crisis social y sanitaria de un mercado-negocio que durante estos años ha campado a sus anchas. 

Jesús Izquierdo Martín  

Resulta perturbador porque creíamos que la distopía, la figuración indeseada pero posible, ya no formaba parte de nuestra habitual cultura política. La descreímos porque nos empachamos de los negros presagios que la distopía edificó para desacreditar las optimistas filosofías de la historia del siglo XIX, aquellas majestuosas utopías sociales que auguraban el fin de la lucha de clases, el surgimiento de la administración de las cosas y la disolución del gobierno de los hombres, o el control científico de la naturaleza misma.
El cine, la literatura, el documental, la creación cultural e intelectual nos atiborraron de producciones distópicas que se lanzaron contra la modernidad del progreso, azuzando nuestros miedos y disgusto hacia un futuro que solo se saldaba con recompensas tecnológicas mientras desmantelaba nuestras bases comunitarias y bio-ecológicas. Y mientras las distopías caían en el descrédito de reducirse a una mera ficción, el espacio de nuestras esperanzas fue ocupado por un pragmatismo mundano que nos cobijaba en la creencia de un presente continuo, en la prédica supuestamente realista de que la salvación o la condena tan solo dependían de acciones individuales; que cada cual triunfaba o fracasaba según sus capacidades, nunca de sus circunstancias sociales. Un remedio neoliberal que, por otra parte, hizo explosionar el hambre de pasado, una nostalgia aliviada por la esperanza en mundos idealizados del ayer que podían ser actualizados; esa forma de pensar utópicamente que el desaparecido sociólogo Zygmunt Bauman denominó “retrotopía”.
Fotograma del documental Vivir la utopía (1997)

Luis Gamero dirigió en 1997 el documental Vivir la utopía, un artefacto centrado en el pensamiento y experiencias anarquistas en la España del primer cuarto del siglo XX. Es una compilación de testimonios de antiguos anarquistas, convencidos de que llevaron a la práctica la primera revolución del comunismo libertario de la historia, conscientes del fracaso final pero persuadidos de que aquello fue un ejemplo para el futuro. Aurora Molina, una de aquellas activistas, así lo señalaba: “creo que es lo mejor… y que por ahí hay que luchar, porque, aunque no se llegue, ha de ser, si no una meta, una ilusión, una utopía, una… lo que sea, … lo que puede ser una poesía”. Derrotados y con años de distancia en relación con lo acontecido, sus argumentos no son los de una retrotopía restaurativa; el documental no pretende recuperar un pasado perdido. Son relatos cargados de melancolía, pero también dibujados con trazos de esperanza. Vivir la utopía era una ilustración de un mundo perdido pero convertido en potencial inspiración. Con todo, es solo un destello en un firmamento cultural para el cual el pensamiento utópico o es una reliquia de anticuario o es un objeto muerto, parte del archivo del historiador profesional. Es un hecho histórico que ha dejado de ser acontecimiento, que ya no puede acontecer de otra forma, bajo otros rumbos interpretativos.
La distopía en la que hoy mismo vivimos se alimenta nuevamente del tiempo de la modernidad. No está reflexionada porque occidente, ensimismado en su noción de desarrollo progresivo, nunca supuso que algo procedente de “oriente” pudiera llamar a sus asépticas puertas. No nos preparamos ni en la práctica ni en la teoría porque era culturalmente imposible que sucediera. Incluso pese algunas advertencias como la película Contagion, producción norteamericana dirigida en 2011 por Steven Soderbergh, la historia de un virus también procedente de China que finalmente genera 26 millones de muertos en el mundo. Contagio recibió buenas críticas –incluso de Carlos Boyero-, pero quedó entre otros muchos productos culturales que emergen en un contexto de sobreabundancia que los devora y desactiva. Se quedó en una pura ficción estética y perdió con el tiempo el sesgo crítico de todo pensamiento utópico. En la realidad de 2020, nuestras políticas públicas de sanidad estaban descobijadas, tanto como estaba asentada nuestra ingenuidad en un futuro prometedor. El desastre se ha hecho presente y nos arropamos diariamente con la esperanza de que, después de aplaudir todos los días en nuestras terrazas o por nuestras ventanas, el mundo que conocemos será diferente. Algo semejante tuvo lugar tras la gran estafa de 2008: entonces pensamos ingenuamente que el capitalismo iba a ser moralizado a través de una ética de responsabilidad pública. Sigue estando por ver.
Fotograma de la película Contagio (2011)

¿Quién sabe? Puede que la calificación de estos momentos tan extraños sea simplemente producto de la figuración de un ciudadano asombrado; vivirlos, sin embargo, es como vivir una de esas distopías que quizá ya nos contaron. Ahora bien, también cabe la posibilidad de que este instante distópico nos obligue a detener nuestro recorrido acelerado hacia el desastre y repensar aquellas denostadas utopías, no como lugares de potencial reiteración, sino como momentos de inspiración para desacreditar la idea, a punto de congelarse, de que el egoísmo es la sustancia del hombre.

Fuente: Utopía   https://conversacionsobrehistoria.info/2020/04/19/vivir-la-distopia/ Portada: fotograma de la película Contagio (2011)
Jesús Izquierdo Martín
Universidad Autónoma de Madrid. Codirector del programa de radio Contratiempo. Historia y Memoria (Radio Círculo de Bellas Artes)

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