Ecologismo embrollado
Las cosas parecían estar mejorando a finales de 2020. Tras otra estación catastrófica de incendios, inundaciones y calor, Estados Unidos eligió a un presidente pertrechado con el plan climático más ambicioso que el presentado por cualquier otro candidato presidencial en la historia del país, directamente moldeado por el Movimiento Sunrise y la campaña en pro de un New Green Deal. Sin embargo, aquí estamos en 2022 con todo el cuadro desbaratado. La industria de los combustibles fósiles está obteniendo beneficios inesperados y los titanes de la gestión de activos han dado marcha atrás en sus esfuerzos por apartar al sector financiero de esos tentadores rendimientos. La innovadora legislación climática de Joe Biden, la engañosamente llamada Inflation Reduction Act (IRA), incluye importantes concesiones a la industria de los combustibles fósiles, que le ha dado su aprobación.
Matthew Huber
La IRA da luz verde a las concesiones de explotaciones petroleras y gasísticas en las costas de Alaska y del Golfo de México durante los próximos diez años y respalda el duramente desafiado oleoducto de Mountain Valley. En el fondo, su objetivo es “eliminar el riesgo” de la inversión de capital privado en la transición verde en línea con lo que Daniela Gabor denomina el “Wall Street Consensus”. Su principal herramienta política es su programa de créditos fiscales, disponible para los propietarios de viviendas, en su mayoría de clase media, que quieran comprar vehículos eléctricos o nuevos electrodomésticos, y para las empresas privadas que desarrollen y fabriquen coches eléctricos, turbinas eólicas, paneles solares y baterías. (Una provisión consistente en el pago directo podría abrir la puerta a la expansión de la energía limpia de propiedad pública, pero esta tendrá que competir en un mercado mayoritariamente privado).
Estas medidas han sido aclamadas como la mayor inversión climática de la historia de Estados Unidos, pero eso no es decir mucho. Se calcula que sólo la descarbonización de la red eléctrica estadounidense costará 4,5 billones de dólares. La IRA de Biden ofrece apenas 369 millardos de dólares que se gastarán a lo largo de una década. La mayor parte se entregará al sector privado, incluida la propia industria de los combustibles fósiles. El programa de créditos fiscales contiene normas sobre los salarios y contempla el contenido doméstico de su impacto, lo cual pretende revitalizar la política industrial nacional en la fabricación de energía solar, eólica y de vehículos eléctricos, pero no está claro si dichas normas pueden satisfacerse o cómo se harán cumplir. Los modelos más optimistas sugieren que la IRA permitirá reducir las emisiones de carbono el 40% para 2030, pero también admiten que de no hacer nada en absoluto las reducciones se situarían entre el 24 y el 35 por 100. Así pues, la apuesta por el planeta parece ser que el capital verde, apoyado por el Estado, puede vencer a los combustibles fósiles en el libre mercado.
Mientras tanto, el capital fósil sigue ganando. En junio de este año, se hizo público que de los diez títulos más rentables de 2022 tres correspondía a empresas productoras de carbón y cinco estaban vinculados a la industria petrolera y gasista. Si no estaba claro ya, debería estarlo ahora: quienes se benefician de la producción de combustibles fósiles seguirán haciéndolo a menos que se les obligue a dejar de hacerlo. Las soluciones basadas en el mercado, como la IRA, eluden cuestiones básicas referidas al poder político y económico. Por ello merece la pena detenerse a considerar qué respuestas puede ofrecer el ecosocialismo en la coyuntura actual. Dos nuevos libros —The Future is Degrowth (2022), de Matthias Schmelzer, Aaron Vansintjan y Andrea Vetter, y Half Earth Socialism (2022), de Troy Vettese y Drew Pendergrass— adoptan el utopismo como punto de apoyo arquimédico desde el que imaginar la reconfiguración del mundo más allá de los estrechos límites impuestos por la política climática dominante.
Cofirmado por un historiador económico (Schmelzer), un ecologista político (Vansintjan) y un periodista (Vetter), The Future of Degrowth sostiene que la economía mundial debe reducirse para ajustarse a sus límites naturales. El libro ofrece una amplia visión del movimiento en pro del decrecimiento y su crítica del paradigma keynesiano de posguerra y de las ideologías colonialistas, capitalistas y patriarcales que lo sustentaron. Aunque los autores reconocen que existen “solapamientos y similitudes” entre su marco y el Green New Deal, sostienen que este último es fundamentalmente defectuoso. No sólo está vinculado a una fantasía de “productivismo progresista”, sino que también requeriría un régimen minero neocolonial para la construcción de la infraestructura de la energía renovable que propone. Contra esta tendencia presente en la política climática, The Future of Degrowth articula una forma de utopía arraigada en el aquí y el ahora, basada en lo que Engels llamó en su día “experimentos modelo”. Inspirándose en la obra de Erik Olin Wright, los autores describen una serie de “nowtopías” —agricultura comunitaria, comunas, economías cooperativas— que consideran un antídoto contra los “megaproyectos” climáticos respecto a los que proponen una “moratoria” general.
Si bien definen el decrecimiento en términos anodinos —“una reducción justa de la producción y el consumo que abarque tanto el bienestar humano como la sostenibilidad ecológica”—, Schmelzer y sus coautores también presentan una agenda concreta: el “Norte global” debe reducir el consumo al tiempo que efectúa su transición a las energías renovables y a una producción más localizada. ¿Cómo se llevará a cabo esta “reorganización política y económica fundamental de la sociedad”? Los autores admiten que ello puede requerir “enfrentamientos con las estructuras de la propiedad privada”. Históricamente, escriben, estas transformaciones “siempre han estado marcadas por fuertes controversias, disputas públicas y, hasta la fecha, conflictos (violentos)”. Sin embargo, su principal estrategia para llevar a cabo esta transición verde está tomada del trillado manual de instrucciones elaborado tras 1968 dedicado a convertir al leninista Antonio Gramsci en un pluralista ecuménico. Los autores predicen que las alternativas de decrecimiento se sumarán, una por una, a una poderosa “contrahegemonía” capaz simultáneamente de ofrecer estilos de vida alternativos, de aprobar “reformas no reformistas” a través de la maquinaria estatal y de construir un “poder dual” revolucionario preparado para gestionar crisis rupturistas.
Half Earth Socialism comparte algunos rasgos con los decrecentistas: también se centra en los límites naturales y aboga por un menor consumo, energías renovables y una agricultura desindustrializada en el Norte global. Pero ambos libros difieren en planteamiento y ambición. Mientras que The Future of Degrowth prevé un “pluriverso” de alternativas diversas y localizadas, que permitirá que florezcan las mil flores de decrecimiento, Half Earth Socialism es mucho más audaz, imaginando nada menos que una planificación ecológica a escala planetaria. Coescrito por un historiador del medio ambiente (Vettese) y un ingeniero medioambiental (Pendergrass), el libro rechaza las soluciones estándar al cambio climático: bioenergía, captura de carbono, geoingeniería y energía nuclear. En su lugar combina la propuesta del sociobiólogo E. O. Wilson de dejar la mitad de la superficie habitable del planeta a la naturaleza salvaje con los modelos informáticos de Pendergrass de un mundo definido por la energía 100 por 100 renovable.
Mientras The Future of Degrowth evita “caer en la euforia de la planificación dirigida por expertos” e intenta “conceder espacio a numerosas y diversas visiones del futuro”, Half Earth Socialism quiere resucitar la tradición de la planificación socialista. Inspirado en la obra del filósofo austriaco Otto Neurath y del matemático soviético Leonid Kantorovich el libro despliega una crítica mordaz del escepticismo planificador hayekiano. Sin embargo, Vettese y Pendergrass rechazan explícitamente el marxismo como parte de un sistema de pensamiento hegeliano-prometeico marcado por la “humanización de la naturaleza”, es decir, “el proceso mediante el cual la humanidad supera su alienación de la misma infundiéndole una conciencia humana mediante el proceso de trabajo”.
En cambio, la concepción de los autores es casi tan austera como la de Pol Pot. Su principal reivindicación es que la naturaleza debe dejarse en gran medida abandonada a sí misma, libre de la manipulación humana. Citando el libro de William Morris News from Nowhere, imaginan el mundo dentro de veinticinco años regido por los principios de la cooperación, la democracia y la restauración ecológica. Con los algoritmos de Pendergrass como guía, los planificadores ecológicos de la década de 2040 desarrollan una serie de modelos de uso de la tierra y dejan que la gente elija democráticamente el escenario que prefiere: algunos con más/menos energía per cápita, otros con más/menos tierras dejadas a la naturaleza. Las cuotas de energía van desde los 2000 vatios por persona hasta una cifra tan baja como los 750 vatios.
Uno de los méritos de Half Earth Socialism es que sus autores se toman en serio las necesidades de uso del suelo de los distintos sistemas de producción de energía, inclinándose, sin embargo, por las opciones que más suelo necesitan, esto es, la energía solar y la eólica, aunque aceptan que la intermitencia de estas fuentes energéticas puede provocar apagones periódicos. Sus modelos también incluyen los biocombustibles intensivos en uso de suelo, que en uno de los escenarios presentados se calcula que cubrirán el 26% de la superficie terrestre. Y su plan para volver a su estado salvaje la mitad de la superficie habitable de la Tierra requeriría tal vez la que es la propuesta más absurda de todas la presentadas por los autores: la imposición del veganismo universal obligatorio (de lo contrario, las cifras nunca cuadrarían). También rechazan la fuente de energía que podría liberar espacio para la biodiversidad utilizando menos tierra que cualquiera de las demás: la energía nuclear.
Vettese y Pendergrass nos invitan a imaginar que “la revolución socialista de la mitad de la Tierra se produce mañana”, pero no explican cómo podría ocurrir. Aunque apuntan a una coalición política a favor de la mitad de la Tierra, sus miembros están vagamente delineados: debería haber activistas por los derechos de los animales y agricultores orgánicos, así como socialistas, feministas y científicos, grupos que constituyen fracciones minúsculas de los ocho mil millones de habitantes que ellos esperan convocar. En cuanto a estratos más amplios tales como las clases sociales, el socialismo de la mitad de la Tierra guarda un gran silencio. Al igual que The Future is Degrowth y gran parte de la izquierda del último medio siglo, los autores asumen que un “movimiento de movimientos”, que une a varios grupos dispares y subalternos, acabará ganando suficiente poder para enfrentarse al capital.
¿Existe una alternativa marxista a este utopismo del siglo XXI? En Del socialismo utópico al socialismo científico, Engels analizó la aparición del socialismo utópico del siglo XIX, expresado por la obra de Saint-Simon, Fourier y Owen, como una reacción a las aspiraciones derrotadas de la Revolución Francesa. A principios del siglo XIX ya estaba claro que ésta no había logrado instaurar el reino de la razón y la justicia prometido por la Ilustración; por el contrario, el triunfo de la gran burguesía había traído consigo la corrupción, la guerra y la pobreza producida por la superabundancia. La producción industrial apenas estaba desarrollada y el proletariado, escribió Engels, aparecía ante estos radicales como “incapaz de una acción política independiente”, “un orden oprimido y sufriente”, que necesitaba ayuda del exterior. En estas condiciones, los socialistas utópicos intentaron, de forma idealista, desarrollar la solución de los problemas sociales “a partir del cerebro humano”:
La sociedad no presentaba más que males; eliminarlos era la tarea de la razón. Por lo tanto, era necesario descubrir un nuevo y más perfecto sistema de orden social e imponerlo a la sociedad desde el exterior mediante la propaganda y, siempre que fuera posible, mediante el ejemplo de experimentos modelo. Estos nuevos sistemas sociales estaban condenados a ser utópicos; cuanto más se elaboraban en detalle, más se convertían en puras fantasías.
Doscientos años después —y tras las aspiraciones derrotadas de las revoluciones del siglo XX— los ecosocialistas utópicos parecen repetir el mismo patrón. Un nuevo orden ecológico será conjurado a partir de sus cerebros, ensayado en microexperimentos, como en The Future is Degrowth, o, “impuesto desde fuera mediante la propaganda”, como en Half Earth Socialism. Lo que falta aquí es el análisis de las relaciones de clase concretas que inhiben tales transformaciones o que podrían llevarlas a cabo. Para Engels la conquista del socialismo real depende de la lucha de clases: “El socialismo ya no era un descubrimiento accidental de tal o cual cerebro ingenioso, sino el resultado necesario de la lucha entre dos clases históricamente desarrolladas: el proletariado y la burguesía”.
Como idealistas, los socialistas del siglo XIX veían en sus elucubraciones mentales la expresión de una verdad absoluta, aunque, como señaló Engels, la verdad absoluta difería para el fundador de cada una de las respectivas escuelas; cada una era mutuamente exclusiva y, por lo tanto, las diversas sectas se hallaban en permanente conflicto entre sí. En consecuencia, el movimiento socialista de los primeros tiempos no podía generar otra cosa que “una especie de socialismo ecléctico y mediocre”, “un batiburrillo que permitía las más variadas opiniones”:
Un batiburrillo de declaraciones críticas, teorías económicas, imágenes de la sociedad futura por parte de los fundadores de las diferentes sectas, que concitan un mínimo de oposición; un batiburrillo que se elabora tanto más fácilmente, cuanto más se frotan los bordes afilados de los componentes individuales en la corriente del debate como los guijarros redondeados en un arroyo.
Es difícil no pensar en Engels cuando uno lee la evocación incluida en The Future is Degrowth del “pluriverso” o del “mosaico de alternativas”, que supuestamente abrumará a los intereses capitalistas firmemente defendidos del “Norte global”. En Del socialismo utópico al socialismo científico Engels insistió, por el contrario, en que el socialismo sólo podía surgir de las condiciones económicas históricas de la época, lo cual no implicaba ninguna condena del utopismo como tal. En lugar de cacarear el fracaso de los experimentos owenistas, Engels escribió: “Nos deleitamos con los estupendos y grandiosos pensamientos y gérmenes de pensamiento que por doquier irrumpen a través de su fantasiosa cobertura”.
En las condiciones actuales, como ha afirmado Mike Davis, “el pensamiento utópico puede aclarar las condiciones mínimas para la preservación de la solidaridad humana frente a las crisis planetarias convergentes”, pero el problema inicial persiste: quienes se benefician de sus enormes inversiones en activos fijos ligados a los combustibles fósiles parecen empeñados en mantenerlas. ¿Conforma este utopismo una estrategia para enfrentarse al poder político y económico de los adversarios del planeta, ante todo de sectores clave de la clase dominante estadounidense?
Como escribió Ellen Meiksins Wood hace casi cuatro décadas, la clase trabajadora ha hecho más por desafiar al poder que cualquier otra fuerza social. ¿Cuál es su situación actual? Engels argumentó que el socialismo “científico”, es decir, autocrítico, rigurosamente conceptualizado y empíricamente probado, debe estar enraizado en una investigación del desarrollo histórico: “el proceso de evolución de la humanidad”. Él mismo vivió las rupturas históricas de la proletarización de masas y la revolución industrial. El siglo XX fue testigo de la aceleración de estos procesos cristalizados en lo que Farshad Araghi denomina la “descampesinación global”, un proceso que continúa en China en la actualidad al hilo de la que probablemente sea la mayor migración del campo a la ciudad de la historia de la humanidad. En opinión de David Harvey, el capitalismo global ha añadido algo así como dos mil millones de personas al proletariado mundial en los últimos veinte años. Aunque Marx y Engels pensaron que esta proletarización masiva engrosaría las fábricas industriales, el resultado ha sido más bien el surgimiento de un vasto “proletariado informal” considerado superfluo para las necesidades del capital; una humanidad excedente alojada en un Planeta de ciudades miseria.
La proletarización planetaria debería ser una cuestión central para el ecosocialismo: el capitalismo produce una mayoría urbanizada sin relación directa con las condiciones ecológicas de existencia. La cuestión más apremiante de nuestro tiempo es cómo podemos resolver los problemas ecológicos y, al mismo tiempo, reestructurar la producción para abastecer a una sociedad en gran parte arrancada de la tierra. Si ese aprovisionamiento requiere una planificación democrática a gran escala, como afirman con razón Vettese y Pendergrass, el “demos” debe incluir al proletariado global. Pero la inclinación ecosocialista por una retirada a la agricultura a pequeña escala —la utopía ficcionada de Half Earth Socialism admite que la agricultura requerirá “mucha más mano de obra, sin duda”— implica el hambre, si no la muerte por inanición, para las megaciudades pobres del mundo (y, como demuestra la invasión rusa de Ucrania, los huertos urbanos no son un sustituto de la producción de grano a escala industrial).
La cuestión de las fuerzas productivas realmente existentes plantea otra serie de problemas. Eric Hobsbawm llamó a la Revolución Industrial “probablemente el acontecimiento más importante de la historia mundial”. Las máquinas y los combustibles fósiles sustituyeron una buena parte de la fuerza muscular humana y animal; o dicho en palabras de Hobsbawm, “se quitaron los grilletes al poder productivo de las sociedades humanas”. En el siglo XXI es fácil dar por sentada esta transformación y culparla de nuestra situación ecológica actual. The Future is Degrowth ofrece una crítica total al “industrialismo” y proclama que “el objetivo de la sociedad del decrecimiento debe ser superarlo y avanzar hacia una sociedad postindustrial”. Sin embargo, sólo con el desarrollo de las fuerzas productivas modernas fue posible contemplar un nivel de vida que permitiría el libre desarrollo de todos los seres humanos. Solucionar el cambio climático requiere, sin duda, nuevas infraestructuras industriales masivas en materia de energía, transporte público y vivienda. Necesitamos desarrollar las fuerzas productivas, pero de forma ecológica.
Una ecomodernidad socialista debería hacer de la transformación de la producción y de las fuerzas productivas el eje de cualquier nueva relación con el planeta. Uno de los pocos pensadores que ha explorado este problema es Jonathan Hughes, que reflexionó sobre las posibles “formas de desarrollo tecnológico ecológicamente benignas”. Evidentemente las fuerzas productivas deben desarrollarse más allá de su arraigada dependencia histórica de los combustibles fósiles. Sin embargo, la propiedad privada de la energía impide que esto ocurra, contradicción que se materializa en la crisis más amplia del cambio climático planetario, manifestada de la subida de los mares en Bangladesh a la sequía en el cuerno de África. La totalidad de las sendas tecnológicas conocidas para frenar el deterioro del medio ambiente están “encadenadas” por las relaciones sociales de producción: la energía renovable puede ser cada vez más barata, pero eso no se traduce necesariamente en beneficios. Otras soluciones como la fisión nuclear, el hidrógeno verde, la geotermia a escala y la eliminación del carbono presentan el mismo obstáculo clave: cuestan demasiado, mientras que los combustibles fósiles son más rentables. En resumen, resolver el cambio climático requiere nuevas relaciones sociales de producción que desarrollen las fuerzas productivas hacia la producción limpia.
Aunque los ecosocialistas utópicos probablemente se burlarán de estas soluciones tildándolas de “apaños tecnológicos”, soluciones tecnológicas que no desafían las relaciones sociales capitalistas, una perspectiva socialista ecomoderna insistiría en que estas tecnologías no se desarrollarán a menos que desafiemos las relaciones sociales capitalistas. Más allá del clima, la mayoría de los restantes aspectos de la crisis ecológica dependen del desarrollo de nuevas formas de producción: la producción y el consumo de nitrógeno verde y la búsqueda de una producción menos intensiva en tierra para preservar la biodiversidad (por ejemplo, la carne de laboratorio). Todas estas formas de producción ecológica luchan por competir con las alternativas más sucias y rentables del capitalismo.
En este contexto, a la izquierda climática no le faltan imaginarios utópicos, que pueden ser ejercicios productivos (y agradables). Pero ese utopismo puede eludir con demasiada facilidad las realidades materiales del mundo tal y como existe. Necesitamos una política climática que apunte hacia afuera, más allá de los ya convencidos de ella, orientada hacia la clase trabajadora explotada y atomizada.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/analisis/ecologismo-embrollado
Artículo publicado originalmente por Sidecar, el blog de la New Left Review: , traducido con permiso expreso por El Salto. Véase Kenta Tsuda, «Preguntas ingenuas sobre el decrecimiento», NLR 128, y Herman Daly, Troy Vettese, Robert Pollin, Mark Burton y Peter Somerville, Decrecimiento vs. Green New Deal, 2019. Imagen de portada: Nube de polvo sahariano en Madrid, marzo de 2022. Onda Cero