Recado ancestral para repensar nuestro ciclo vital
Dentro del gran abanico de cosmovisiones que se han registrado en la historia, las nociones de vida y muerte se repiten universalmente. A pesar de la diversidad de costumbres con que diferentes pueblos ritualizaron los hitos del ciclo vital humano, desde cualquier punto del mapa podemos confirmar un denominador común: la dicotomía del cuidado y protección de la vida contra la aceptación y el desapego ante la muerte. Este ensayo poético nos lleva a transitar por diversos ritos de paso de culturas del mundo, dando cuenta de las luces y sombras de los ciclos eternos de vida y muerte.
Texto por Pilar Higuera Valencia
Ecos de Altura
Alumbra la cuarta luna llena del año y los discípulos del Buda están sentados a su alrededor. Es primavera en un bosque profundo de árboles de sal, cerca del caserío de Kushinagar, India. Bastaría un par de jornadas de peregrinación para alcanzar la frontera con Nepal, pero las energías del cuerpo físico del asceta se encuentran, repentinamente, migrando a otro plano. El Buda va a morir esta noche, pero al mismo tiempo alcanzará su paranirvāna o “la gran trascendencia del sufrimiento”. Ante la alerta, el Buda decide regalar a sus discípulos —temerosos del abandono de su guía— dos mensajes que, según indica, les permitirán resolver cualquiera de sus dudas. El primero, que “todas las cosas compuestas son perecederas”; y el segundo, un mandato: «ser diligentes en su esfuerzo por alcanzar la liberación».
Confluencia de valles
Ra aparece por el horizonte desde algún punto de Egipto. Tras largas temporadas recibiendo al dios Sol en el firmamento, un día de julio llega a acompañarle una estrella que trae consigo la crecida del Nilo. Los egipcios celebran el inicio del año retirando el rastrojo de las siembras pasadas: lo antiguo se convierte en suelo nuevo y la brillante Sopdet —diosa y estrella— inunda los cadáveres vegetales. En su lenguaje de luz, recita destellos de fertilidad. Así como las plantas, todo ser de carne y hueso experimentaría, a su tiempo, la interrupción de su transitoria vida para el paso hacia una existencia permanente. En una casa a orillas del río, vapor de aguas, hierbas y resinas, embalsaman un cuerpo cargado de amuletos para la etapa venidera. El peso de su corazón —más liviano que una pluma— confirma la vigencia de su pasaporte para el viaje extraterrenal.
Fulgor andino
Al mediodía, al sur del Abya Yala, una comitiva emprende rumbo firme a la cordillera. Cada paso compone una nota en la armonía de los bronces que cargan en sus espaldas: vasijas y alhajas que serán entregadas como ofrenda a las montañas, junto con el sacrificio de un niño y el de varios animales. En este continente, que para los europeos no era más que “el vasto imperio del Diablo”, lo más preciado de los deudos es destruido en lugar de atesorado. Desde la cumbre del Apu Wechuraba, se oyen todas las voces de los elementos cantar al unísono con el crepitar del fuego. A los pies del cerro, numerosas hogueras iluminan los rituales de despedida y los senderos convergentes del Cuzco del Mapocho.
Voces rituales que hablan desde el sur global
La deriva planetaria permitió a nuestras ancestras ocupar remotos territorios en el planeta, desde los cuales, por condiciones geográficas o sencillamente circunstanciales, configuraron modos de vida frugales, basados en la interpretación del entorno y sus propios ciclos vitales.
Sin importar la religión que diera respuesta al origen de la existencia, las culturas del mundo antiguo recibieron como herencia un manto terrestre fecundo, repleto de vida y, por cierto, de muerte. En aquel próspero escenario, “orgánico” era el modo único de producir y cosechar. Puede que allí, en ese sano suelo, comenzara a abrirse la profunda grieta que separa a los humanos de nuestros días con las prácticas del buen vivir de antaño. De ese modo, hoy, cuestiones vitales se convirtieron en una especie de privilegio, al igual que la disponibilidad hídrica, el acceso a las montañas o la posibilidad de sostener una práctica espiritual consciente.
En particular, desde el sur global, susurran voces que entregan pistas sobre un modelo de vida que enfrenta, amoroso, nuestra realidad perecedera. A través de sus formas y colores, cobijan directrices para la articulación de un sistema de cuidados que, por siglos, permitió a nuestra especie sobrellevar la convivencia entre la necesidad de la vida y la aceptación de la muerte. ¿Cuál es el recado que nos dejan estas culturas cuyas prácticas se convirtieron en alternativas marginalizadas por la historia oficial?
Desde el inicio hasta el final de sus ciclos vitales, las comunidades del mundo antiguo ritualizaron su propia existencia y la de todo lo vivo en su entorno. Los momentos más sagrados para las culturas de los Andes o del Himalaya sucedían no solo alrededor de aquellos grandes cordones montañosos, sino además como una plegaria dirigida e intencionada hacia sus figuras. Las ofrendas, principalmente alimentarias, no ostentaban otro fin que el de la retribución: el trato era bienvenir los nuevos nacimientos y despedir las vidas en retirada (Ramos, 2014), para que la cordillera, centinela de las fuerzas naturales, les indicara el paso hacia lo eterno, como un abrazo de piedra.
Las momias del Llullaillaco, se dice, no fueron muertas en sacrificio sino por causas naturales, producto de la exposición al viento fino en su santuario de altura, a más de seis mil metros sobre el nivel del mar en el Altiplano andino. La ceremonia del qhapaq hucha tenía por objetivo agradecer las generosas cuotas de sol de la temporada, mientras que las dos niñas y el niño ofrendados asistían a una reunión con sus antepasados, cuyas almas se encontraban contenidas en aquellas lejanas cumbres (Mignone, 2010). Sus ajuares, compuestos por diversos ejemplares de sus cosechas, tejidos y otras piezas de delicada factura, son el recado sobre la identidad como postura ante la ceremonia.
«Nuestras ancestras volcanes, micelios, lagunas y cascadas no aparecen en los catálogos del llamado Mundo Antiguo. Pero sus memorias reclaman el decrecimiento como modelo de desarrollo y nuestra articulación en comunidades locales como fórmula para coincidir en la búsqueda por sentido».
El escepticismo de nuestra especie ante los procesos que, frente a nuestras narices, desarrollan intensivamente los demás seres vivos que cohabitan el jardín planetario, determina la desconexión con que atravesamos las estaciones, cuyo conjunto compone el ciclo vital de un año. Por fortuna, nuestras ancestras fueron acuciosas en describir el rol que cumplimos en cada etapa, acompañando atentamente los procesos que ocurren en el afuera, espejeándolos en nuestros adentros. El recado dice que nuestra especie no es perenne y que la vida eterna es una pretensión. Algunas culturas no estarán de acuerdo con esto último, pero sí en la invitación a abrazar la semejanza, entendiéndonos como parte de la biodiversidad.
La agricultura regenerativa forma parte de la sabiduría ancestral independiente del territorio sobre el cual se ponga la mirada. Los clanes del pueblo Wachagga, habitantes de las laderas del Kilimanjaro entre Kenia y Tanzania, observaron de cerca la pudrición de sus cultivos de banano y renegaron del fin del ciclo para esas gigantescas hojas y tallos, rebosantes de agua y vida. En su lugar recolectaron, fragmentaron y apilaron los restos, dando origen a un sofisticado compost que, además de servir como abono para el suelo, habilitó el despliegue de nuevas prácticas comunitarias con el fin de sostener la cada vez más próspera producción alimentaria para sus gentes (Nuti, 2021).
Nuestras ancestras interpretaron mensajes complejos del universo en busca del significado de la vida y la muerte. Sus descubrimientos no fueron azarosos ni sucedieron entre la noche y la mañana, sino atravesando largos ciclos de contemplación, no sin antes haber descifrado las estrategias para activar la curiosidad y el asombro. Estos poderes —cuentan sus memorias— parecían vibrar en una mayor frecuencia en contextos colectivos. Algunos relatos del budismo sugieren la idea de un “portal” hacia el entendimiento, incluso hacia otros universos, permitiéndose construir certezas incluso fuera de la razón (Dragonetti y Tola, 2003).
A diferencia de las civilizaciones venideras basadas en la competencia y no en la cooperación, las culturas del Mundo Antiguo no se esmeraron en patentar los saberes sobre el buen vivir que sostenían en su cotidiano. Así y todo, cuando se sobreromantiza el conocimiento ancestral, tiende a omitirse que estos aprendizajes no escasean de rigurosidad teórica, y que su sensibilidad técnica nos ilustra, sin necesidad de entuertos verbales, el paso de la metáfora a la acción.
Coincidentemente hoy, con la debacle del pensamiento occidental; el desmantelamiento del capitalismo como un modelo destructivo y perverso; la insostenibilidad del antropocentrismo; y la creciente búsqueda por soluciones a las diversas crisis de la actualidad; la revisión del conocimiento ancestral nos entrega luces para un presente que añora nuestro pasado atento, con sus interpretaciones colectivas sobre la existencia y en armonía con el binomio vital.
Nuestras ancestras volcanes, micelios, lagunas y cascadas no aparecen en los catálogos del llamado Mundo Antiguo. Pero sus memorias reclaman el decrecimiento como modelo de desarrollo y nuestra articulación en comunidades locales como fórmula para coincidir en la búsqueda por sentido.
En el universo mapuche, el buen morir será la extensión natural de los gestos en vida de su gente por el cuidado y la preservación de los elementos sagrados de su entorno. Durante sus días presentes, el roble o koyam proveerá de material para la creación y sus digüeñes saciarán el hambre con acervo ceremonial. Y mientras este cometido de amparo no sea interrumpido, el ciclo animal, fúngico y vegetal habrá de concluir en conjunto: los cuerpos descansarán en wampos y un chemamull recordará por partida doble a los difuntos (Guerra y Skewes, 2015).
No hay registro de qué pensaban las comunidades del Tawantinsuyu sobre las del valle del Indo. Tal vez si la mensajería ya hubiera atravesado el espacio en busca de antena en el imperio al otro lado del charco, nos habrían educado de la mano de fantásticos debates sobre los mejores métodos para habilitar el viaje de nuestras almas y practicaríamos como deportes las destrezas para la liberación.
Por fortuna, el recado quedó anotado no solo en la vasta literatura y oralidad que, desde la antigüedad y hasta hoy, continúan diseminándose con energía rizomática. El recado permanece impreso en las nervaduras de las hojas caducas, en las íntegras pircas de los cerros que rodean la ciudad y en el nácar de las conchas que aún derivan, en un ejercicio de memoria, por las laderas escarpadas de la Cordillera de la Costa del extremo sur del continente.
Las voces de estos mensajes viajan por los cuatro vientos, como una insinuación sobre nuestra plena libertad de escoger en qué cosmovisiones reflejarnos para repensar nuestra relación con el ciclo vital. Y que si devolvemos el llamado, nos dicen, sea para conversar —como los mapuche con el koyam— acerca de las estrategias para el buen vivir y buen morir.
Eterno retorno
Tan pronto el Buda posó su cabeza hacia el norte para no alzarla más, la tierra tembló. Las flores de dos inmensos árboles de sal cubrieron todo su cuerpo, cayendo sobre las manos y rostros de los monjes.
En el África nororiental, el alba se envolvió entera en aromas de mirra y canela, mientras un alma pasajera de esta Tierra emprendió rumbo definitivo a su existencia plena. Al otro lado del gran océano, en las tierras del sur, se puede ver al lucero bañarse en las aguas oscuras de una laguna a los pies de un volcán. En el momento en que la noche concede tregua al día, rendida ante su claridad, sucede el aterrizaje de un pewen sobre la húmeda tierra. La trayectoria entre su copa y el suelo es fugaz. La brisa que atestigua su caída no declara partes de muerte. Ahora es semilla.
En la mañana del desierto, tras una noche en vela, los mamíferos humanos —profetas mundanos del rito, inflamados de tradición—, adornaron con flores de papel los sepulcros, entonando cantos que repitieron con los ojos a medio cerrar. El calor y la luz de un fuego encendido al centro de una ramada arrastró, definitivos, algunos cuerpos hacia sí. Y entonces, en medio de la penumbra, invocando el antiguo lenguaje de las palabras, hablaron con los que ya no están.
Referentes
Dragonetti, C. y Tola, F. (2003). La concepción budista del universo, causalidad e infinitud. Polis, 6.
Guerra, D. y Skewes, J. (2015). «Sobre árboles y personas: La presencia del roble (Nothofagus obliqua) en la vida cordillerana mapuche de la cuenca del río Valdivia». Revista Atenea, 512.
Mignone, P. (2010). «Ritualidad estatal, capacocha y actores sociales locales. El cementerio del Llullaillaco». Revista Estudios Atacameños Arqueología y Antropología Surandinas, 40, 43-62.
Nuti, M. (2021). Los invisibles en la agricultura. Limache: Piedra Molle Ediciones.
Ramos, P. (2014). Rituales funerarios andinos antes y después de la conquista española. La mort des grands: arts, textes et rites.
Ilustraciones por Alfredo Rios, el “Profe”, es ilustrador, diseñador y músico. Apasionado de la naturaleza, la ciencia ficción y la astronomía, a través de la ilustración busca el equilibrio entre el humano y la naturaleza al mismo tiempo que experimenta el diseño con elementos geométricos.
Fuente: Revista Endémico: https://endemico.org/recado-ancestral-para-repensar-nuestro-ciclo-vital/