La embajada mapuche

 

En el año 1882, un grupo de caciques de Gullu Mapu, Chile, hicieron una gran travesía hasta Buenos Aires, de a caballo primero, después en barco, para hablar con el Presidente Julio Argentino Roca. Estaban enterados de lo que estaba sucediendo aquí en Puel Mapu, la tierra del este. Las noticias que llevaban los werken, los mensajeros enviados por los longko Foyel, Ancatrir y Saihueque, no eran buenas. El Ejército Argentino avanzaba violentamente sobre las Primeras Naciones y los muertos y prisioneros aumentaban considerablemente. Los trasandinos no dudaron en ensillar los kawel, caballos, y venir como autoridades a hablar con Roca. El longko Painemilla preparó una comitiva con Quilaqueo, Coña, Imelcán, Llonquinao, Ñancuche y Colín entre otros líderes. Pascual Coña había nacido en 1840 en el Lago Budi y en 1927, con 87 encima, le relató al misionero capuchino Ernesto Wilhelm de Moesbach su vida y la travesía de ese viaje. Años después, la historia fue publicada en edición bilingüe mapuzungún y castellano como Vida y costumbres de los indígenas araucanos en la segunda mitad del siglo XIX. Es el hombre elegante de su única foto conocida.

Por Carina Carriqueo

La salida hacia Buenos Aires fue desde Santigo de Chile, el 13 de abril de 1882. Cada uno llevó un rebaño de ovejas para tener alimento y en cada lof por donde pasaban, la gente salía a recibirlos con una trilla, jinetes montados en sus caballos que trotaban en ronda con ellos en el centro. La celebración y los gritos duraban un buen rato. Painemilla se puso al frente de la expedición y estaba seguro de que Roca escucharía el pedido de los líderes de Gullu Mapu. Allá, su Presidente Domingo Santa María los recibía cada vez que tenían un asunto por resolver, y esperaba el mismo gesto del tucumano.
No fue fácil atravesar los desfiladeros donde corrían riesgo de perder animales. El primer lago argentino que vieron fue el Huechulafquen, donde Coña describe gran cantidad de árboles de pewén, el suelo de abril cubierto de piñones, las frutillas y la gran cantidad de manzanos. En las primeras tolderías ya los estaban esperando. Los werken, los mensajeros, se encargaban de ir comunicando el avance para los preparativos de bienvenida. Coña recuerda que “las mujeres repetían sus cantos de tonadas, tan especial. Oí bien las palabras, pero no alcancé bien a comprender el sentido”.
Había muchas diferencias no solo idiomáticas, sino costumbres que ellos no tenían como la de cazar el choike, el ñandú. Fue Lonkinao, Cabeza de Tigre, quien le mostró como lo hacían acá, contándole que desde corta edad los niños lo practicaban. Cuando tuvieron que cruzar un río caudaloso y profundo, los lugareños desplegaron el tangui, un gran manto hecho de cueros cocidos que servía para envolver todos los víveres y objetos que se puedan ir con la correntada. Del otro lado del río un grupo de hombres sujetaban las correas a modo de balsa y de esa forma, mantenían sus pertenencias a salvo.
En la toldería de Saihueque, la conversación en privado de los longko fue extensa. Painemilla quería estar al tanto de todo para saber qué pedirle a Roca. Saihueque quería recuperar a todas las mujeres que se habían llevado los soldados y vivir en paz. Unos días después ya estaban pasando por Choele Choel, donde había un fuerte con el nombre del presidente. Ellos llevaban un papel, una especie de pasaporte que decía de donde eran para que los dejaran pasar sin problema. Coña recuerda que, en una parte del trayecto, se encontraron con una partida de soldados que también iban hacia Buenos Aires. Gracias a que alguno entendía a medias la lengua, pudieron comunicarse y hacerse compañía compartiendo también las provisiones.
Al pasar por un rancho a orillas del río Catri, salió a recibirlos un oficial de apellido Llave. Painemilla le contó quiénes eran, los días que llevaban cabalgando con el solo deseo de encontrarse con Roca, y Llave escuchó atentamente. Al día siguiente cuando se despedían, Llave le entregó una carta para su hermano Mateo en Buenos Aires. Les anotó en un papel la dirección y les dijo que Mateo Llave los iba a asesorar para que pudieran hablar con Roca. Painemilla agradeció la generosidad. Parecía que todo estaba saliendo como lo había planeado, los caminos hacia la gran ciudad se abrían sin problemas.
Cuando llegaron a Carmen de Patagones, se tuvieron que embarcar en el vapor Pomona. Acordaron que Painemilla, Coña, Imelcán, Llonquinao y Ñancuche fueran los que seguirían el viaje en barco y el resto se quedaría por ahí para esperarlos y cuidar a los animales. Pasaron la noche y al amanecer, dice Coña, “buscamos tierra con la vista, no hallamos, agua nomás se veía, ni siquiera supimos en qué dirección buscar la tierra”. Después de cinco noches llegaron a Montevideo donde recuerda que “vimos muchísimas fuentes de luz, provenientes de otros buques. Además de ver la inmensa ciudad, que parecía iluminada de estrellas”. Comían en el comedor del barco y les llamó la atención que les servían un segundo plato sin pedirlo. A la hora de pagar, les dijeron que el dinero chileno no valía. Unos gringos se ofrecieron a ir a cambiar la plata, pero nunca volvieron. Coña dice con cierto cargo de conciencia, “esa comida, nunca se pagó”.
Faltaba un tramo más para llegar a Buenos Aires. Los hicieron subir al vapor Minerva, que navegó toda la noche y al amanecer, por fin, pisaron la ciudad. El alboroto los desconcertó un poco, pero ellos tenían una misión. Salieron del muelle, donde había un carro que nunca habían visto, llamado tranvía, mostraron al conductor la dirección que estaba en la carta para Mateo Llave y así llegaron a la casa indicada.
Mateo Llave resultó ser un hombre del entorno de Roca. Les habló maravillas de su presidente, y no tenía dudas de que serían muy bien recibidos. Se alegró de las noticias que su hermano le escribió, ordenó que les sirvieran unos tragos y Painemilla le pidió un gran favor, que le redactara una carta al general Roca contándole quiénes eran, las razones del viaje y el tema de la devolución de las mujeres que reclamaba Saihueque. En mitad de la reunión Llave los sorprendió con otra cosa. Con cierta vanidad, les presentó a una niña mapuche que tenía como sirvienta, según les dijo, “recién capturada”, a ver si la conocían. En los repartos que hacía la Sociedad de Beneficencia, los oficiales tenían cierto privilegio de elegir niñas para lo que llamaban “Servicios personales” y Llave era uno. Coña cuenta que “estaba vestida completamente de señora extranjera”. La niña no dijo una palabra, solo miró el suelo y cuando le hablaron en mapuzungún se puso nerviosa, como avergonzada. Llave, un arrogante de aquellos, la animaba a que hablara, le insistía pero la nena no dijo una sola palabra, y silenciosa se retiró a su habitación. Habrá que imaginarse lo que sucedió cuando la visita se retiró. El hombre siguió contando con soltura que la había pedido para que sea su sirvienta y afortunadamente la había conseguido. Además, para convencerlos de que lo que estaba haciendo el gobierno era para bien de los indígenas, agregó que “ella está bien puesta aquí. Si le gusta puede quedarse aquí para siempre, si quiere salir después de adulta, que salga, yo no la retengo a la fuerza”.
Hay que recordar la cantidad de mujeres que intentaron escapar y no lo lograron porque terminaban deambulando sin saber a quién pedirle ayuda. Toda la ciudad sabía que el único lugar posible para las indígenas era como esclavas en sus casas o torturadas en la comisaría hasta la muerte. Poquísimas volvieron a su lugar de origen.
Esa noche, Painemilla, Coña y los demás caciques se alojaron en una pensión, durmieron cómodamente y a la mañana fueron a la casa de Llave a buscar la carta de recomendación prometida. No se sabe qué decía la carta para Roca, pero según les dijo había escrito excelentes referencias y se jactaba de tener una posición de alta influencia con el presidente. Allá se fueron a parlamentar con Roca, que los recibió formalmente estrechándoles la mano, y después de una breve presentación le entregaron la carta. Roca leyó en silencio, al terminarla los miró y les dijo que más tarde, cuando se retirasen, les concedería el pedido. Painemilla le contó que en Gullu Mapu, Chile, su Presidente Domingo Santa María reconocía lo que las tribus aportaban a su gobierno, los escuchaba cada vez que iban a plantearle algo y lograban mantener una convivencia a través del diálogo. Roca se mostró muy sorprendido, preguntando con cierta suspicacia: ¿Y qué recompensa te dio entonces tu presidente?
-Nada me dio, contestó Painemilla. Roca se le rió en la cara y respondió con otra mentira, “yo a mis mapuches los proveo de tabaco, mate, animales, y tu presidente ¿no te dió ninguna cosa? Cuando se vayan les voy a dar doscientos pesos para provisiones del viaje, porque de esa manera procede el hombre que tiene buen corazón”. Además les prometió tierras en cercanías de los toldos de Saihueque y ordenó al coronel Manuel José Olascoaga, uno de los principales ideólogos de la Campaña contra los Mapuche, que se encargara de eso. Painemilla continuó comunicando el reclamo de Ancatril y Saihueque, solicitando le devolvieran sus mujeres que se habían traído a Buenos Aires.
La contestación de Roca fue “¿cómo voy a meterme en tales asuntos? Yo no las retengo a la fuerza. Si esas mujeres quieren irse, que se las lleven, pero si no quieren, ¿Cómo voy a obligarlas?”. Su respuesta fue similar a la de Llave, la omnipotencia estaba en el poder y los caciques no pudieron hacer nada, eran solo intermediarios tratando de arreglar las cosas pacíficamente. La segunda vez que fueron a verlo para que les diga cuándo las mandaría de vuelta y llevarle buenas noticias a Saihueque, Roca no los recibió. Pero les mandó los doscientos pesos.
Los alojaron un tiempo en el cuartel de marina esperando una respuesta y cuando se dieron cuenta que nunca las iban a tener, emprendieron el regreso a su tierra. Cuando subieron al tren apareció un grupo de soldados con tres mujeres mapuche liberadas. Solo tres de las cientos que quedaron en Buenos Aires cautivas en casas de familia. El tren los llevó hasta Azul, luego Bahía Blanca, donde se reencontraron con los otros jinete, que los esperaban con los caballos listos y provisiones para la vuelta. Cerca de las montañas, esperaron en el lugar que les había indicado Olascoaga donde él en persona iría a entregarle unas leguas de tierra, pero no llegó nunca. En Chile los recibieron de nuevo con trilla y festejo. Al menos lo habían intentado.
Pascual Coña murió en 1927, año que se publicó su libro Memorias de un cacique Mapuche, en edición bilingüe. De ese viaje dice, “volví a Ranuquehue a cultivar mi tierra con mi familia”. Al poco tiempo vino la epidemia de cólera y perdió a sus seres queridos. Su relato comienza diciendo, “contaré el desarrollo de mi propia existencia y también el modo de vivir de los antepasados". 

Fuente: https://www.pagina12.com.ar/849963-la-embajada-mapuche

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