La certeza de lo inimaginable: El invisible monstruo del cambio climático


Si el lector está buscando cuentos de hadas que tengan un sesgo sombrío, algo que solo podría haber sucedido alguna vez en la ficción distópica, no hace falta mirar muy lejos: aquí están nuestro planeta actual y nuestro momento presente. ¿Qué me dice, por ejemplo, de ese iceberg de un billón de toneladas –sí, ‘billon’; no es una errata– que se desprendió la semana pasada de la península Antártica y está flotando a la deriva? Es tan grande como el estado de Delaware y capaz de llenar unos 462 millones de piscinas olímpicas; su volumen duplica el del lago Erie. Si prefiere verlo en términos cinematográficos, entonces considere este estremecedor acontecimiento como si fuera un tráiler de la película que está en las pantallas de todo el mundo. Si en el futuro se desestabilizan partes importantes de la Antártida, veremos títulos de películas (dado el aumento del nivel del mar) como Adiós, Miami, Shangai bajo las aguas, La inundación de Londres, Ámsterdam desde la borda.

Introducción de Tom Engelhardt
 
Francamente, si cuando hablamos de modernos cuentos de hadas, el lector piensa en Juego de tronos después que no el ‘invierno’ sino el ‘verano’ llega a Westeros, ya estamos en un mundo de cuento de hadas. Entonces, una semana después de que la Antártida cambiara perceptiblemente de forma, parece apropiado fijarse en el trabajo del colaborador habitual de TomDispatch John Feffer, nuestro experto en el futuro distópico del planeta y autor de la novela Splinterlands, que publicamos hace poco en nuestra nueva línea editorial. Hoy, en una extraña inmersión de DT en la ficción, él nos ofrece un cuento de hadas llegado de 2050 (el año en que sucede la historia de Splinterlands). Su hermana “Grimm” es Rachel Leopold, la esposa del famoso “geopaleontólogo” Julian West (ambos han aparecido antes en TomDispatch). En el 2020, él fue quien predijo tan clarividentemente la forma en que la creciente marea de nacionalismo encabezada por los populistas de derechas –como nuestro presidente– cuando se combinara con el cambio climático y otros factores agrietaría el orden internacional y crearía un mundo nuevo, bien que más desesperado. Con este pensamiento, permitidme que masculle, “Una vez, en 2017...”. Ahora cerrad los ojos e imaginad lo inimaginable, porque bastante pronto ese será nuestro mundo.
--ooOoo--
Donald Trump y el triunfo de la antipolítica

Una vez, hace mucho, mucho, tiempo, di mi testimonio ante la gran asamblea de nuestra tierra.

John Feffer
TomDispatch
 
Cuando hoy cuento este acontecimiento a los niños, ellos en realidad no lo toman como un cuento de hadas. Una vez –un tiempo antes de que el mundo se rompiera en un millón de pedazos y Estados Unidos se convirtiera en los estados desunidos de hoy– esta anciana era una joven idealista que trataba de convencer a nuestro poderoso Congreso de que nos acechaba un monstruo.
–¿Te escucharon, tía Raquel? –me preguntaban siempre.
–Bueno, me escuchaban, pero no me oían.
–Entonces, ¿qué hiciste?
–Pensé y pensé; escribí y escribí. Y conseguí redactar una presentación cada vez mejor –les digo pacientemente–. De algún modo tenía que hacer que el monstruo fuese visible a aquella gente poderosa.
–¿A qué se parecía, tía Raquel?
–El monstruo era invisible, mis queridos niños, pero podíamos sentir su cálido aliento. Y éramos capaces de ver las cosas terribles que hacía. Podía hacer crecer los océanos, que se marchitaran los cultivos en el campo. Aun así, seguíamos alimentando a esta bestia terrible.
–Pero... ¿por qué?
–Era lo que el monstruo exigía. Algunos monstruos quieren comer niños pequeños. Otros prefieren jóvenes doncellas. Pero este insistía con buques tanque llenos de petróleo y camiones cargados de carbón. Incluso, según crecía, solo quería más y más.
Cuando llegaba a este punto, los niños siempre tenían los ojos muy abiertos.
–¿Qué hiciste entonces? –me preguntaban.
–Volví a hablar con esa gente importante. Y esta vez, incluso intenté poner más fuerza en la descripción del monstruo –a medida que me internaba en el pasado, las caras de los niños se parecían a las de los políticos muertos hace mucho tiempo–. Les llevé gráficos muy detallados del aumento de las temperaturas. Mencioné estadísticas sobre el impacto de la combustión del carbón y el petróleo y el gas natural. Les presenté fotos de lo que ya había hecho el derretimiento de los hielos y el crecimiento del nivel del mar. Después, les mostré dibujos de lo que sería el futuro: ciudades inundadas, tierras azotadas por la sequía, mares muertos. Ellos miraban pero eran incapaces de ver. Escuchaban pero no oían. La gente importante –concluía–, no siempre es buena gente.
–¿Qué hiciste entonces –preguntaban siempre.
–Dejé de hablar, queridos míos. Vine aquí, a Arcadia, para escapar del monstruo.
Los niños parecían desilusionados. Conocían muy bien los cuentos de hadas. Ellos esperaban que alguien –quizás un príncipe de brillante armadura– apareciera de pronto y matara al monstruo.
–No había príncipe alguno –me lamentaba–. Y el monstruo sigue vivo. Ahora mismo podemos sentir su ardiente respiración.
Por supuesto, mis jóvenes fiscales no entendían mi relato. Hoy, en 2050, el Congreso no existe. No hay reuniones de comisiones. No hay debates intergubernamentales ni encuentros internacionales. Lo mismo podría haberles hablado de los banquetes romanos o las justas medievales. Aun así, mis jóvenes estudiantes siempre reclamaban más historias del desaparecido mundo de Washington DC 2017, como lo harían también si se tratara de una fábula de Esopo. Pero ellos no alcanzaban a percibir la conexión que había entre esos cuentos y su vida presente.
Después de todo, ellos viven en un mudo post-político.
La muerte de la política
Antes de que el termómetro global se volviera loco, antes de que los grandes pánicos económicos de principios de la tercera década del siglo XXI, antes de que aumentaran los enfrentamientos entre los ‘vigilantes’ y yihadíes, antes de que la comunidad internacional se hiciera añicos como un espejo alcanzado por un puñetazo, hubo aquella muerte inicial, que apenas fue percibida en su momento.
Tal como los historiadores –aquellos que quedaron para contarlo– os informan, no hubo funerales por la muerte de la política; tampoco, obituarios. E incluso si los hubiera habido, muy pocos habrían derramado una lágrima. La confianza que el público estadounidense de aquellos tiempos tenía en el Congreso era la más baja entre todas las instituciones: apenas un 9 por ciento confiaban en él, mientras que en las grandes empresas confiaba el 18 por ciento y en las fuerzas armadas, el 73.
En las húmedas marismas de Washington en las que yo vivía en esos tiempos antediluvianos, la política se había convertido en una competición entre dos bandos que se odiaban. Alguna vez ganaba uno de ellos y arrastraba al otro por el estiércol. Después, la situación se revertía. No importa, al final del día, todo estaba cubierto de porquería.
Es cierto, las cosas podrían acabado de otra manera. Podrían haberse aprobado reformas radicales, se podría haber formado una nueva generación de políticos. Pero en el momento de mayor peligro –para el país y el mundo todo– los estadounidenses le dieron la espalda a la política y eligieron el más antipolítico candidato en la historia de EEUU. Los padres fundadores hicieron todo lo que pudieron para garantizar que el sistema no produjese semejante resultado pero no había manera de que pudieran anticipar el surgimiento de un Donald Trump ni las circunstancias que le llevaron al poder.
Cuando los primeros europeos llegaron a lo que más tarde sería América del Norte, hace más de 500 años, portaban armas mucho más poderosas que las hachas de piedra y los garrotes empuñados por los pueblos originarios. Pero no fueron solo las armas de fuego las que resultaron tan devastadoras. Los europeos llevaban en su interior algo mucho más letal: enfermedades invisibles como la viruela y la gripe. Esos virus se abrieron camino entre los nativos matando al 10 por ciento de la población de este continente.
Muchos siglos después, Donald Trump llegó a Washington pertrechado con las armas explícitas de la retórica extremista y la sociopática sangre fría con la que ha destruido a sus adversarios políticos. Pero era lo que llevaba escondido en su interior lo que finalmente llagaría a ser tan catastrófico. A pesar de que durante su campaña electoral él clamaba contra el establishment político que lo pondría en el Despacho Oval, en su peculiar estilo él utilizaba las reglas políticas para conseguirlo. Sin embargo, en el fondo su mayor anhelo era destruir completamente la política; tweet a tweet, escándalo a escándalo.
Y su ataque a la política acabaría con el mundo que conocíamos en Washington año 2017. Al final, haría que las actividades del Congreso, y el Congreso mismo, llegaran a ser irrelevantes. Incluso hoy, habiendo pasado más de 30 años, los cadáveres siguen amontonándose.
El juicio de París
Soy profesora de ciencia en una escuela de jóvenes de Arcadia. No resulta difícil explicar los conceptos científicos básicos que cambiaron tanto nuestro mundo; además, tenemos un laboratorio bien equipado para que los estudiantes hagan experimentos. Entonces, entienden la ciencia del cambio climático. Lo que les desconcierta es la forma en que se presentó la crisis.
–Por qué hicieron nuestros abuelos que las cosas funcionaran siempre un día más? –me preguntó un vez una brillante joven–. ¿Por que no usaban esos estúpidos coches solo los fines de semana?
Nuestros jóvenes sabían poco de lo que no fuera Arcadia, y esta comunidad es totalmente sustentable. Aquí, en este rincón de lo que una vez fue el reino nororiental de Vermont, nosotros producimos todo lo que necesitamos. Lo que no cultivamos, lo sintetizamos o creamos en nuestras impresoras 3-D. Tenemos reducidas relaciones comerciales con las pocas comunidades vecinas. Si se da una muerte inesperada, expedimos otro permiso de nacimiento. Si la carga de nuestras baterías solares baja en el invierno, racionamos la electricidad. Los jóvenes de Arcadia no conciben el desperdicio.
Tampoco conciben la noción –extraño ahora– de comunidad internacional. Nunca se aventuraron más allá de los límites de nuestro pequeño universo. El mundo exterior lo han visto solo gracias al turismo virtual; esto mismo refuerza su deseo de permanecer aquí. Después de todo, el mundo de ahí fuera no es otra cosa que una colección de pequeños y afilados fragmentos, los que mi ex marido acostumbraba llamar “tierras resquebrajadas” de este planeta. Mis estudiantes son incapaces de comprender que esos fragmentos, muchos de ellos peligrosísimos microhabitats, estuvieran una vez reunidos y formaran grandes naciones que, a su vez, colaboraban alguna vez para resolver problemas compartidos. Es como la vieja historia del elefante y los seis ciegos. Los jóvenes de Arcadia pueden imaginar las partes pero –por más sorprendente que pueda parecer– dados los acontecimientos de las tres últimas décadas, la totalidad se les escapa.
Pensad en esa comunidad internacional desaparecida hace mucho tiempo, les digo, como si fuese un niño nacido en 1945 berreando ante unos progenitores que se pasan el día discutiendo. A una infancia problemática le sigue una juventud difícil. Solo en la madurez, al final de la Guerra Fría en 1989, pareció que podía arreglarse sola, aunque eso duró poco tiempo. Desgraciadamente, en unos pocos años, empezó a chochear prematuramente. En 2017, a sus 72 años, la comunidad internacional estaba para el retiro, su salud era frágil y necesitaba desesperadamente de cuidados asistidos.
Una vez se supuso que esta avejentada criatura colectiva, este Caballero del Triste Semblante, sería nuestra salvación, el que mataría al horrible monstruo. Sin embargo, a la hora de la verdad, apenas podía sostener una lanza.
Sin cierto conocimiento del ciclo vital de la comunidad internacional, es posible que mis estudiantes no pudieran entender por qué en la primera parte de este siglo la temperatura global continuó subiendo pese a los mejores esfuerzos de los científicos, los ambientalistas y los ciudadanos preocupados. Varios países, entre ellos Uruguay y Bhután, hicieron todo lo posible para reducir su emisión de carbón y, finalmente, más de una docena de ciudades llegaron a la emisión cero. Muchas personas adoptaron el vegetarianismo, utilizaron coches eléctricos, bajaron el termostato de su casa en invierno, como si el cambio de estilo de vida por sí solo pudiera matar al monstruo.
Lamentablemente, en realidad un problema global requiere una respuesta global. El acuerdo climático de París, que fue firmado por 196 países a finales de 2015, no fue más que eso: un esfuerzo. Solo dos países se negaron a firmar; uno (Siria) porque estaba en medio de una guerra civil y el otro (Nicaragua), solo por fastidiar. Aun así, los términos del acuerdo estaban lejos de ser los adecuados. La comunidad internacional, que se había aunado en esta crepuscular cooperación, entendió bien la dimensión del desafío: hacer que la temperatura global no subiera más de 2º C respecto de la temperatura media de la era preindustrial. Sin embargo, lo mejor habría sido que el tratado de París limitara en 3º el aumento de la temperatura. Como todo el mundo sabe ahora, lo que sucedió no fue precisamente lo mejor.
Fue así como esa comunidad abandonó la misma idea de sustentabilidad y abrazó a su prima menor, la resiliencia. Trato de explicar a mis estudiantes que sustentabilidad es todo lo que tiene que ver con armonía, es decir, mantener el equilibrio, no extraer nunca más que lo que devolvemos. Mientras que resiliencia tiene que ver con las adaptaciones necesarias para sortear una situación crítica, esto es, con simplemente arreglárnoslas. El juicio de París –con su guiño a la resiliencia– fue, de hecho, el reconocimiento de un fracaso.
Aunque con imperfecciones, al menos formó parte de un proceso. Esto es todo lo que pretende la política democrática, les digo a mis acusadores. Se trata de comenzar en algún sitio y esperar que a partir de ahí todo mejore. Después de todo, siempre existe la posibilidad de que un día se pueda pasar de la resiliencia a la sustentabilidad.
Pero, por supuesto, también existe la opción de retroceder, que es exactamente lo que pasó: la ‘liga mayor’ –según una expresión del nuevo presidente de Estados Unidos– en 2017.


La revolución Trump
Es un hecho poco afortunado de nuestro mundo que destruir sea mucho más fácil que construir. Cualquiera puede golpear con un mazo, pero son pocos los que pueden emplear una paleta de albañil. Un estornudo involuntario puede echar abajo el más elaborado castillo de naipes.
Donald Trump fue mucho más que un estornudo. Su devoción por la destrucción de la “administración estatal” era impresionante. En ese tiempo, todos estábamos tan centrados en el especto nacional de esa destrucción –el derribo de los pilares del estado de bienestar, la supresión del sistema universal de salud, la reducción de todo tipo de protecciones legales y derechos de los votantes– que nos olvidamos de prestar la debida atención a la forma devastadora que se extendía esa destrucción fuera de nuestras fronteras.
Así es, el nuevo presidente anuló acuerdos comerciales pendientes, menospreció a aliados tradicionales y cuestionó la utilidad de acuerdos como el que permitía el programa nuclear iraní. Pero, en su mayor parte, esos eran ataques de índole bilateral. Mucho más peligrosos eran sus feroces acciones contra el orden internacional.
La más importante, por supuesto, fue su decisión de retirarse del acuerdo de París. Admitámoslo, se trataba de un compromiso débil y no vinculante. Aun así, eso para Donald Trump era demasiado. El presidente declaró que al acuerdo pondría en desventaja a los estadounidenses y obligaría a que los trabajadores y contribuyentes “absorbieran el costo” de la reducción de las emisiones de gases de invernadero por la “pérdida de puestos de trabajo, baja de salarios, cierre de fábricas y una enorme disminución de la actividad económica”. El que nada de eso fuese verdad no tenía importancia. En Estados Unidos, los programas relacionados con las energías renovables estaban creando más empleos bien pagados que los que la industria contaminante estaba tratando de conservar. Sin embargo, en su afán destructivo el presidente Trump jamás sintió la necesidad de justificar sus acciones recurriendo a los hechos reales.
Por otra parte, Estados Unidos era el país más rico del mundo y al mismo tiempo –históricamente– el mayor productor de emisiones de dióxido de carbono. Como les decimos a nuestros estudiantes aquí en Arcadia, si eres el mayor responsable de la suciedad, también deberías ser el mayor responsable de la limpieza. Este es un concepto sencillo para la comprensión de los jóvenes. Aun así, estuvo más allá de la capacidad de comprensión de la mayor parte de los estadounidenses.
Peor aun que ser meramente indiferente, el nuevo presidente estaba resuelto a acelerar el calentamiento global –en solitario, si fuera necesario–, expandiendo las perforaciones en el mar, permitiendo la construcción de más gasoductos y oleoductos, reduciendo las restricciones de todo tipo imaginable en la industria de los combustibles fósiles, recortando el apoyo al desarrollo de energías alternativas, estimulando la producción de vehículos que tragaban demasiado combustible y rebajando drásticamente los fondos necesarios para asegura el cumplimiento de todos los estándares medioambientales imaginables. En otras palabras, Trump no solo no deseaba dejar bajo tierra el tesoro representado por los combustibles fósiles: además, estaba impaciente dar al monstruo incluso más alimento que el que exigía.
De haber estado nosotros viviendo tiempos normales, habría sido posible luchar políticamente con eficacia contra esta arremetida. Pero justamente cuando el punto de vista basado en el carbón de Estados Unidos y el mundo estaba en su momento culminante, la política fue arrumbada en el trastero y liquidada.
La política de la antipolítica
 
Recuerdo el nacimiento de la antipolítica. Yo era joven cuando los disidentes del mundo comunista empezaron a asociar la actividad política oficial con el apoyo a un orden inmoral. Ellos creían que votar no tenía sentido si el partido gobernante obtenía el 99 por ciento de los votos en juego. Si el líder del Partido y el Politburó acababan siempre decidiendo todo, los parlamentos no eran más que cáscaras vacías. Cuando la política transige de esta manera, todo el mundo salvo los oportunistas se repliegan en la antipolítica.
El comunismo se murió en 1989, y la política renació en aquellos países de la antipolítica, pero su vida fue demasiado breve. En cuestión de una década, los nuevos conversos de la democracia empezaron a regresar a sus viejos recelos ante todo lo político, y los políticos convencionales pasaron a ser el enemigo. Una vez más, la colaboración y el compromiso eran anatema.
Y entonces, este mismo descontento con la política tal como la conocíamos comenzó a extenderse fuera de los confines del mundo postcomunista. Los votantes de otro sitio –aquellos con inclinación por los países unipartidarios o de líder único– se quedaban deslumbrados por el político más liberal. Donald Trump fue apenas uno más en esta nueva fraternidad de nacional-populistas, entre los cuales estaban Vladimir Putin, de Rusia; Recep Tayyip Erdogan, de Turquía; Rodrigo Duterte, de Filipinas; y Viktor Orban, de Hungría. Todos ellos comenzaron rápidamente a acumular poder en sus manos en un intento de gobernar por decreto (o, en el caso de Trump, mediante órdenes ejecutivas). En el ínterin, como estrategia, utilizaron la antipolítica para derrotar cualquier desafío en el ámbito nacional o en el exterior*.
Fue extraño que en tantos países, los votantes fueran aparentemente incapaces de darse cuenta de que esta nueva antipolítica recortaría sus derechos. Todos estos autócratas llegaron al poder, no por un golpe de Estado, sino mediante elecciones democráticas. Igualmente extraño fue el hecho de que, en esos años, fueran los jóvenes quienes, en proporciones cada vez mayores, ya no consideraran importante vivir en una democracia. Cuando solo los viejos creen en un sistema como ese, ya solo falta un paso para llegar a la tumba.
Quizá la culpa fuera de la economía. Casi uniformemente, los partidos más importantes de esos países tenían políticas que ensanchaban la brecha entre ricos y pobres, que robaban el empleo a la gente joven como también cualquier esperanza de un futuro. No debe sorprender entonces que ellos perdieran la fe en la profana religión de la democracia.
O talvez fuera la tecnología la que mató la política. El ordenador y el teléfono móvil se combinaron para reducir el espacio de atención necesario para la participación sostenida en los asuntos públicos. Las minicomunidades creadas por las redes sociales obviaron la necesidad de relacionarse con quienes no compartían las pequeñas preocupaciones que alguien podía tener. Y, por supuesto, cada uno empezó a reclamar resultados inmediatos con solo pulsar una tecla, lo cual –en el ámbito de la política– se tradujo en la utilización cada vez mayor de los decretos.
Durante un breve momento, el ‘impacto’ Trump provocó una reacción contraria. En Estados Unidos, hubo enormes manifestacioenes mientras algunos poco comprensivos burócratas del gobierno se atrincheraban porfiadamente en su posición; pero esto no hizo más que reforzar el discurso populista de una irresponsable elite liberal y, con ello, la profunda hostilidad estatal. En este breve lapso de aparente retroceso, los aliados europeos de Trump incluso perdieron algunas elecciones, pero quienes triunfaron en esos comicios continuaron con las políticas que perjudicaban económica y políticamente a la mayoría; en la siguiente confrontación o en la que seguía a ésta ocurrió lo previsible.
Como recuerdan quienes tienen cierta edad, a la larga el mismo Trump fue defenestrado vencido al fin por su contraproducente espíritu vengativo. En ese momento, sus críticos gozaron por el Schadenfreude**, solo para descubrir que él era reemplazado más que velozmente por alguien que compartía tenía su mismo talante destructivo y antipolítico, aunque sin sus rasgos personales más desfavorables.
Trump dejó atónita a la comunidad internacional; sus sucesores la destruyeron interiormente. Y, como todo el mundo sabe hoy en la Tierra fragmentada, el monstruo continuó recibiendo su alimento mientras las temperaturas, las inundaciones, las sequías, los salvajes incendios forestales, el nivel del mar, las olas de refugiados y el resto de calamidades continuaban aumentando inexorablemente.
El final de la infancia
Los cuentos de hadas deberían tener un final feliz. Yo les aseguro a mis estudiantes que en Arcadia están a salvo. Pueden ver por ellos mismos que nuestros cultivos son exitosos. Están los suficientemente lejos de las mareas oceánicas como para no sentir temor por el agua. Participan en la vida política democrática de nuestra comunidad. A pesar de algún problema ocasional, Arcadia, es una pequeña isla de esperanza en un mar de desesperación.
La temperatura continúa trepando. Fuera, la pelea por los recursos es cada año más encarnizada. Muchas de las comunidades que salpicaban una vez el paisaje alrededor de la nuestra no son más que un recuerdo. El muro que rodea a Arcadia es prácticamente inexpugnable y nuestro arsenal está muy bien provisto, pero la pregunta sigue siendo: ¿podremos sobrevivir sin la presencia de nuestros integrantes fundadores, quienes en estos momentos están empezando a morirse?
Criamos y educamos a nuestros hijos, pero la amenaza de un crecimiento aun mayor del mismo monstruo sigue vigente. Mientras se hacen adultos, algunos de los jóvenes sostienen que mi generación ha fracasado al no haber matado al monstruo; desgraciadamente, no podrían estar más en lo cierto. Creo que nosotros, al menos aquí en Arcadia, hicimos lo mejor que pudimos, pero lamentablemente no fue todo lo bueno que debía ser.
Dentro de poco tiempo nuestros jóvenes tomarán el testigo y seremos reemplazados. Se ocuparán de cultivar la tierra y mantener nuestro arsenal. En ausencia de una solución política para el cambio climático, continuarán buscando una solución científica y una comunidad internacional que la imponga. Y ellos serán quienes deberán asegurar que el monstruo –por mucho que resople y resople y amenace nuestro sustento– no acabe también echando abajo nuestra casa.

Notas:
* En la lista presentada unas líneas más arriba falta Mauricio Macri, presidente de Argentina desde diciembre de 2015, quien encaja perfectamente en la descripción que el autor hace de los gobernantes elegidos democráticamente cuya política es la antipolítica. ** En alemán en el original. Schadenfreude significa ‘el mal ajeno’. (N. del T.)
John Feffer es autor de la novela distópica Splinterlands (publicada recientemente por Dispatch Books y Haymarket Books); Publishers Weekly dice de ella: “se trata de una advertencia escalofriante, seria e intuitiva”. Es director de Política Exterior en el Instituto de Estudios Políticos y colaborador habitual de TomDispatch.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176309/tomgram%3A_john_feffer%2C_the_invisible_monster_of_climate_change/#more
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la misma. - Imagenes: ‪Infobae‬ - ‪khatiashiuka13.blogspot.com‬ - ‪cambioclimaticoglobal.com‬ - ‪El Confidencial‬

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