Por una cultura política alternativa

Vivimos tiempos inciertos marcados por cambios acelerados y transformaciones profundas. El fin del orden neoliberal ha abierto un escenario plagado de contradicciones que impregna de miedo e inseguridad a la sociedad. La capacidad de respuesta de la ciudadanía se encuentra lastrada por la desorientación y la impotencia y, particularmente, por la ausencia de una práctica cultural alternativa capaz de aliviar las tribulaciones y liberar la imaginación política: El miedo es como una masa viscosa que se adhiere y expande por el cuerpo social. Resulta difícil desprenderse de ella cuando lo inunda todo. No es un pánico infundado. El malestar y el sufrimiento social lo alimentan. Las desigualdades, la precariedad, el ascensor social averiado, la falta de esperanza en el futuro por el aumento de las amenazas asociadas a las guerras o a la profundización de la crisis ecológica constituyen el sustrato en que arraiga una parte importante de nuestro miedo. Se espera el golpe, aunque no se sepa muy bien por donde vendrá. Puede llegar de manera repentina en forma de pandemia, guerra, DANA, megaincendio asolador o simple desahucio, o de manera gradual y casi imperceptible al erosionar las bases de la prosperidad y convivencia democrática que dábamos por ciertas y bien asentadas.

Santiago Álvarez Cantalapiedra

Esta sensación difusa pero muy presente de incertidumbre e inseguridad, de estar a merced de no saber qué, da alas a los mercaderes del recelo. Quienes intercambian odio por miedo, aquellos que ofrecen sucedáneos de seguridad individualizada, logran mayor aceptación que la que consiguen las propuestas de las izquierdas, cuando estas últimas, sobre el papel, deberían de estar en condiciones de poder canalizar mejor el malestar y la indignación al haber defendido históricamente la necesidad de mecanismos de protección social. ¿Qué ha cambiado, en qué marco cultural nos movemos hoy, para que eso pueda ser así?
El capitalismo ha cambiado
El creciente protagonismo económico y político de las grandes empresas tecnológicas y financieras está transformando el capitalismo contemporáneo y con ello también se está alterando la estructura social, así como los efectos de los discursos asociados a los cambios en esas estructuras.
Estos cambios representan una oportunidad perdida, otra más, para encarar las amenazas que se derivan de esa crisis ecosocial de amplio alcance (pues presenta vertientes tanto ecológicas como sociales y políticas) que atravesamos en la actualidad. Las contradicciones lejos de atenuarse se profundizan cada día que pasa. La primera, y más fundamental, es que la economía capitalista socava las condiciones sociales y naturales sobre las que está asentada.1 No es un problema interno del capitalismo, es una contradicción entre la economía y la sociedad, por un lado, y entre la economía y la naturaleza, por otro. Es una crisis que emerge entre esferas o sistemas distintos con dinámicas de reproducción difícilmente compatibles y que conduce a que la continuidad de la existencia social (y de gran parte de la vida no humana) se encuentre amenazada por los imperativos económicos, que básica- mente hoy son financieros y tecnológicos al basarse en el predominio de las rentas financieras y en el incremento de la capacidad de apropiación y transformación de la naturaleza. También existe una contradicción entre economía y política o, por ser más precisos, entre capitalismo y democracia, dado que la acumulación capitalista necesita de unos poderes públicos como condición de posibilidad y, sin embargo, ese impulso a la acumulación ilimitada conduce a la larga a desestabilizar y a generar desconfianza sobre esos mismos poderes públicos de los que depende.2
Estos cambios y contradicciones afectan también a la estructura de una sociedad cada vez más fragmentada en la que se han asentado formas de subjetivación que promueven salidas individualistas justificadas en discursos −centrados en la “autorresponsabilidad”, la “eficiencia”, la “excelencia”, la “empresarialización” de uno mismo y la desconfianza en las instituciones dictados por gurús del management y una amplia gama de multimillonarios tecnológicos,3 al tiempo que se asiste con impavidez al colapso de las bases comunitarias de la sociedad y al desmontaje político de los mecanismos de protección pública.
De este modo, el mayor logro del capitalismo contemporáneo ha sido hacernos creer que se trata simplemente de un sistema económico y no lo que realmente es: un modo de producción cultural que da lugar a un tipo de sujeto que ha declinado la obligación de hacerle frente. Así, en el día de hoy, cautivo y desarmado el sujeto antagonista, las tropas tecnológicas y financieras del capitalismo global han alcanzado sus últimos objetivos dando por terminada la guerra de clases y la posibilidad de cualquier alternativa.
La necesidad de una cultura política radical alternativa
Se hace difícil contar con una cultura política alternativa sin sujetos o agentes del cambio que la promuevan. Pensar lo primero conlleva tomar en consideración lo segundo y viceversa. Sin embargo, la cuestión crucial en el pensamiento político de quienes son los agentes de cambio que pueden alumbrar una alternativa está abierta desde hace tiempo, al menos desde el momento en que empezó a ser cuestionado el papel de partera de la historia que se había atribuido tradicional- mente a la clase obrera.
Manuel Sacristán dejó planteadas algunas consideraciones al respecto de los sujetos de la revolución ecológico-social hace más de cuarenta años. En este nuevo año en el que se celebra el centenario de su nacimiento, no está de más recordarlas... Según Sacristán −pensando en el papel que podrían desempeñar los intelectuales en un sentido amplio (profesorado universitario, científicos y cuadros técnicos en sociedades cada vez más posindustriales)− parece poco probable que puedan perfilarse como agentes de cambio aquellos grupos que, además de minoritarios, son claros beneficiarios de la situación existente. Por tanto, habría que seguir pensando, como siempre se hizo, en términos de mayorías sociales que sufren algún tipo de explotación y dominación o sobre las que se ciernen amena- zas inminentes ante las que ya no cabe compensación alguna.
Pero añade Sacristán una segunda consideración de mayor relevancia si cabe. Resulta improbable que pueda acontecer algún cambio social significativo sin el concurso de quienes aguantan la subsistencia de la sociedad. Y aquí hay que tener en cuenta que la inmensa mayoría de quienes desempeñan las actividades esenciales que aguantan la existencia social o bien las desarrollan fuera del mercado o, cuando desempeñan su trabajo bajo relaciones mercantiles, reciben la peor valoración y la menor remuneración, y en general se encuentran sometidas a condiciones de fuerte precarización y atravesadas por relaciones de dominación y explotación coloniales, de género y clase social.
Esta consideración nos obliga de nuevo a tener presente la principal contradicción que hemos enunciado al principio: la derivada de un capitalismo caníbal que devora las bases sociales y naturales de las que depende. Esa contradicción no anula ni desplaza otras contradicciones internas que desestabilizan al capitalismo con crisis recurrentes, pero exige ahora poner la atención tanto en sus componentes internos como, sobre todo y especialmente, en la interacción con las condiciones primordiales −externas al propio sistema económico− que posibilitan la reproducción de la existencia civilizada de una sociedad; asimismo, nos muestra que en esas fronteras entre el sistema económico y la esfera social reproductiva y los sistemas naturales es donde en mayor medida se están manifestando hoy los conflictos más apremiantes (por el derecho a una vivienda y un trabajo dignos, por la asistencia sociosanitaria, por una justicia alimentaria sostenible, por el re- conocimiento de los derechos de las personas inmigrantes, las luchas feministas por la corresponsabilidad en los cuidados, las acciones ecologistas en favor de los comunes del agua, la calidad del aire, la tierra o la defensa de la biodiversidad). De lo que se desprende que no será alternativa aquella cultura política que no ponga en el centro la protección de las personas y el cuidado de la naturaleza no humana. Una idea de cuidado y protección que debe interpretarse en un sentido amplio y con gran alcance pues invoca actividades que se desarrollan en diferentes ámbitos o esferas bajo condiciones y relaciones muy diferentes. Significa también saber diferenciar el trabajo socialmente necesario de todas aquellas otras actividades que, por muy lucrativas que sean, no aportan ningún valor social o destruyen la naturaleza.
Obstáculos y desafíos
No es fácil promover una cultura política alternativa de este tipo. Se enfrenta a im- portantes obstáculos materiales y culturales. Entre los primeros, la fuerte fragmentación y precarización que se vive en los ámbitos asalariados ocupados en las ta- reas más esenciales, la rígida división social, sexual e internacional del trabajo sobre la que se asienta nuestro modo de vida, las dificultades que se ponen a la integración como ciudadanos de pleno derecho a la población inmigrante y un largo etcétera. Entre los segundos, el escaso aprecio por lo público y lo común en beneficio de lo privado e individual, el distanciamiento y cosificación que imprime la mentalidad y el tipo de racionalidad que emana de la modernidad capitalista y la dificultad de plantear un modo nuevo de satisfacer las necesidades humanas más allá de la lógica extractivista y consumista que se desprende de la acumulación sin término que impone el capital.
Tal vez esta última sea la principal dificultad con la que nos encontramos. Plantear una crítica radical al actual modo de vida imperante y buscar alternativas de vida que no sean consumistas ni destructoras de la naturaleza es algo extraordinaria- mente difícil de alcanzar en el contexto sociocultural actual. En nada ayuda el actual despliegue de las tecnologías de la información en manos de magnates tecnológicos, un puñado de ricos que controlan medios de comunicación y redes sociales en connivencia con los poderes financieros de este planeta. Este creciente protagonismo económico y político de las grandes empresas tecnológicas y financieras está “desdemocratizando” las democracias liberales y generando una tormenta perfecta que arrasa la relación de la ciudadanía con la información y la verdad. Convendría no olvidar el papel decisivo que tuvieron en su día otros in- ventos tecnológicos a la hora de establecer nuevas formas de hacer política. Hitler fue quien usó por primera vez en sus mítines potentes sistemas de megafonía, convirtiéndolos en actos públicos de masas. Fue también, junto a Mussolini, el pri- mero en aprovechar los nacientes avances de la aeronáutica para multiplicar los actos en los que participaba. Hoy, en un contexto de máxima incertidumbre y miedo, las redes sociales −convertidas en un actor político con agenda propia− siembran la sospecha e inundan con bulos y relatos alternativos cualquier espacio de conversación pública. La lógica de las plataformas digitales y redes sociales, centradas en la batalla de la atención, ha reducido la práctica política a un carrusel de guerras culturales al que todo el mundo quiere subirse, también quienes andan en busca de alternativas. Pero eso significa entrar en un terreno con las reglas marcadas y con escasas posibilidades de éxito.
Tal vez, en medio de esta atmósfera “infoxicada”, ensimismada en la última polémica divisiva y polarizadora, haya que buscar otros caminos y otras prácticas para construir una cultura política alternativa. Y como no se trata de descubrir mediterráneos, quizás convendría volver a dedicar más tiempo a las viejas maneras de socialización y formas de subjetivación política con las que el movimiento obrero y sindical, ecologista, feminista y pacifista consiguieron entrar en escena. La presencia, el acompañamiento, la autoorganización con las gentes que aguantan la subsistencia de la sociedad, escuchando y dando voz a quienes no la tienen: mujeres, personas inmigrantes, campesinos y población asalariada de los sectores de cuidados y protección social que viven en la mayor irrelevancia y precariedad vital. Impulsar una cultura popular crítica necesita, para empezar, lograr entender- nos mediante procesos elementales de alfabetización con la población procedente de lugares con otras lenguas y culturas y traducir los lenguajes con los que se expresan situaciones insoportables de opresión para evitar que sean jerga incomprensible para la mayoría. Abrir espacios de encuentro −ateneos, asociaciones, casas del pueblo, parroquias, organizaciones sindicales, centros de cultura popular− que permitan superar los particularismos y las identidades cerradas, desde los que se forje y difunda una cultura de solidaridad y unos valores distintos a los propios de la ideología capitalista. Espacios preocupados tanto de la transformación personal como de la creación de experiencias de vida comunitaria alternativa que no obvien la importancia de la dimensión política. Escuelas cotidianas que nos preparen a encajar los golpes y ayuden a comprender las enseñanzas que deberíamos haber sacado de experiencias como la COVID: tal vez, la principal de todas, que no es conveniente volver a la normalidad, que es mejor comenzar de nuevo. Sin estos espacios, sin esos vínculos, atomizados y a la in- temperie por muy conectados que estemos, es fácil sentirse desamparados y vulnerables frente a las amenazas y el miedo que nos atenazan.
Es posible que también ayude en esa tarea de construcción de alternativas rebajar el tono de prédica categórica con la que a menudo se trata de convencer a los demás, evitando la ingenuidad de que es suficiente con la constatación científica de unos hechos para suscitar voluntades y promover la acción colectiva. 

La verdad científica debe dar realismo a lo que se propone, pero la repolitización de los conflictos se consigue con actitudes y gestos de coherencia ética en la práctica política que muestran que la mejor forma de decir es el hacer.


Fuente: https://www.fuhem.es/wp-content/uploads/2025/01/Por_una_cultura_politica_alternativa-SAlvarez.pdf
 

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