Marcas fósiles: de tóxicas a odiosas


Naomi Klein
La Jornada

Cuando entró la llamada informando que la Universidad de Glasgow votó a favor de desinvertir su fondo de 128 millones de libras (http://bit.ly/1vQAVI9), en las empresas de combustibles fósiles, de casualidad estaba en un cuarto lleno de activistas climáticos en Oxford. Inmediatamente se pusieron a festejar. Hubo muchos abrazos y algunas lágrimas. Esto era importante: la primera universidad en Europa en tomar una decisión de este tipo.
Al día siguiente hubo más festejos en los círculos climáticos: Lego anunció que no renovaría una relación con Shell Oil, un acuerdo que venía de mucho tiempo atrás, que se veía reflejado en niños que llenaban sus vehículos de plástico en gasolineras de Shell. “Shell contamina la imaginación de nuestros niños”, se escucha en un video de Greenpeace que se volvió viral (http://bit.ly/VDzRsW) y atrajo más de 6 millones de vistas. Mientras tanto, crece la presión sobre el Museo Tate para que rompa su larga relación con BP.
¿Qué está pasando? ¿Las empresas de combustibles fósiles –que durante mucho tiempo han sido tóxicas para nuestro ambiente– se están volviendo tóxicas para el medio ambiente de las relaciones públicas? Parece que sí. Galvanizado con la investigación del “rastreador de carbono” que muestra que estas empresas tienen varias veces más carbono en sus reservas de lo que nuestra atmósfera puede absorber de modo seguro, el ayuntamiento de Oxford votó a favor de desinvertir (http://bit.ly/ZJ2cQc); también lo hizo la British Medical Association (Asociación Médica Británica) (http://bit.ly/1lOfeEq).
A escala internacional hay cientos de activas campañas por la desinversión en combustibles fósiles, en universidades y colegios, y también que tienen como blanco a gobiernos locales, fundaciones sin fines de lucro y organizaciones religiosas. Y las victorias son cada vez mayores. En mayo, por ejemplo, la Universidad de Stanford, en California, anunció que desinvertiría del carbón su fondo de 18.7 mil millones de dólares. Y, en septiembre, un día antes de la cumbre climática de Naciones Unidas, en Nueva York, una parte de la familia Rockefeller –un nombre sinónimo a petróleo– anunció que desinvertiría en combustibles fósiles los holdings de la fundación e incrementaría sus inversiones en energía renovable.
Algunos son escépticos. Dicen que nada de esto va a dañar a las empresas petroleras o del carbón: otros inversionistas tomarán esas acciones y la mayoría de nosotros seguirá comprando sus productos. Nuestras economías, después de todo, siguen enganchadas a los combustibles fósiles, y las opciones renovables y de bajo costo demasiado seguido están fuera de nuestro alcance. Así que, estas batallas contra los patrocinios a las inversiones en combustibles fósiles, ¿son sólo un farsa?, ¿una forma de limpiar nuestras conciencias pero no la atmósfera?
La crítica no toma en cuenta el poder más profundo y el potencial de estas campañas. De fondo, todas atacan la legitimidad moral de las empresas de combustibles fósiles y las ganancias que fluyen de ellas. Este movimiento declara que no es ético estar asociado a una industria cuyo modelo de negocios está basado, de forma consciente, en desestabilizar los sistemas de soporte vital del planeta.
Cada vez que una institución o marca decide cortar sus lazos, cada vez que se usa el argumento de la desinversión de forma pública, se refuerza la idea de que las ganancias obtenidas de los combustibles fósiles son ilegítimos, que “éstas son ahora industrias canallas”, como dice el escritor Bill McKibben. Y esta ilegitimidad es la que tiene el potencial para poder escapar del callejón sin salida y lograr una significativa acción climática. Porque si esas ganancias son ilegítimas, y esta industria es canalla, nos acercamos un paso más al principio que desgraciadamente, hasta ahora, ha faltado en la respuesta colectiva climática: el que contamina, paga.
Tomemos el caso de los Rockefeller. Cuando Valerie Rockefeller Wayne explicó por qué decidió desinvertir, dijo que justo porque la riqueza de su familia proviene del petróleo, tienen “una mayor responsabilidad moral” de usar esa riqueza para frenar el cambio climático.
Eso, en pocas palabras, es el razonamiento que subyace a “el que contamina, paga”. Se basa en que cuando la actividad comercial crea un fuerte daño a la salud pública y al medio ambiente, quienes contaminan deben cargar con una parte significativa de los costos para reparar los daños. Pero no se puede quedar a nivel de los individuos y las fundaciones, y el principio tampoco puede ser puesto en práctica de forma voluntaria.
Como exploro en mi libro Esto cambia todo (http://bit.ly/VEOtIc), las empresas basadas en combustibles fósiles llevan más de una década prometiendo usar sus ganancias para que hagamos la transición y nos alejemos de la energía sucia. BP cambió su imagen a “Más allá del petróleo” (Beyond petroleum), para después alejarse de los renovables y enfocarse lo doble en los combustibles fósiles más sucios. Richard Branson se comprometió a invertir 3 mil millones de dólares de las ganancias de Virgin en encontrar un combustible verde milagroso y luchar contra el calentamiento global, para después, de modo sistemático, bajar las expectativas y, a la vez, incrementar drásticamente su flota de aviones. Queda claro que quienes contaminan no van a pagar esta transición a menos de que los obliguen a hacerlo por ley.
Hasta principios de los años 80, ese todavía era un principio por el que se guiaba la creación de legislaciones en América del Norte. Y el principio no ha desaparecido del todo, es la razón por la cual Exxon y BP se vieron obligados a pagar buena parte de las cuentas después de los desastres de Valdez y Deepwater Horizon.
Pero desde que la era del fundamentalismo de mercado tomó las riendas en los 90, las regulaciones directas y las penalizaciones contra quienes contaminan han sido remplazadas por el empuje para crear complejos mecanismos de mercado e iniciativas voluntarias diseñadas para minimizar el impacto de la acción ambiental sobre las empresas. Cuando se trata del cambio climático, el resultado de las llamadas soluciones gana-gana ha sido una pérdida doble: subieron las emisiones de gases y el apoyo a muchas formas de acción climática se redujo, en buena medida porque –con razón– se percibe a las políticas como pasar los costos a unos consumidores que ya están sobrecargados, al tiempo que se libera de responsabilidades a los grandes contaminantes empresariales.
Esta cultura del disparejo sacrificio tiene que terminar, y los Rockefeller, curiosamente, son los que muestran el camino. Grandes porciones del Standard Oil trust, el imperio de John D Rockefeller cofundado en 1870, se volvieron Exxon Mobil. En 2008 y 2012, Exxon obtuvo cerca de 45 mil millones de dólares en ganancias, lo cual sigue siendo la más alta ganancia anual jamás reportada en Estados Unidos por una sola compañía. Otras filiales de Standard Oil incluyen a Chevron y Amoco, que más tarde se fusionarían con BP.
Las ganancias astronómicas que estas empresas y sus séquitos siguen obteniendo de sacar y quemar combustibles fósiles no pueden seguir desangrándose hacia las arcas privadas. Deben, en vez, ser empleadas para ayudar a lanzar las tecnologías e infraestructura limpias que nos permitirán movernos más allá de estas peligrosas fuentes de energía, y también para ayudar a adaptarnos al pesado clima que ya quedó encerrado. Un mínimo impuesto sobre el carbono, cuyo precio puede ser pasado a los consumidores, no es un sustituto de un verdadero marco operativo “quien contamina, paga”; no después de décadas de inacción que han hecho que el problema sea enormemente peor (una inacción garantizada, en parte por un movimiento negacionista del cambio climático, fundado por algunas de estas mismas empresas).
Y aquí es donde entran las, al parecer, simbólicas victorias, desde Glasgow hasta Lego. Las ganancias del sector de los combustibles fósiles, obtenidas mediante, de modo consciente, tratar a nuestra atmósfera como un tiradero de aguas residuales, no sólo deberían verse como tóxicas, algo de lo cual las instituciones que cuidan su imagen pública, de modo natural se distancian. Si aceptamos que esas ganancias son moralmente ilegítimas, también deberían verse como odiosas, algo que el público puede reclamar, para poder limpiar el desastre que estas empresas dejaron, y siguen dejando.
Cuando esto pase, la generalizada sensación de desesperanza frente a una crisis tan vasta y costosa como el cambio climático, al fin comenzará a desvanecerse.

Naomi Klein es activista y escritora. Su último libro Esto cambia todo: el capitalismo contra el clima, publicado en Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá en septiembre de 2014.
Traducción: Tania Molina Ramírez
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2014/10/19/index.php?section=opinion&article=022a1mun
Este artículo fue publicado en The Guardian el 17 de octubre de 2014.
Imagenes:-peakoil.com

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