Habitar la posibilidad

Salir de casa es un recordatorio de que el verano sigue siendo tórrido. El calor a veces tiene la capacidad de hacer que el tiempo se pare y que se convierta en algo pegajoso. Al igual que ocurre cuando la luz de las tardes se acorta progresivamente y, aunque solo por unos meses, dibuja una eternidad. Sin embargo, llegar hasta el margen de nuestro río, que dejó de serlo hace mucho y que guarda en su cauce una parte de la historia de este mundo, nunca había sido tan agradable. El recorrido está resguardado por numerosos árboles y el suelo ya no respira fuego. De él saltan las piedrecitas con el roce de las ruedas de la bicicleta. Venimos juntas, como es habitual. No todo el mundo puede llegar hasta aquí así que somos otras las que nos encargamos de hacer el viaje posible. En el camino compartimos la brisa en la cara, charlas distraídas y alguna anécdota del día a día. Señalamos, advertimos, siempre hay algo que atrapa la atención.

Sara Gil Rubio

Lo cierto es que bajo los cauces están los muertos. Da igual cuánto cemento, cuántos jardines o cuántos campos de fútbol haya encima. Hoy algunos de estos vuelven a ser campos pero de los que brotan y se agarran bien a la tierra algarrobos, melocotoneros o higueras. Por algún motivo siempre buscamos la sombra del mismo olivo, el que lleva consigo trocitos de otros que fueron testigos mudos de cómo sus vecinos desaparecían tras el paso de una flecha que no tenía a dónde llegar. Al abrigo de su sombra, nos llevamos algo a la boca y sentimos el fresquito en nuestros rostros sudados. Buscamos ese cobijo como lo hacen las flores de los cacahuetes cuando, una vez polinizadas, se curvan hacia la tierra para enterrarse en ella. Ese mismo movimiento que décadas atrás, cuando aquí aún se escuchaba el agua, se repetía fruto del hambre. ¿Quedará algo en la tierra que recuerde a quienes pisaron aquí antes que nosotras? ¿Serán los mirlos capaces de escuchar la memoria o descifrar la escritura de las rocas cuando ladean la cabeza?
Miramos con cuidado los cacahuetes y las calabazas de agua. Aguantan el calor pero desconfiamos. Una desconfianza que pincha y arroja un torrente: me aterra el aumento de las temperaturas o la desaparición de las criaturas con las que compartimos hogar. Mirar al cielo y no ver las piruetas de los vencejos u olvidar el canto de un gorrión y el zumbido de un abejorro. Me inquieta la impaciencia, la inercia que tritura y la insatisfacción impuesta que parece insaciable y que nos impide dejar de mirar el espejo. Desde ahí la palabra, la observación y la escucha no son posibles. Pienso en cómo reparar se convierte en un gesto desechable e imaginar en una tarea inabordable. De pronto, el sonido incesante de las chicharras, que siempre estuvo ahí, clama: aterrar también es bajar al suelo. Allí enfrente hay un grupo de manos a la sombra que, un día más, dedican tiempo a arreglar los cestos y las paneras que hemos recuperado para guardar frutos y semillas.
De las semillas recordaremos que el primer recipiente fueron nuestras manos. Un recipiente es necesario para transportar, guardar y contener, sin embargo, no puede acometer esta función si está agujereado. Unas manos solas son incapaces de sostener, cuando intentan recoger demasiado se abren espacios y el contenido se vuelve líquido y efímero. Nos dimos cuenta de esto: son insuficientes. En el delicado y fascinante entramado de las hebras de esparto, que dan forma a capazos y sàrias, las manos se amplían. Descubrimos, además, que el recipiente se puede reparar. Las gramíneas nos recuerdan que somos cestos y habitamos numerosos recipientes. Tal vez revisar nuestros recipientes y preguntarnos acerca de ellos sea, en realidad, una tarea ineludible.
En mis manos tengo una calabaza de agua. En sus raíces se escucha la palabra refugio. Al abrirla y asomarme para ver cuánta agua queda ya no veré mi propio reflejo. No, el reflejo del agua no es como el de un espejo. Veré las manos de quien la cosechó, de quien la secó y preparó para su uso como contenedor. Veré el fondo, recuerda a la tierra, rugosa, como la piel de un sapo que camina lento pero firme. Veré el cielo hacia el que tantas veces hemos mirado para narrarnos. Veré un árbol y otros ojos. Este reflejo no es estático, se mueve, pero no lo hace como el espejo que ha diseñado un algoritmo para ti. Si tocas el dibujo del agua aparecen ondas en él. Quizá también sea el viento, la lluvia o una libélula la causa de estas ondas transversales, las mismas que se transmiten por una cuerda que primero fue tallo.
Los ojos que me muestra el agua cuentan que es curioso cómo se crea una complicidad. Se abre un surco cuando cruzamos miradas con otras criaturas. Hay un encuentro, ¿y qué se desprende? Una invitación al asombro, a seguir con la mirada su rastro cuando desaparece. En ese instante buscamos con atención otros mundos. Solo entonces somos capaces de ver, de recordar el reflejo y el recipiente; de entender que el territorio lo construye la multiplicidad y que, como en un telar, en él estamos entretejidos. Rebuscar en la memoria nos enseñó que existen innumerables formas de destruir territorios, innumerables formas de materializar el olvido. También que mirar hacia atrás no aliviará el vacío ni la sensación de pérdida pero sí que somos capaces de hacerlo para recoger las enseñanzas, las huellas y los rastros que dejaron quienes ya no están aquí. Meter todo ello en nuestro recipiente, junto con los recordatorios de aquello a lo que no quisiéramos volver, para que se conviertan en lamparitas, como el canto de un jilguero o un mochuelo, y prendan nuevos códigos. El futuro es solo otro capazo del que tenemos hilos, hebras y filamentos que están por tejer. Requiere empeño entrelazarlos, es una tarea que no puede realizarse desde el yo ni desde el enunciado diádico. La labor es compartida.
Mientras enhebremos, anudemos y entrelacemos, levantaremos la cabeza y nos miraremos de reojo. ¿Qué puedes ver? Tal vez una sonrisa, un ceño fruncido por la concentración, otra mirada rápida, atenta o despistada. Verás unas manos que como las tuyas siguen trenzando. En esa grieta que se abra se intuirá una luz. Recojamos esa luz pero no como quien mete a una luciérnaga en un tarro de cristal creyendo que así la podrá encontrar siempre. Hagámoslo buscándola con la mirada, reteniéndola, preguntándole a quienes no están y quienes nos acompañan, haciendo así que se convierta en hojarasca y sustrato para imaginar, para no renunciar a la posibilidad.
Meto las manos en mis bolsillos: están llenos de semillas. No las plantaré hoy, preferiré guardarlas en un cesto, uno de esos en los que las gramíneas susurran, para que otras manos también puedan escuchar.

“Habitar la posibilidad” forma parte del II Certamen de Relatos Ecotópicos de Ecologistas en Acción
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/ecotopias/habitar-posibilidad - Imagen de portada: Calabazas - Tim Mossholder TIM MOSSHOLDER (CC BY-NC)

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