Chile / Residir en Quinchamalí: permanencia y memoria de la greda negra
En el centro de Chile, en la reciente región de Ñuble, se encuentra el poblado de Quinchamalí a cerca de 30 km al oeste de Chillán y pertenece administrativamente a esta comuna. Su nombre es equivalente a una pequeña planta nativa conocida como Quinchamalí (Quinchamalium chilense), que florece con tonos amarillos y que posee usos medicinales populares, que se remontan de cuando estas tierras fértiles eran habitadas por pehuenches, que ya en tiempos coloniales se hicieron de fama por ser hábiles artesanos. En el imaginario cultural nacional, Quinchamalí es sinónimo de orgullosa artesanía. Reconocida es su alfarería negra lustrosa contrastada con dibujos blancos, de tradicionales diseños de guitarreras, mates o chanchos de alcancías. Una tradición mestiza que resiste frágil a la implacable modernización, a la depredación de su entorno y al olvido de su oficio.
Por: Petra Harmat
Tan antigua como su tradición alfarera que nace de la simbiosis entre su herencia indígena americana y la influencia criolla-española, es la tierra quinchamalina. Los primeros registros históricos datan su aparición en la época colonial, cuando se alzó como uno de los fuertes que se construyeron para proteger la ciudad de Chillán, en el siglo XVII. Igual heredera y hacedora de esta tradición cultural, es el caserío de Santa Cruz de Cuca, un poco más al sur de Quinchamalí.
Río Ñuble, al fondo, el cerro las Tres Puntillas © Petra Harmat V.
“Se sabe que el origen de esta cerámica es de la época precolonial, cuando los pueblos hacían sus cerámicas de utilería, todos hacían sus propios enceres, esa investigación está basada en el encuentro de vestigios de tinajas que servían para recolectar aguas lluvia y cereales”, cuenta Gabriela Campaña, arqueóloga y antropóloga social.
Alimenta esta tierra rica el río Ñuble, ancho torrente que nace en los Nevados de Chillán y que cruza toda la región de este a oeste. A mitad de su camino, en la localidad de Confluencia, se une al río Itata para finalmente desembocar juntos en el mar, dando vida a un próspero valle famoso por sus viñas patrimoniales y orgullosas cepas de origen: el Valle del Itata. El río Ñuble, pacífico a la altura de las arenas de Quinchamalí, se bifurca en suaves brazos que protegen pequeños humedales y refugios ecosistémicos para distintas especies de aves, como la garza chica (Egretta thula). Colindantes al río, es aún posible ver algunos espinos (Acacia caven) que resisten invisibilizados por la invasión de monocultivos de eucaliptus y pinos. Caminando por Quinchamalí también es posible toparse con flora nativa silvestre, que en primavera crece vivaz y multicolor por los costados de los caminos sin asfaltar.
Contrariamente a la belleza del río de agua claras y calmas, alrededor el territorio se entristece rodeado por cerros de suelos explotados por la industria forestal, muy desarrollada en esta región. Las Tres Puntillas, cerro con mayor elevación al norte de Quinchamalí al otro lado del río, conserva aún lagunas de bosque esclerófilo. Es lo que va quedando del escasísimo paisaje autóctono de los alrededores de Quinchamalí.
Al respecto, Gabriela considera que existe una problemática medioambiental desde hace años. “No solo de Quinchamalí, sino también de todo el sector sur poniente de Chillán (Huechupín, Confluencia, entre otros). Las excesivas plantaciones de monocultivo forestal han dañado los suelos y también amenazan todos los veranos con incendios. Además de la desaparición de especies. A pesar de generar empleos a las personas, son precarizados y fomentan relaciones abusivas y de poca agencia”.
Sobre algunos impactos que ha generado el sector industrial en el río y suelos, comenta que “el principal impacto ha sido la privatización del territorio y el poco cuidado de las materias primas con las que trabajan alfareras y alfareros. Además, la contaminación de las aguas por la Celulosa Arauco y el cambio del río Ñuble por las chancadoras tiene nula regulación. Pasan a toda velocidad en la madrugada por las calles principales”.
“Se sabe que el origen de esta cerámica es de la época precolonial, cuando los pueblos hacían sus cerámicas de utilería, todos hacían sus propios enceres, esa investigación está basada en el encuentro de vestigios de tinajas que servían para recolectar aguas lluvia y cereales”, cuenta Gabriela Campaña, arqueóloga y antropóloga social.
Me cuentan (y compruebo a lo largo de mis idas para allá) que Quinchamalí también es un pueblo de cerezas. Más de medio siglo atrás ya estaban los campos de cereza instalados en la zona. No por nada la flor del cerezo es uno de los diseños comunes que se pueden observar en los dibujos de las cerámicas.
“Siempre ha sido como se ve aquí, lleno de frutales”, dice Sergio Muñoz, habitante de la localidad. “La gente antes vivía de la producción de las cerezas, por los años ’60. En el río la gente pescaba también para subsistir, pescábamos carpas”. La gente antigua no recuerda haber crecido jugando bajo el amparo de bosques nativos en esta tierra. Pero sí con un cauce de río mucho más amplio del que existe actualmente, que se extendía varios metros hacia los costados, ocupando lo que hoy son campos de cultivos.
Lo que continúa persistiendo a través de los siglos, fuerte y silenciosa a la vez, al interior de las casas, en sus patios, en las laderas de cerros, en las orillas del río, es la práctica ancestral de la greda que se resiste a morir.
Habitar para encontrar
Michael Rojas García es nativo de Quinchamalí. Estudió diseño y vivió en Santiago, siempre con la inquietud de volver a aprender alfarería y entender su relación como expresión artística. En 2019, su abuela, Hermosina de la Rosa Cires Durán (86 años), le enseñó el oficio, mientras ella, a su vez, fue recordando y reconectando con la alfarería que ejerció años atrás. Michael se inició como aprendiz elaborando pequeñas figuras de cabezas de pájaros. “Recién estaba entendiendo que mis manos podían producir algo. Antes sólo computador y en producir creativamente para otros. Eso cambió totalmente cuando entré a entender el material sobre todo y a poder dar formas volumétricas y a traspasar”.
En realidad, en Quinchamalí todos están conectados en algún punto con esta herencia cultural. “El conocimiento de este saber es una técnica totalmente visible, de observación y de conocimiento territorial. Por ejemplo, de qué lugares se extrae la tierra, entender los ciclos naturales -verano, otoño, invierno, primavera- y temperaturas estacionales para poder ejecutar. El conocimiento está súper esparcido, acá todas las personas saben algo”, comenta Michael.
La manufactura de la cerámica de Quinchamalí está estrechamente conectada con su entorno ecológico, no solamente con un saber cultural. Es un conocimiento colectivo, donde un territorio completo se identifica y reconoce en esta práctica cultural, traspasado de generación en generación, principalmente a través del linaje femenino.
A pesar de los esfuerzos colectivos e individuales que han mantenido viva la riqueza cultural y patrimonial de esta práctica, el panorama se nubla para esta alfarería única en el país que se resiste a desaparecer.
La alquimia nace como fuego ancestral que manipula los elementos de la naturaleza para brotar: tierra, agua, maderas, piedras y fuego, guano de caballo, vegetales. Es una cerámica orgánica porque no interviene la electricidad, ni fuerzas mecánicas externas ni tecnologías en la manera de producir. La fabricación de las piezas (locear) se realiza de forma completamente artesanal, a mano, desde la recolección de la materia prima para la producción de la greda, hasta la cocción (cochura) en fuego directo (sin horno) que permite la transformación del barro en piezas (lozas) de cerámicas, tanto utilitarias como ornamentales. Diseños tradicionales como la guitarrera, el mate de cacho y el chancho continúan vigentes en las creaciones de las loceras, que comercializan mayormente en el mismo pueblo y en el mercado y comercios de Chillán.
Las piezas de Quinchamalí se caracterizan por su color negro trasferido del ahumado en camas de bostas de vaca o caballo con pajas, posterior a su cocción y por su decoración delicada incisa de color blanco. La materia prima es greda, arena y una greda amarilla, que se extrae en diferentes zonas de la localidad y se mezcla hasta lograr una pasta que se limpia y amasa o pisa. La creación de una figura involucra 16 etapas en tres procesos técnicos principales: la obtención y preparación de las materias primas, el porcionado y modelado, construcción de la base y armado; luego el raspado, el bruñido con piedra de río, el encolado, el lustre y el esgrafiado, la cocción y ahumado. Finalmente, una vez que la pieza está seca, se le añade cuidadosamente colo blanco a las líneas incisas.
Proyecto Hoza
Michael habilitó un espacio amplio en el patio de su hogar familiar para acoger a personas afines a residir por un tiempo en Quinchamalí, que estuvieran interesadas en aproximarse a este oficio. Este proyecto, al que llamó Hoza, comenzó a gestionarse en 2019 a raíz de su interés de conectar diseño, artesanía y arte con este territorio en particular, donde también invita a alfareras de la localidad a enseñar algunos procesos del oficio.
En las residencias del proyecto Hoza se experimenta el oficio como un trabajo tacto-visual que desestructura las lógicas productivas actuales. Es el ejercicio de la materialidad que invita a cuestionarse las lógicas de lo imperativo, la eficiencia de tiempo y la tecnificación de procesos. Es exploración continua, piezas quebradas por la premura, búsquedas, reflexiones en torno a las prácticas culturales y al territorio. Es idas al río para refrescar la mente y el cuerpo de ese aislamiento voluntario y meditativo que sólo entregan los movimientos manuales. Es compartir en silencio e indagar con atención en las infinitas posibilidades que ofrece la tierra en comunicación con la creación. Es un pequeño rescate de un patrimonio y de un legado. También es ir a visitar a reconocidas alfareras y tener la oportunidad de charlar. Es comprarles alfarería de forma directa sin intermediarios. Y observar con atención y respeto sus talleres cuando te abren las puertas de sus refugios creativos, tratando de asimilar en ese pequeño atisbo toda la información contenida de cientos de años de práctica cultural.
El proyecto Hoza se sustenta en un continuo trabajo colectivo-comunitario, abriéndose al caudal de la información por el intercambio de quienes van participando. Un espacio vibrante, que se mueve todo el tiempo, pero también donde el tiempo se detiene.
Resistencia y sobrevivencia de la tradición artesana
En el contexto de mi residencia de cerámica, visité a Gabriela García, alfarera y apicultura de Quinchamalí. Cerca de la entrada de su casa tiene un búnker donde guarda y expone a la venta sus ceramios, que cuidadosamente ordena por tamaño en distintos grupos. Al frente, está construyendo un espacio colectivo.
Cuenta que su esposo también sabe el oficio y la apoyaba antes, en los tiempos difíciles. Hacía planchas y cocinas a leña de greda decorativas. Ella aprendió de la greda mirando a su abuela y vecinas. “Vengo de una familia y de una tradición alfarera. Mis abuelas, mis tías y mis papás practicaban la alfarería, era el medio de sustento que había en esa época. De niña jugaba con greda, pero nunca en mi vida pensé que iba a tomar este oficio como algo tan personal, tan arraigado a mi vida. Y soy la única que lo mantiene hasta el día de hoy”. Gabriela tiene tres hijos pero ninguno de ellos muestra demasiado interés por continuar el legado. Sus hermanas hacen el bruñido, pulido o lustrado, pasos específicos dentro de todo el proceso.
De esta herencia, cuenta que “es algo que tienes que querer. El hecho de construir algo con tus manos que puede estar en tu cabeza y que lo puedas plasmas en un trozo de greda, es impagable”.
Michael comenta que hay cerca de 80 artesanas activas entre Quinchamalí y Santa Cruz de Cuca, y que trabajan de forma esporádica o hacen producciones anuales cada cierto tiempo. “Este número no es representativo a nivel cultural del conocimiento o lo expandida que pueda estar la cerámica. Ese número invisibiliza también a otras personas que son partes activas de los procesos ya que individualiza a la artesana, pero no reconoce a la que bruñe o la que recolecta la materia prima”.
Otra problemática es la escasa gestión cultural que hay en la zona. “Una de las principales amenazas es la falta de gestión cultural local, lo cual imposibilita la difusión de actividades como de conocimientos de alfarería, pero también otras actividades productivas. No valoramos si no conocemos y la gente termina yendo a Quinchamalí viendo una pieza vacía de todo el trabajo que hay detrás. Por ello, la mirada folklorizante y paternalista de las acciones del territorio son también una grave amenaza. La ausencia de conocimiento propicia abusos de poder, tanto de la institucionalidad pública, como de artistas que generan proyectos sin darle el reconocimiento que merecen a las alfareras con las que trabajan”.
A pesar de los esfuerzos colectivos e individuales que han mantenido viva la riqueza cultural y patrimonial de esta práctica, el panorama se nubla para esta alfarería única en el país que se resiste a desaparecer. Su continuidad se ve en riesgo ante una sociedad donde prima la ultratecnificación de procesos, la sobreexplotación de las tierras y el hedonismo individualista por sobre el resguardo de un oficio tradicional. Donde el conocimiento se esfuma con la marcha de sus herederos hacia otros destinos y donde peligra de desvanecerse cuando la gente antigua se va para siempre.
Informaciones del Proyecto Hoza, residencias y talleres: Sitio web: https://linktr.ee/hoza - Instagram: @hoza.q
Video sobre proceso desde preparación de pasta a modelado de un mate, alfarera Gabriela García: https://www.youtube.com/watch?v=AdswUEd8y30&t=161s&ab_channel=GabrielaCampa%C3%B1a - Imagen de portada: Herramientas de origen vegetal para el modelado de la greda © Petra Harmat. Fuente: https://www.endemico.org/residir-en-quinchamali-permanencia-y-memoria-de-la-greda-negra/