La carne argentina, entre la suba en las exportaciones y el impacto ambiental

La carne vacuna es uno de los símbolos que han identificado históricamente a Argentina. Tras años de vacas flacas, la producción y las exportaciones crecen, igual que el debate sobre el impacto ambiental de la actividad, que está en el radar de los ecologistas y de los actores productivos.

Daniel Gutman

El problema de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) de la ganadería, que son metano y óxido nitroso, se planteó desde la Cumbre de la Tierra de Río Janeiro de 1992. Pero “Argentina costó mucho que se lo tomara en serio”, dijo a IPS el veterinario Guillermo Berra, que lideró el primer grupo investigador del tema en el gubernamental Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA).

“La intensificación de los procesos de producción a través de ‘feedlots’, o corrales de engorde, ha mejorado los rendimientos últimamente y por eso ha contribuido a reducir la emisión de GEI, pero ha generado otro problemas, que es la contaminación de suelos y aguas subterráneas”, explicó.
De acuerdo al último Inventario Nacional de GEI, que Argentina presentó el año pasado ante la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (CNMUCC), la actividad agropecuaria, incluida la deforestación, genera 39 por ciento de las emisiones totales.
Si se profundiza en los datos surge un detalle significativo: la ganadería es el subsector de mayores emisiones, por encima del transporte, con 76,41 millones de toneladas anuales de dióxido de carbono (CO2) equivalentes, o un 20,7 por ciento del total.
La llamada “fermentación entérica”, que hace referencia al metano que el ganado vacuno libera a la atmósfera como resultado de su proceso normal de digestión, es el principal rubro.
Sebastián Galbusera, profesor de Economía Ambiental en la Universidad Nacional de Tres de Febrero, dijo a IPS que “estos resultados no deberían sorprender en un país donde la actividad agropecuaria es clave. Pero nos indican la complejidad que presenta el desafío de reducir las emisiones”.
“El objetivo debe ser mejorar la productividad de los sistemas ganaderos. El índice de destete, que refleja la proporción de vacas que produce el ideal de un ternero por año que está listo para ser engordado, es de 60 por ciento, cuando en Estados Unidos es del 85. Mejorar ese índice significaría producir más carne con las mismas emisiones”, agregó.
Argentina supo ser el mayor exportador mundial de carne vacuna a comienzos del siglo XX. Sin embargo, la ganadería no experimentó en las últimas décadas el mismo desarrollo tecnológico que la agricultura, que le ganó espacio y la condenó a esos corrales de engorde al aire libre o zonas marginales.
Osvaldo Barsky, investigador de la historia rural en Argentina, detalló a IPS que “con la incorporación de tecnologías y variedades, la agricultura se expandió sobre las mejores tierras”.
“En la ganadería los procesos fueron más lentos e incluso hubo momentos de mucho retroceso, como cuando el presidente Néstor Kirchner (2003-2007) prohibió temporalmente las exportaciones para contener los precios internos”, explicó.
La ganadería es responsable de las mayores emisiones de gases de efecto invernadero en Argentina, por encima del transporte, con 76,41 millones de toneladas anuales de dióxido de carbono equivalentes, un 20,7 por ciento del total. Crédito: Cortesía de Ana García

Como resultado, “se produjo una gran baja en la producción, se perdieron 10 millones de cabezas y vecinos como Uruguay y Paraguay nos superaron en el mercado internacional”, detalló Barsky, mientras Brasil logró convertirse el último bienio en principal exportador mundial de carne de res, además de avícola.
Hoy, la carne es uno de los escasos sectores de la actividad económica donde el gobierno de Mauricio Macri puede mostrar números favorables de su gestión, comenzada en diciembre de 2015.
Como reflejo de esas noticias positivas, el propio Macri, de hecho, encabezó el 16 de este mes la reunión bimestral de la Mesa Nacional de Carnes, que reúne a distintos actores estatales y privados.
De acuerdo a datos oficiales, en los primeros cinco meses de este año Argentina exportó 60 por ciento más de carne vacuna que en el mismo período de 2017: 121.277 toneladas contra 75.934.
De hecho, proyecciones oficiales difundidas el 19 de julio indican que el país exportaría este año 435.000 toneladas de carne vacuna, con lo que superaría por primera vez en años a Uruguay y Paraguay, aunque muy lejos de Brasil que vendería a mercados externos unos dos millones de toneladas.
Actualmente, la mitad de las exportaciones de carne argentina van a China. Le siguen como destinos Rusia, Chile, Israel y Alemania, en ese orden.
Las exportaciones alcanzaron 1.200 millones de dólares en 2017 y el gobierno aspira a que se acerquen a 2.000 millones este año.
La producción también está creciendo, aunque a ritmos menores.
El consumo interno promedio de carne vacuna en este país de 44 millones de habitantes, que llegó a acercarse a 80 kilos anuales promedio por persona, bajó por la competencia de otras carnes, pero sigue siendo alto. Se ubica en 59 kilos, según números actualizados del Instituto de Promoción de la Carne Vacuna Argentina.
En ese contexto advierte Berra: “Si queremos seguir exportando en el largo plazo, la producción ganadera no solo deberá ser eficiente en términos económicos sino que tendrá que ser ambientalmente sustentable y sociablemente responsable”.
“Argentina, a futuro, puede quedar en posición desventajosa en términos comerciales si se implementan restricciones de carácter ambiental”, agregó.
En este sentido, un papel fundamental lo juegan los corrales de engorde. La ganadería extensiva y su imagen de las vacas pastando en campos abiertos es cada vez menos habitual.
En los 90 desembarcaron en Argentina estos feedlots, como les llama localmente, que permiten producir carne de manera intensiva, en menos tiempo y con menos espacio.
Actualmente, entre 65 y 70 por ciento del ganado vacuno que llega a los mataderos en Argentina sale de esos corrales, dijo a IPS el gerente general de la Cámara Argentina de Feedlot, Fernando Storni.
“La actividad en Argentina es relativamente nueva y todavía se están diseñando las reglamentaciones. La disposición de los residuos pecuarios solo está regulada en una provincia (Córdoba)”, agregó.
Storni aseguró que “somos conscientes de que hay que trabajar en mitigar los impactos porque las exigencias van a ser cada vez más mayores a nivel internacional”.
El tema es seguido con preocupación por investigadores de la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires (UBA).
Ana García, doctora en Investigación Agraria y Forestal e investigadora de la Facultad de Agronomía de ese centro de estudios consideró que “es urgente reglamentar estas actividades porque tienen un impacto negativo sobre el ambiente y pueden afectar la salud humana”.
“Estudios los feedlots desde 2004 y veo que no hay tratamiento ni destino final adecuado para el adecuado, que se acumulan durante ante años. Falta una sincronización del sistema productivo con criterios ambientales. Se debe ayudar al productor para fijar criterios y luego se podrá exigir”, planteó
Ileana Ciapparelli, docente de la cátedra de Química Inorgánica, también de la UBA, explicó que “los productores no saben cómo disponer los residuos sólidos del feedlot y hacen lo que pueden. Algunos los usan para intentar mejorar la fertilidad del suelo pero otros los dejan apilado, con lo se convierten en una fuente de emisión de metano”.
Ciapparelli realizó un estudio que demostró que cientos de toneladas de estiércol depositadas en suelo arcilloso generan concentraciones de sustancias que pueden penetrar en el suelo hasta más de un metro de profundidad y contaminar las napas, que a su vez están conectadas con los cursos de agua superficiales.
Una de las principales de esas sustancias es el fósforo, un nutriente que los productores agropecuarios compran a través de fertilizantes y que podría ser aprovechado de los residuos de los feedlots, que hoy contaminan los cursos de agua.

Edición: Estrella Gutiérrez - Imagern de portada: Un grupo de vacas se amontona para alimentarse ante los pesebres instalados en los corrales de engorde al aire libre, conocidos como feedlots, que se han impuesto en Argentina, a medida que la ganadería intensiva se ha impuesto al modelo extensivo en el país. Crédito: Cortesía de Ana García
Fuente: http://www.ipsnoticias.net/2018/07/la-carne-argentina-la-recuperacion-impacto-ambiental/

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De leche, vacas y vaquerías… hacia la soberanía
Estos días se está escribiendo y hablando mucho sobre la normativa aprobada en Catalunya que regula la venta directa de leche cruda de vaca. Se habla sobre todo en términos higiénico-sanitarios, resaltando los riesgos de esta medida y enarbolando el «derecho a una seguridad alimentaria que no podemos perder». También se critica desde una perspectiva política, alegando que esta opción de consumo está solo al alcance de quienes tienen dinero y tiempo. Por hache o por be, la mayoría de análisis cargan contra la normativa.
Gustavo Duch

Lo primero que nos llama la atención de muchos de estos análisis es su procedencia y su sesgo claramente urbanocéntrico. En los últimos años es muy habitual encontrar esta mirada de rechazo a lo rural (y especialmente a lo ganadero) en los medios de comunicación. Que si en los pueblos cuando llegan los turistas no debería soltarse al ganado porque genera mal olor, que si los perros pastores son animales peligrosos que deben eliminarse... y ahora le toca el turno a la leche, poco más que convertida en una pócima de bacterias letales lista para provocar brucelosis o tuberculosis.
Esta criminalización tiene un largo recorrido que pocas veces se da a conocer. Las pequeñas fincas y las prácticas que llevan a cabo para trabajar desde la autonomía y no encadenarse a modelos industriales se han ido prohibiendo una a una siempre en aras de la seguridad alimentaria de las personas consumidoras (la mayoría, claro, en las ciudades). Por ejemplo, para elaborar quesos se aplica la misma normativa en una pequeña granja y en una gran industria, sin tener en cuenta sus diferentes realidades; las matanzas en finca se prohibieron para acabar centralizándolas en unos pocos mataderos; y con estos argumentos también se prohibió la venta de leche cruda. Centrados en epidemia sí, epidemia no, nos olvidamos del motivo de esta reivindicación, que es sobre todo desprenderse de las ataduras de la industria alimentaria, una de las grandes divas del sistema capitalista. Se invisibiliza el reclamo de soberanía frente a unas normativas impuestas desde arriba con intenciones claras de acabar con los modelos a pequeña escala.
Contra el consumo de leche cruda se esgrimen también argumentos que lo consideran una práctica que solo unas pocas personas privilegiadas podrían asumir. A quienes estamos física o mentalmente en los pueblos, nos sorprenden estas afirmaciones. Sabemos que el acceso a la producción de leche cruda puede no suponernos dinero ni tiempo extra, sino al contrario, puede estar más a mano que el supermercado de turno y a precios que nos consta que son justos para profesionales que mantienen vivo el medio rural. El ahorro en distribución y tratamientos puede incluso hacerla más barata. Si para las ciudades acceder física y económicamente a esta leche es un problema, ¿no será que quizás la raíz del mismo está en sus formas de abastecimiento? En algunas ciudades, conscientes de su enorme dependencia alimentaria y de su deficiente calidad, se están haciendo esfuerzos para recuperar una cierta capacidad productiva en las vegas y huertas históricas. ¿Por qué no se piensa también en replantear algún tipo de ganadería periurbana? No hace tanto que existían vaquerías en las ciudades y el cólera no se expandía como un tormento.
Para quienes desconocen el día a día de la ganadería a pequeña escala, parece necesario señalar que la leche no brota de una fuente. Detrás de este producto final hay articuladas muchas prácticas de cuidados que ejercen ganaderas y ganaderos, entre ellas el enorme papeleo que supone adaptarse a las normas sanitarias y a la trazabilidad (que se lo digan a Ganaderas en Red, cuya canción del verano habla de este tema). Por eso no hay que obviar, como parece ocurrir, que una ganadería bien tratada, con sus controles veterinarios bien llevados, con un manejo de calidad, es en sí misma garantía de una leche sana. La leche cruda puede ser un puente entre el campo y la ciudad, para dar valor al enorme trabajo que realiza la poca ganadería familiar que queda en nuestros territorios, para que no se nos olvide que existen. Consumirla es apoyar a las granjas que cuidan de sus animales.
La medida en cuestión ofrece suficientes garantías para la salud. Lo que sorprende es que no se hable de a dónde nos lleva tanta preocupación por los riesgos de los alimentos frescos, que están siendo sustituidos por unas cantidades enormes de alimentos procesados y ultraprocesados en nuestra dieta. A este paso pronto será obligado sustituir los huevos por huevina pasteurizada. Como muchos estudios han demostrado, la alimentación ultraprocesada tiene relación directa con graves problemas de salud pública: el incremento de la obesidad, de la presión arterial o del colesterol. Incluso, recientemente, un estudio liderado por la Universidad de la Sorbona, en París, y publicado en el British Medical Journal, relaciona estos alimentos con el riesgo de padecer cáncer. Podemos irnos a Francia, donde la venta de leche cruda hace años que está aprobada, para comprobar que los mayores problemas alimentarios de su población no los causa la brucelosis sino la obesidad.
Nos preocupa la precarización de la vida en lo referente a las condiciones de vivienda y al aumento de la explotación laboral, pero no parece que reivindiquemos el derecho a acceder a alimentos frescos y de calidad a precios justos e incluso a tener tiempo para cocinarlos. ¿Hemos asimilado que estas tareas reproductivas no tienen valor? El caso es que hemos delegado totalmente estos trabajos en las multinacionales. No somos capaces de controlar aquello que comemos y sustituimos prácticas como lavar las verduras, hervir la leche o la conservación en frío por alimentos tan hiperprocesados que ya no están vivos, sino muertos y así se nos presentan en ataúdes de plástico que destrozan el planeta e inundan los océanos mientras el agronegocio engrosa beneficios. ¿No caben otras opciones cuando además estas prácticas alimentarias oprimen al campesinado global? ¿Por qué no hay reivindicación y solidaridad de clase en la alimentación? ¿Tiene que ver con la dificultad de empatizar con lo rural debido a la dominación hegemónica de lo urbano?
Desgraciadamente esta medida no es suficiente para asegurar la rentabilidad de la ganadería a pequeña escala en un contexto tan hostil como el sistema alimentario industrial, en el que las multinacionales lácteas monopolizan el mercado y marcan precios por debajo del coste de producción. Por no hablar de la carne barata de los supermercados. El sector agrario viene reclamando desde hace décadas una medida fundamental: la flexibilización del Paquete Higiénico Sanitario para las explotaciones agropecuarias y las industrias agroalimentarias de pequeña escala. La venta de leche cruda es una de las medidas propuestas en este paquete, pero habría otras como la posibilidad de venta de carne en la propia finca o la puesta en marcha de mataderos móviles para desmonopolizar otro punto de la cadena alimentaria: el sacrificio. Estas medidas ya están en marcha en muchos países de Europa.
La alimentación es un derecho, pero no cualquier alimentación. No debemos renunciar a exigir, proponer y comprometernos con un sistema alimentario que garantice a toda la sociedad una alimentación de proximidad, ecológica y a precios adecuados para quienes la producen. No queremos que la administración solo vele por la seguridad alimentaria, exigimos más. Trabajamos por la soberanía alimentaria.

Fuente: https://www.soberaniaalimentaria.info/otros-documentos/debates/553-de-leche-vacas-y-vaquerias-hacia-la-soberania
- Imagen de tapa: Vacas en Vista Alegre Baserria (Karrantza). Foto: Vista Alegre Baserria

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