La financierización de la naturaleza y sus consecuencias geopolíticas

No es por casualidad que, en marzo de 2015, el presidente Obama declara que Venezuela, país que detenta la primera reserva mundial de petróleo a nivel mundial, es una “amenaza inusual y extraordinaria” a su seguridad nacional, creando condiciones para una intervención militar en ese país. Tampoco es aleatorio el hecho de que la crisis política brasileña haya comenzado exactamente en la Petrobrás y que uno de los primeros decretos que propusiera la derecha brasileña, que articuló y condujo el golpe de Estado parlamentario en este país.

Monica Bruckmann

 El análisis económico y político de los recursos naturales nos conduce, inevitablemente, a una cuestión central del capitalismo contemporáneo: la financierización de la naturaleza que convierte los bienes naturales en “commodities”, creando un amplio campo de acumulación financiera que crece de manera espectacular.
 
La “financierización de la naturaleza” no sólo expresa su mercantilización, sino que crea un nuevo campo de acumulación y de valorización que se nutre de la destrucción acelerada de los recursos naturales y el medio ambiente, provocando daños irreversibles a los procesos geofísicos y a la biósfera con un impacto social de gran envergadura.  Ya la teoría neoclásica sustentaba la transformación de la naturaleza en “capital natural”, asociada a un “cierto derecho a contaminar”, a través de la creación de derechos de propiedad privada que ofrecen a sus tenedores garantía de una renta combinada con una plusvalía en capital[1].
Durante las últimas décadas, las materias primas y recursos naturales, que el mercado financiero ha llamado commodities, se han convertido en un nuevo tipo de activos financieros que operan a través de una dinámica profundamente especulativa, estimulada por la desregulación de este sector como principal mecanismo de atraer a los inversionistas.  Los datos muestran que ya en 2008, antes del inicio de la crisis económica mundial, el 66% del mercado mundial de commodities estaba en manos de especuladores tradicionales y especuladores de nuevo tipo (fondos especulativos, compañías de seguros, bancos, etc.).  El proceso de financierización de la naturaleza está acompañada de la expansión de las multinacionales, transnacionales y empresas globales que operan en el sector de minería y producción de alimentos.
Esta dinámica no se reduce al ámbito comercial, sino que se desdobla necesariamente en una política de gestión y de dominio de las reservas mundiales. La mayoría de los contratos de exploración y explotación de recursos minerales que se firman entre las empresas mineras y los países latinoamericanos tienen un marco regulatorio que garantiza a las primeras periodos de operación largos, que van de 20 a 40 años y someten a los Estados y gobiernos a los centros de arbitraje internacional que operan en consonancia con las empresas transnacionales, condicionando a través de múltiples mecanismos, la soberanía de los países donde éstas operan.
El Fracking y los golpes blandos en América Latina
La destrucción acelerada de la naturaleza y el medio ambiente, consecuencia del proceso de financierización de la misma, encuentra su expresión más radical a inicios del siglo XXI, en la producción de hidrocarburos no convencionales (shale oil y shale gas) a través de la técnica de fraccionamiento hidráulico, más conocida como “Fracking”.  Nunca antes la humanidad tuvo capacidad de impactar de manera tan profunda los procesos geológicos en el planeta.  La extracción de hidrocarburos no convencionales de las rocas porosas del subsuelo requiere la perforación vertical a profundidades inéditas de 3 mil metros (la profundidad de los pozos convencionales llegaba apenas a mil metros), desde donde se realizan perforaciones horizontales en varias direcciones que pueden llegar a una distancia de 1600 metros.  El fraccionamiento de la roca se realiza a través de la inyección de enormes cantidades de agua, arena y un compuesto de sustancias químicas que incluyen ácidos, anticorrosivos, bactericidas, reductores de fricción y otros químicos cuya composición es aún desconocida para la opinión pública.  Es importante señalar que para cada perforación a través de la técnica del fracking, es necesario de 100 a 170 mil litros de químicos, es decir, de 5 a 9 camiones cisterna de gran porte.  Apenas 20% de este compuesto retorna a la superficie, con un potencial de devastación ampliada por la presencia de sustancias contaminantes del subsuelo, como salmuera, metales pesados y elementos radioactivos, como el Radium 226, provenientes de las rocas fracturadas.  El 80% remanente del compuesto químico permanece en la capa freática, contaminando los acuíferos, las reservas de agua subterránea, el suelo y el subsuelo.
Los datos muestran que más de la mitad de los pozos perforados en Estados Unidos entre 2011 y 2013 se encontraban en áreas de estrés hídrico[2], como por ejemplo el campus de Marcellus, en el estado de Pensilvania, donde más del 35% de los recursos hídricos destinados al consumo de los municipios, es decir, a convertirse en agua potable, fueron redireccionados a la industria del Fracking, con un impacto sin precedentes en la salud pública en una región que ya presentaba un estrés hídrico histórico acumulado.


A los efectos contaminantes de esta técnica hay que asociar otros efectos de gran impacto ambiental y social, como la inducción al sismo en las regiones productoras de hidrocarburos no convencionales, que elevaron la ocurrencia de movimientos sísmicos de 21 episodios por año, entre 1970 y 2000, a más de 150 eventos por año a partir del 2010.  Es decir,  el índice de movimientos sísmicos se multiplicó en más de siete veces como consecuencia directa del impacto geológico del fraccionamiento hidráulico y tendrán un afecto ampliado como consecuencia del re-fraccionamiento de los pozos que, habiendo entrado en desuso por su baja producción, son sometidos a nuevos fraccionamientos geológicos como mecanismo para obtener una nueva producción residual a bajo costo, aprovechando la inversión ya realizada en la instalación de los mismos.
La medición de los impactos geológicos, ambientales y sociales del fracking están aún muy lejos de mostrar la real magnitud de su efecto devastador.  Las investigaciones realizadas hasta el momento indican que las consecuencias de este procedimiento aún no se han manifestado plenamente y que tendrán efectos de largo plazo.
A través de esta técnica Estados Unidos eleva sistemáticamente su producción de petróleo, de 5 millones de barriles por día en 2009 a 9 millones de barriles por día en 2012.  Sin embargo, es a partir de 2013 que la producción en gran escala se eleva drásticamente, llegando a más de 13 millones de barriles por día en 2015[3].  Esto trajo como consecuencia una caída abrupta del precio internacional del petróleo a niveles inferiores a US$40,00 por barril.  Proceso que, paradójicamente, significó también la crisis de la propia economía del Fracking: si el precio internacional del petróleo debajo de US$90,00 por barril desestimulaba la industria de los hidrocarburos no convencionales, un precio inferior a US$40,00 produjo la crisis irreversible de las principales empresas operan que en este sector.  Ya en el primer trimestre del 2016, la crisis de estas empresas era evidente, y en los meses siguientes, varias de éstas se declararon en quiebra y anunciaban su reconversión.
Es poco probable que la Agencia de Energía y el servicio Geológico de Estados Unidos no tuvieran clara la dimensión del impacto ambiental y social del Fracking, y por lo tanto, no tuvieran claro su sentido efímero.  Las evidencias nos llevan a afirmar que la independencia energética que Estados Unidos consiguió a partir de la producción de hidrocarburos no convencionales tenía, sabidamente, un plazo determinado y que formaba parte de una estrategia para generar una leve recuperación económica asociada a la imagen internacional de un nuevo ciclo de crecimiento de la economía estadounidense.
Esta guerra de expectativas generada por el Fracking permitió articular una nueva ofensiva política para desestabilizar los gobiernos de la región que, en alguna medida, se propusieron una gestión soberana de sus recursos naturales.  No es por casualidad que, en marzo de 2015, el presidente Obama declara que Venezuela, país que detenta la primera reserva mundial de petróleo a nivel mundial, es una “amenaza inusual y extraordinaria” a su seguridad nacional, creando condiciones para una intervención militar en ese país.  Tampoco es aleatorio el hecho de que la crisis política brasileña haya comenzado exactamente en la Petrobrás y que uno de los primeros decretos que propusiera la derecha brasileña, que articuló y condujo el golpe de Estado parlamentario en este país, es la suspensión del régimen jurídico que otorga a la Petrobrás la gestión exclusiva de las reservas de petróleo del pre-sal brasileño que, como se sabe, podrían colocar a Brasil como uno de los principales productores de petróleo a nivel mundial.
Es importante señalar que, durante todo el período de “autosuficiencia energética”, Estados Unidos no sólo no dejó de importar hidrocarburos, sino que amplió sus importaciones beneficiado por el bajo precio del petróleo en el mercado mundial.  Esto significa que durante todo el período de auge del Fracking, Estados Unidos amplió considerablemente su reserva estratégica de petróleo, hecho que en términos geopolíticos tiene un peso relevante.
A la luz de las consecuencias ambientales, geológicas y sociales del Fracking, podemos afirmar que se trata de la aventura más peligrosa e irresponsable que la lógica del capital ha desplegado hasta este momento, en su intento de reconfigurar el mercado mundial de energía y los intereses geopolíticos de Estados Unidos a nivel mundial.
La minería y el conflicto social
La actividad minera es una de las principales causas de conflictos socioambientales en América Latina.  Según la Comisión Económica para América Latina –CEPAL-, 35% de tales conflictos ocurridos de 2007 a 2102 en la región era consecuencia de la minería de oro, 23% de la minería de cobre, 15% de la minería de plata, 5% de la minería de molibdeno y 22% de la extracción de hierro, zinc, uranio y otros minerales[4].  Los mismos datos expresados por país colocan al Perú en primer lugar en número de conflictos, seguido de Chile, Argentina, Brasil, Colombia y México.  La lógica del extractivismo articulado a los intereses de las economías centrales y sin ningún compromiso con proyectos nacionales y/o locales de desarrollo produjo, históricamente, un efecto combinado de: 1. pérdida de soberanía económica, política y de gestión de los recursos naturales de los países de la región; 2. devastación ambiental acumulada de grandes dimensiones; 3. políticas de expulsión de poblaciones locales, generalmente indígenas y campesinas, de los territorios que detentan reservas importantes de recursos naturales y 4. un proceso creciente de militarización de los territorios y criminalización de la protesta, como principales mecanismos para impedir desbordes populares que pongan en riesgo la megaminería y los intereses de las empresas transnacionales que operan en este sector, articulados a los intereses estratégicos de los países hegemónicos.
Estos conflictos adquieren una dimensión cada vez más violenta, en un proceso donde la disputa por los recursos naturales se apoya cada vez más en una política de militarización de los territorios.  Vale recordar las consecuencias trágicas de la intervención militar de las fuerzas armadas peruanas en la disolución de una protesta popular pacífica protagonizada por los indígenas amazónicos en la región de Bagua: doce meses de protestas bajo la dirección de la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana (AIDISEP) para exigir la derogatoria de decretos legislativos puestos en vigencia por el presidente Alan García que permitían la mercantilización de territorios indígenas y campesinos para explotación de petróleo, gas y minerales.  Una propuesta de una mesa de negociación con el gobierno hecha por la AIDISEP fue respondida con la instauración del estado de emergencia y la intervención de las fuerzas armadas para el desalojo de indígenas que bloqueaban las rutas de acceso a la región, el 5 de junio de 2009.  Como resultado de esta intervención murieron 10 civiles y 24 policías.  Investigaciones posteriores y un proceso abierto por la procuraduría contra dieciséis oficiales indican el uso desproporcionado de la fuerza, “cuando los indígenas sólo usaron para su defensa armas rudimentarias (lanzas) de uso común, objetos contundentes como piedras y palos”[5].
Este no es un hecho aislado.  En el caso peruano, el loteamiento de la Amazonía peruana, que representa más del 60% del territorio nacional, para exploración y explotación de petróleo y gas a través de concesiones de largo plazo a empresas transnacionales, que se elevó de 15% de la superficie amazónica en 2004 a 75% en 2008[6], estuvo acompañada de una creciente presencia militar de Estados Unidos en el territorio peruano.  Entre 2004 y 2012 ingresaron al territorio 118,000 militares estadounidenses para realizar ejercicios de entrenamiento militar en mar, suelo y ríos; entrenamiento anti-subversivo y de inteligencia en conjunto con las fuerzas armadas de Perú, Colombia y Chile, los países que forman parte de la Alianza del Pacífico, y ejercicios de reconocimiento de terreno en zonas de alto conflicto social[7]. Los desplazamientos militares se dirigieron hacia regiones estratégicas de control de la cuenca amazónica y sus principales ríos afluentes; los principales puertos peruanos (Callao, Salaverry, Paita, Chimbote e Ilo), desde donde se embarca el petróleo, gas y minerales que el país exporta y las regiones de alto conflicto social y de protesta (como el Valle del río Apurímac y Ene, conocido como VRAE).
Como hemos venido afirmando hace algunos años, la disputa global por recursos naturales desarrolla estrategias multidimensionales de acceso, gestión y apropiación de estos recursos a nivel planetario que articula a las empresas transnacionales como principales operadoras económicas de este proceso, políticas de militarización de los territorios, mecanismos diversos de criminalización de la protesta y los movimientos populares, políticas de desestabilización de las democracias en la región así como instrumentos comerciales y políticos orientados a debilitar los procesos de integración en América Latina.
Muchas son las amenazas y los desafíos que la región tiene en esta nueva coyuntura de restauración conservadora en el continente, pero también son muchas las posibilidades que surgirán a partir de las fuerzas populares y transformadoras que no están dispuestas a aceptar retrocesos políticos y sociales conquistados a partir de tantas luchas.

Monica Bruckmann *
Alainet
* Socióloga, profesora de la Universidad Federal de Río de Janeiro, directora de investigación de la Cátedra UNESCO sobre Economía Global y Desarrollo Sustentable, REGGEN; y presidenta de ALAI.
Artículo publicado en la edición 517 (septiembre 2016) de la revista América Latina en Movimiento de ALAI, titulada “El poder transnacional y los nuevos TLCs”.  http://www.alainet.org/es/revistas/517
NOTAS:
[1] Ver SERFATI, Claude. La mundialización bajo la dominación de las finanzas: una trayectoria insostenible (2010).
[2] Según un estudio realizado por la organización no gubernamental estadounidense CERES.
[3] Evolución temporal del panorama del petróleo en EUA.  En: US Energy Information Administration.
[4] Fuente CEPAL, a partir de los datos del Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales (OLCA).
[5] BRUCKMANN. Monica. Que les Péruviens pauvres arrêtent de quémander! En: le  Monde Diplomatique, edición internacional, n. 666, septiembre de 2009.
[6] Según datos oficiales de Perupetro.
[7] Estas estadísticas son de elaboración propia a partir de los decretos legislativos de Autorización de Ingreso de Personal Militar Extranjero al Territorio Peruano, disponibles en la base de datos del Congreso Peruano.
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