Por qué ya no somos capaces de tener curiosidad real hacia aquello que nos rodea cuando viajamos
La vuelta a la normalidad tras las vacaciones tiene a veces un componente reflexivo y extraño. Una vez más, viajar no ha encendido esa chispa mágica que antaño sentíamos al hacer turismo. No resulta fácil saber de dónde viene esa frustración, qué fue aquello que faltó para que las luces tintineantes de aquel mercado en esa ciudad del norte de Europa no nos embriagase, o por qué ese atardecer de colores naranjas vibrantes de una playa en el sur en pleno enero no movió ninguna sensación por dentro. Por qué, en definitiva, hemos perdido la capacidad de ‘mirar con ojos de viajero’ y captar el lugar en el que estamos en este preciso momento dejándonos maravillar por él sin proyectarle nuestras construcciones mentales.
Neus Crous Costa, doctora en Turismo e investigadora
Marcel Llavero Pasquina, coordinador del atlas de justicia ambiental e investigador del ICTA-UB.
Uno de los factores que explican en buena medida esta incapacidad para sentir curiosidad es la hipermovilidad. Paradójicamente, el avión posibilitó que las sociedades de las antiguas metrópolis descubriéramos el mundo y amplió los horizontes de la curiosidad, pero pronto la creciente hipermovilidad hizo que el desplazamiento fuera visto como una inconveniencia que se debe cubrir con el menor tiempo y con la menor dedicación posibles. Eso explica que, según los datos de la Organización Mundial del Turismo publicados en 2023, el avión siga copando más de la mitad de los desplazamientos turísticos internacionales.
En el siglo XIX, el escritor y sociólogo John Ruskin se lamentaba del poco tiempo que sus conciudadanos dedicaban a admirar las grandes obras de arte del continente cuando habían invertido tanto en viajar hasta ahí. Por ejemplo, apenas pasaban unos minutos mirando la Capilla Española en Santa Maria Novella (Florencia), mientras él había pasado semanas subido en un andamio abriendo los significados trascendentes de la obra de Simone Memmi. Otra de sus grandes quejas eran las guías turísticas, que se limitaban a describir las dimensiones y el número de arcos del lugar, que permitían al turista descubrir el sitio en el que se encontraban “sin mirar para nada a su alrededor”.
Sin dedicar atención al lugar en el que nos encontramos, o a las personas con las que interactuamos, es imposible que emerja ninguna comprensión. Stendhal se vio sobrepasado por la belleza de Santa Croce precisamente porque estuvo con el lugar el tiempo suficiente para que su fuerza se desatara sobre él. A menudo exigimos al viaje turístico algún tipo de experiencia transcendente que, en la práctica de la hipermovilidad, simplemente no puede ocurrir.
Sabemos que el transporte aéreo es un agente disruptivo de la salud humana física, mental, emocional y relacional –afecta los ritmos circadianos (sueño-vigilia), nos expone al aire contaminado, a las radiaciones de la atmósfera y al ruido de cabina, entre otras cosas–, pero sin duda los peores impactos se los llevan las personas que no ejercen la hipermovilidad turística. Cómo documenta extensamente la red Stay Grounded en el Atlas Global de Justícia Ambiental, la construcción de infraestructuras de hipermovilidad, sobre todo aeropuertos, desplazan forzosamente a poblaciones locales, que ocurren a menudo con violencia en países de rentas bajas, donde tan solo un 2,5% de la población utiliza estas infraestructuras anualmente. La hipermovilidad del turismo también lleva consigo el aumento del coste de vida, sobre todo de la vivienda, en los destinos turísticos, desplazando efectivamente a las comunidades locales. De esta forma, la hipermovilidad no solo impide al turista relacionarse profundamente con el mundo, sino que perversamente también rompe los vínculos territoriales multigeneracionales de poblaciones que habitan y forman una parte esencial del paisaje, la cultura y la historia del lugar visitado.
La ironía hace que los aeropuertos se asienten muy cerca, o incluso dentro, de zonas urbanas para reducir al máximo la distancia entre origen y destino. El imperativo de la hipermovilidad agrava, pues, la salud de grandes poblaciones urbanas debido a la contaminación atmosférica, acústica y de aguas superficiales. En su fase de construcción, las obras generan contaminación por polvo y contaminación del aire por el tráfico pesado. Los aeropuertos también mueven grandes cantidades de tierra para generar enormes extensiones planas y alquitranadas. Esto conlleva un cambio en los drenajes naturales y aumenta el riesgo de inundaciones. Y cuando ya no cabe más espacio en las ciudades, los aeropuertos se abren espacio en sus alrededores, destruyendo, o bien tierras de cultivo necesarias para proveer de alimentación kilómetro cero a las ciudades, o bien destruyendo paisajes naturales como selvas, bosques o humedales.
Pero los impactos de la hipermovilidad van mucho más lejos. La aviación contribuye a un 5,9% del calentamiento climático del planeta. Y mientras los impactos de la crisis climática ya llevan años mermando las vidas de aquellos que menos han contribuido al calentamiento global, el 50% de las emisiones ligadas a la aviación son responsabilidad del 1% de la población. Los costes de la hipermovilidad del turismo los pagan aquellos que menos utilizan el avión. La aviación se sustenta por el desplazamiento de costes de la jet set a las poblaciones que menos vuelan. En un mundo marcado por las desigualdades económicas, los ricos vuelan y los pobres pagan.
En resumen, la forma en la que viajamos hoy nos aliena, en el sentido de que raramente conectamos de verdad con el lugar que visitamos y, además, nos causa problemas de salud y sociales. Pero frente a ello, proponemos nuevas formas de ‘mirar con los ojos de un turista’ que no requieran de viajar como condición sine qua non para desarrollar nuestra curiosidad. El anhelo de conocer y relacionarse con el mundo que alimenta el turismo florece más fácilmente cuando rompemos la rutina, pero podemos recuperarlo también en nuestros entornos habituales.
La curiosidad es la gran herramienta para descubrirnos tanto por dentro como para reencontrarnos con nuestro entorno físico y social. Es una forma de (re)apropiarnos esos entornos. Además, la fascinación, nacida de la curiosidad, rompe la apatía, refuerza nuestra relación con el entorno y permite reapropiarnos de nuestra vida —aquí bajo el ejemplo del viaje —, deshaciéndonos o reduciendo aquello que nos daña como individuos y como sociedad.
Fuente: https://climatica.coop/opinion-ojos-de-turista-hipermovilidad/ - Imagen de portada: Foto: Foundry.