Paraguay: La tierra para los delincuentes ambientales

Raúl Zibechi
Programa de las Américas


La destitución fulminante del presidente Fernando Lugo, en 2012, representó un paso atrás para los campesinos y lubricó un avance exponencial de los negocios de la soja y la carne. Ese avance profundiza la desigualdad y se produce con los métodos mafiosos que caracterizan al narcotráfico. Lo peculiar del caso paraguayo es el ferviente apoyo estatal a las ilegalidades empresariales.
 
“¿Porqué para desalojar a 50 familias campesinas envían 400 policías?”, le preguntan a la socióloga Marielle Palau, quien sigue la lucha campesina desde hace más de dos décadas.
“Porque si son pocos, no les tienen miedo y no pueden desalojarlos”, responde. “Por eso emplean niveles inéditos de violencia y en casi todos los desalojos, muchos de ellos asentamientos legales establecidos en colonias estatales, les queman las viviendas y los cultivos, y les roban sus pertenencias”.
Un buen ejemplo es el desalojo de la colonia San Juan (departamento de Canindeyú), el 17 de agosto pasado cuando más de 200 policías desalojaron doce lotes dejando a cien campesinos sin sus tierras ni viviendas cuando, según un comunicado del instituto BASE-IS (BASE-Investigaciones Sociales), la comitiva fiscal-policial “derribó las casas de las familias, trabajo que realizaron policías y peones de los productores de soja”.
El caso es grave, porque la colonia San Juan fue creada en 1995 sobre tierras del Estado a través de la ley 620, que permitió a familias campesinas beneficiarias de políticas agrarias colonizar una amplia zona de 8 mil hectáreas. Presionadas por las fumigaciones y el envenenamiento de animales y cultivos, muchas familias vendieron sus lotes a productores de soja, en su mayoría brasileños. El desalojo de las familias que permanecían en la colonia se produjo por una denuncia de un sojero que aseguró que los campesinos “invadían su propiedad”. Pero el operativo no contaba con orden judicial de desalojo o desahucio, sino órdenes de aprehensión sobre algunas personas.
La policía de elite se quedó varios días en la colonia, arrestando a los campesinos que circulaban por los caminos vecinales. El 8 de setiembre, señala un informe de BASE-IS, un grupo de policías y sojeros llegaron al asentamiento “con la intención de fumigar con secantes químicos los cultivos de las familias”. Ante la oposición encontrada, hirieron de gravedad a un campesino. “El corazón del conflicto es el acaparamiento irregular de tierras estatales reservas para la reforma agraria por productores sojeros”[2].
Paraguay ocupa el sexto lugar en el ranking de países productores de soja transgénica en el mundo, por delante de Canadá y detrás de China, India, Argentina, Brasil y Estados Unidos. Todos países con una superficie mucho mayor que la del país guaraní. Las nueve millones de toneladas de soja se cosechan en tres millones y medio de hectáreas que se han sido robadas (literalmente) a campesinos, indígenas y a un Estado aliado de los sojeros.
La soja se come todo
Lo más curioso e indignante, es que los productores de soja avanzan sobre tierras del Estado que fueron entregadas a campesinos beneficiarios de planes de reforma agraria. O sea, con colonias estatales, aunque el propio Estado paraguayo las haya abandonado sin asignarles servicios mínimos. En las zonas de expansión sojera, en los departamentos de la franja lindera con Brasil, los productores brasileños alegan tener títulos de propiedad, conseguidos de forma fraudulenta por la corrupción de funcionarios estatales del INDERT (Instituto Nacional de Desarrollo Rural y de la Tierra) y la Dirección de Catastro.
Varios trabajos del instituto BASE-IS documentan el avance del agronegocio en el campo paraguayo entre 2013 y 2015, o sea en los dos primeros años del gobierno de Horacio Cartes. En los ocho años que van de 2004 a junio de 2012 (destitución de Fernando Lugo por un golpe parlamentario), se había liberado legalmente un solo evento transgénico. Sin embargo, desde ese año se liberaron 19 eventos más, de modo legal o ilegal, según la abogada Silvia González.
No hay datos oficiales. “Para acceder a información sobre la liberación de eventos transgénicos”, escribe la abogada, “nos hemos visto en la necesidad de recurrir a información de organismos del exterior, ya que la página oficial de la Comisión de Bioseguridad Agropecuaria y Forestal (CONBIO) desde hace meses tiene “problemas técnicos”[3].
En segundo lugar, se constata una fuerte concentración de las empresas oligopólicas que controlan el 75 por ciento del mercado global, seis grandes empresas encabezadas por Monsanto y seguidas por Syngenta, Dow, Bayer (ahora fusionada con Monsanto), Basf y DuPont. Cuatro empresas brasileñas controlan las exportaciones de carne y tres estadounidenses las de soja. En un país donde el presidente e, a la vez, empresario ganadero, sojero, tabacalero, agroindustrial y financiero, por mencionar apenas sus negocios legales.
Sólo tres empresas controlan el 40 por ciento de las exportaciones. Las consecuencias son catastróficas para el medio ambiente y los campesinos. Según la Asociación Guyra Paraguay cada año se deforestan 260 mil hectáreas, por lo que en poco más de una década “la deforestación rampante promete eliminar los bosques de la faz del Paraguay”. Cada día se destruyen dos mil hectáreas de bosque.
El economista Jorge Villalba, de la Sociedad de Economía Política, concluye luego de analizar los datos oficiales que los grandes productores evadieron nada menor que el 87 por ciento del Impuesto a la Renta Agropecuaria. El sector apenas aportó 110 millones de dólares lo que suficiente para mantener al Estado en funcionamiento apenas tres días. Las seis principales agroexportadoras vendieron 2.500 millones de dólares de los cuales sólo aportaron por impuesto a la renta 14 millones, el 0,5 por ciento[4].
Destrucción y resistencias
 
Hasta la caída de la dictadura de Alfredo Stroessner en 1989, la mitad de la población del país era rural. En ese momento las instituciones financieras internacionales, como el Banco Mundial, auspiciaban que población rural del país debía situarse en torno al 12 por ciento. En consecuencia, entre dos y tres millones de campesinos debían ser desplazados hacia las ciudades.
Las cosas marcharon según lo previsto. En 1991 había casi un millón de trabajadores rurales (946 mil), cifra que se redujo a 238.400 en 2008, según el trabajo del sociólogo Ramón Fogel del Centro de Estudios Rurales Interdisciplinarios[5]. Por un lado, se vive un crecimiento exponencial del uso de herbicidas como el glifosato y otros venenos, a razón de nueve kilos de veneno per cápita cada año. Entre 2009 y 2015 la superficie sembrada con soja creció un 31 por ciento, pero los agrotóxicos importados lo hicieron un 4 2 por ciento y el fungicidas secos se expandieron un 937 por ciento[6].
La agricultura mecanizada utiliza un trabajador cada 500 hectáreas, mientras que “la agricultura campesina, con un promedio de tres hectáreas de cultivo de producto agrícolas, ocupa alrededor de cinco trabajadores de forma permanente”, señala el informe “Con la soja al cuello”[7]. Un conjunto de factores, crecimiento de la superficie de cultivos transgénicos, fumigación masiva con venenos y caída de los precios de la agricultura familiar, explican buena parte del éxodo rural. Sin embargo, el factor decisivo es la violencia sistemática de los sojeros y las mafias, apoyados por el Estado.
En departamentos sojeros como Canindeyú, seis de cada diez propietarios de más de mil hectáreas son brasileños. Según Fogel son grandes empresarios con que tienen capacidad de comprar influencias, favores y sobre todo impunidad, en lo que define como “un capitalismo de mafia que incorpora en sus prácticas el soborno y elementos ligados a la coerción física”[8].
En dos años hubo 43 casos de comunidades campesinas violentadas por reclamar sus derechos a la tierra y por resistir las fumigaciones de cultivos de soja; 26 están relacionadas a conflictos de tierras, y a su vez en 16 de ellas el Estado intervino y terminó destruyendo las viviendas campesinas, vulnerando sus derechos elementales. En total, seis de cada diez casos están relacionados a la lucha por la tierra y cuatro a la resistencia a los agronegocios, que vienen creciendo de forma exponencial.
En los dos años relevados por BASE-IS hubo 87 personas heridas o torturadas, dieciséis casos en que se quemaron viviendas, destruyeron cultivos y robaron bienes de las familias campesinas, hubo 460 personas imputadas, 273 detenidas y 38 condenadas. Como señalan Areco y Palau, la criminalización es “una estrategia pensada y montada desde el Estado para enfrentar las luchas sociales y colocar en el plano judicial (delictivo) los problemas sociales, para deslegitimar las luchas por sus derechos”[9].
Un informe de la Coordinadora de Derechos Humanos de Paraguay en el que releva los 120 asesinatos de campesinos a manos de las fuerzas policiales, concluye que “fueron planificados y tuvieron la coherencia de una finalidad política”, consistente en forzar el desplazamiento de campesinos “para apropiarse de sus territorios, mediante la perpetración sistemática y generalizada de métodos de terrorismo de Estado que gozan de impunidad judicial”[10].
Delincuentes ambientales
El abogado Juan Martens sostiene en el prólogo del informe “Judicialización y violencia contra la lucha campesina” que el paraguayo es un “Estado débil (no ausente), útil y funcional a poderes fácticos y mafias regionales y departamentales que violan impunemente la ley o utilizan algunas de ellas para la protección de sus negocios”[11].
Destaca la existencia de una “selectividad punitiva” por parte del Ministerio Público, que se focaliza en las personas que lideran movilizaciones contra las fumigaciones e integrantes de comisiones vecinales. De forma sistemática tanto el poder judicial con el Ministerio Público se han posicionado a favor de los intereses de los poderosos, sostiene Martens, que emitieron penas de hasta 30 años de cárcel por “invasión de inmueble”, la clásica ocupación de fincas que realizan los campesinos desde hace décadas. De este modo se busca “disciplinar y atemorizar cada vez más con sentencias y castigos aleccionadores”.
A ese tipo de empresarios los denomina “delincuentes ambientales” e incluye a los cultivadores de soja que contravienen la legislación ambiental, a traficantes de rollos de madera y a los propietarios de tierras malhabidas. La impunidad de estos delincuentes es posible por “la cooptación de las instituciones policiales, fiscales y judiciales por estas mafias”, sobre todo en los departamentos de “mayor incidencia de la soja, la agro ganadería y el narcotráfico”[12].
Un buen ejemplo de la impunidad y la subordinación del Estado a los empresarios, se relaciona con el acaparamiento ilegal de tierras facilitado por el estatal Servicio de Información de Recursos de la Tierra (SIRT). El objetivo formal es informatizar el registro agrario de las 1.18 colonias que tiene e Estado, pero en realidad la investigadora Inés Franceschelli de BASE-IS, afirma que es el modo de “pasar una capa de cemento sobre las tierras irregulares”, pues se reconoce automáticamente las tierras registradas, sean legales o no[13].
En apoyo de su tesis cita el gerente del SIRT, Hugo Giménez: “Los lotes que ya tienen título definitivo, aún los conseguidos con informes falsos, no serán cambiados. Hay gente que tiene cinco lotes, contraviniendo lo que die el Estatuto. Es injusto, Pero si se pretende recuperarlos pasarán 50 años en una demanda” (ABC Color, 9 de enero de 2015).
En la lucha por la tierra no hay ninguna organización nacional que se destaque, siendo protagonizada por las Comisiones Vecinales locales, en tanto la resistencia a las fumigaciones la lleva adelante la Federación Nacional Campesina (FNC), una de las pocas que no hipotecaron su independencia en el apoyo al gobierno progresista de Fernando Lugo, al igual que la Coordinadora Nacional de Organizaciones de Mujeres Trabajadoras Rurales e Indígenas (CONAMURI) y la Organización de Lucha por la Tierra (OLT).
Pese a los elevados grados de violencia la resistencia campesina sigue en pie. Teodolina Villalba, dirigente de la FNC, asegura: “Mucho se cuidan para realizar las fumigaciones en los lugares donde hubo conflicto, varios dejan de fumigar, otros dejan de plantar y también algunos ya abandonaron sus tierras”. Con una enorme sonrisa, suelta en guaraní “omuñama chupekuera lomitá” (los echaron los compañeros).

Notas:
[1] Este trabajo se basa en cuatro investigaciones del instituto BASE-IS.
Jorge González, “El nuevo rumbo apura el acaparamiento de tierras campesinas e indígenas a cumplir tres años” (2016); Marielle Palau (coord.) “Con la soja al cuello” (2016); Abel Areco y Marielle Palau, “Judicialización y violencia contra la lucha campesina” (2016) e Inés Franceschelli, “Bajo el manto de la modernidad, se oculta mejor el histórico despojo”, (2016).
[2] Jorge González, “El nuevo rumbo apura el acaparamiento de tierras”.
[3] Marielle Palau, “Con la soja al cuello”, p. 19.
[4] Idem, p. 25.
[5] Idem, p. 47.
[6] Idem, p. 42.
[7] Idem, p. 15.
[8] Idem, p. 47.
[9] Abel Areco y Marielle Palau, “Judicialización y violencia contra la lucha campesina”, p. 19.
[10] Idem, p. 22.
[11] Idem, p. 11.
[12] Idem.
[13] “El nuevo rumbo apura el acaparamiento de tierras”.
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