“La degeneración del ecosistema implica la degeneración de la comunidad”
En los últimos años, se habla mucho de agricultura regenerativa, ganadería regenerativa, incluso turismo o arquitectura regenerativos… Se aplica a todo aquello que no busca ser neutro, sino mejorar ecosistemas dañados. Pero, ¿qué hay de cómo nos organizamos? ¿Puede también la forma en que nos reunimos o tomamos decisiones ser regenerativa? Para Erika Zárate, activista y experta en gobernanza regenerativa, sí: “La degeneración del ecosistema implica la degeneración de la comunidad”. Por eso, regenerar la comunidad es clave para regenerar los ecosistemas.
Ana Iglesias Mialaret
Hace veinte años que Zárate, de origen quechua-canadiense, se instaló en la comarca catalana de La Garrotxa, cuando fundó allí una cooperativa dedicada a acompañar procesos participativos a distintos niveles. Durante ese tiempo, también pudo aprender de comunidades profundamente resilientes, al trabajar con la ONG Brigadas Internacionales de Paz (PBI) –sobre todo en América Latina– acompañando a personas en riesgo como estrategia de protección no violenta. Hoy, desde “Resilience Earth”, vuelca ese aprendizaje en ayudar a quienes quieren organizarse de forma más consciente y en conexión con su entorno. Estas son algunas de las claves que comparte para avanzar hacia modelos de gobernanza verdaderamente regenerativos.
1. Superar el paradigma de la sostenibilidad para adoptar el de la regeneración
El primer paso es pensar cómo podemos añadir vida al sistema. La sostenibilidad busca mantener lo que ya existe, pero si lo que existe está dañado, sostenerlo no basta. La regeneración propone sumar energía, generar más biodiversidad y fortalecer los vínculos comunitarios. Es pasar del “no empeorar” al “hacer florecer”.
El enfoque de la sostenibilidad es cultural y, a menudo, nace de la culpa por haber dañado y nos lleva a frenar. La regeneración propone lo contrario: hacer más, pero desde otro lugar. Las personas no siempre actuamos de forma extractiva con el territorio. A veces, como demuestran muchos pueblos indígenas, actuamos como especie clave, que aumenta la biodiversidad de los espacios que habita.
2. Preguntarnos a qué biorregiones pertenecemos
Biorregionalizar es una manera diferente de entender el territorio, que va más allá de las regiones políticas o administrativas actuales. No se trata de dibujar nuevas fronteras en el mapa, sino de preguntarnos a qué biorregiones pertenecemos y reconocer los vínculos que ya nos unen a esa tierra y a quienes la habitan.
Podemos pertenecer a una o a varias: la cuenca de un río, una sierra, una llanura fértil… No son divisiones fijas, sino formas vivas de organización basadas en relaciones ecológicas y culturales. Este enfoque puede convertirse en un proceso colectivo y arraigado al lugar, que va más allá del interés individual y que abre la puerta a reorganizarnos de la forma que más sentido tiene en cada sitio.
3. Identificar los centros de encuentro de una comunidad
Los centros de encuentro son esos lugares clave que conectan a la comunidad y le dan vida. Pueden ser la escuela, la plaza, el mercado, el río o un edificio en desuso: lugares donde la gente se encuentra y se puede organizar para gestionarlos. A veces no hace falta crear algo desde cero, sino ver dónde ya suceden cosas y reforzarlo.
Esto abre la puerta a una gobernanza más regenerativa, donde en vez de concentrar todo en un único punto –como ocurre con el centralismo, donde todos los recursos y la actividad giran alrededor de un solo centro–, se crean nodos descentralizados que permiten que cada uno de ellos tenga roles complementarios.
4. Reuniones desde el cuidado, la escucha y la atención a la diversidad de voces
La forma en que nos reunimos y tomamos decisiones dice mucho sobre los valores que tenemos como grupo. Es importante que, en el proceso de decidir, se ponga especial atención a los cuidados. Esto se observa con claridad en comunidades muy resilientes sometidas a contextos extremos.
Zárate lo ilustra con el recuerdo de una reunión a la que asistió en una zona humanitaria reconocida por la ONU, en Colombia: dentro de un perímetro seguro, donde no caían bombas, había que decidir si se permitía el ingreso de personas armadas. En ese momento, un niño de 4 años levantó la mano y fue escuchado con la misma atención y respeto que cualquier otra persona presente.
5. Aprender de otras experiencias sin intentar copiarlas
No hay un camino perfecto hacia la transición ecosocial, pero sí que hay patrones. No se trata de intentar copiar totalmente las historias de éxito que nos inspiran y que funcionaron en otros lugares, sino de escucharlas como un relato y ver qué tienen en común. Es tomar la historia desde el proceso, no el resultado. Y lo más importante: adaptarlo a nuestro territorio.
También hay que evitar reciclar o copiar sistemas históricos, es mejor entenderlos como base o inspiración para generar nuevas ideas adaptadas al contexto actual. Eso sí, puede ser útil valorar y recuperar prácticas comunitarias locales exitosas que se han perdido.
6. Hacen falta espacios –también físicos– para cultivar lo común
Para impulsar cambios reales, necesitamos activar la conciencia colectiva: motivar, inspirar y conectar. Y eso solo es posible si creamos espacios donde compartir cómo estamos, qué nos pasa, conocernos a distintas escalas. Las comunidades más resilientes cuentan con lugares físicos de encuentro: no solo para reunirse, sino también para celebrar, tomar decisiones o simplemente estar. En todos los territorios indígenas que Zárate ha visitado, sin excepción, existen estos lugares.
7. Nombrar los conflictos… y procesarlos
Es fundamental procurar que sea posible nombrar los desacuerdos sin miedo. A menudo eso requiere tiempo, facilitación y respeto, pero es imprescindible para una participación verdadera. No hay que tener miedo al conflicto, sino entender el conflictuar como parte del proceso participativo.
Callar los conflictos no los elimina. Al contrario: visibilizarlos y abordarlos colectivamente puede ser sanador. A veces, hay uno o varios grandes conflictos que atraviesan o dividen una comunidad. En ese caso hay que asumirlos desde la corresponsabilidad y no desde la culpa individual.
8. Curarnos como comunidad a través del relato y la memoria histórica
La memoria histórica permite construir un relato común que refuerza el sentido de pertenencia y el vínculo con el territorio. En contextos marcados por conflictos, desde Resilience Earth proponen “relatar el lugar”: reconstruir la historia del sitio, lo que significa para una comunidad o identificar puntos en común.
Este ejercicio despierta vínculos, pero también nombra heridas. Muchas veces son heridas invisibilizadas o silenciadas, ligadas a legados como la colonización, que generan polarizaciones y jerarquías. Nombrarlas permite que las personas se sientan escuchadas y abre la puerta a decisiones comunitarias, incluso donde antes era difícil dialogar.
9. Reconocer las necesidades y el propósito colectivo dentro del (eco)sistema
En el pensamiento occidental, las necesidades humanas suelen entenderse desde lo individual. En cambio, en naciones indígenas como la Siksika en Norteamérica –considerada una de las más resilientes en términos de gobernanza– se conciben a nivel comunitario: a partir de la autorrealización de todas las personas del grupo.
También implica pensar a largo plazo, con vocación de permanencia y en línea con el propósito de la comunidad en relación con su territorio. No se trata de que “yo me realice” o “yo cuide”, sino de que nos realicemos y nos cuidemos, en equilibrio con la tierra.
10. Sí, las ciudades también pueden ser espacios regenerativos
Según Zárate, una ciudad no tiene por qué ser un problema si cambia su forma de relacionarse con el territorio. Si deja de comportarse como un motor extractivista y empieza a actuar con responsabilidad y conciencia ecológica, puede convertirse en una red de comunidades vivas.
La clave está en bajar la escala de interacción y gobernanza: trabajar desde barrios o núcleos de hasta 50.000 personas, donde los vínculos sean humanos, reales, y exista la posibilidad de cuidar el entorno y a quienes lo habitan.
11. Crear un nuevo lenguaje para nuevas realidades
Para nombrar lo nuevo –formas de vida feministas, interseccionales, decoloniales y regenerativas– hace falta repensar las palabras que usamos. No se trata de evitar conceptos como “regeneración” o “resiliencia”, sino de darles sentido, contexto y pedagogía. El lenguaje no es solo una herramienta: es parte de la transformación cultural.
12. Pensar desde los márgenes para imaginar lo que aún no existe
Las ideas verdaderamente transformadoras no suelen surgir en el centro, sino en los márgenes. Lo que se conoce como edge thinking –pensar desde los bordes—–es una forma de imaginación creativa, disruptiva y lateral. Es la capacidad de ver posibilidades donde otras personas no ven nada.
Muchas personas neurodivergentes o quienes han vivido experiencias de exclusión, desplazamiento o disidencia, están especialmente conectadas con esta forma de ver el mundo. Reconocer ese valor es una forma de ampliar quiénes pueden aportar a la transición ecosocial. Cultivar este tipo de pensamiento en todas las edades es clave para imaginar futuros más justos y empezar a crear lo que aún no existe, en lugar de solo intentar arreglar lo que está roto.
Fuente: https://climatica.coop/resilience-earth/ - Imagen de portada: Foto: Erika Zárate.