Bienvenido seas, hermano decrecimiento





Sube el paro, quitan los puentes, pretendemos una huelga general europea. En lugar de trabajar menos horas para que haya trabajo para todos, más días de trabajo para producir más diferencias laborales. En lugar de que cobren un poco menos los que más cobran para que cobren todos, los que cobran poco que cobren menos todavía. Vaya, que como dijo San Mateo: Al que tiene se le dará y tendrá más e incluso le sobrará; pero al que no tiene, hasta lo poco que tiene se le quitará.
  Una extraña pasión invade a las clases obreras de los países en que reina la civilización burguesa; una pasión que en la sociedad moderna tiene por consecuencia las miserias individuales y sociales que desde hace dos siglos torturan a la triste humanidad. Esa pasión es el amor al trabajo, el furibundo frenesí del trabajo; que lleva hasta el agotamiento de las fuerzas vitales, de las reservas de energía y de la capacidad de homeostasis que la vida estaba proporcionado al planeta.
   En vez de reaccionar contra esa aberración mental, los ingenieros, los patronos y los economistas, incluso los intelectuales y demás moralistas han sacrosantificado el trabajador, han subido a los altares al consumidor compulsivo de bienes y servicios, han considerados ganadores a los que más hacen por ensuciar, a los que más hacen porque perdamos el tiempo y el buen humor.
  Nuestra maquinaria industrial ha producido un tremendo incremento de producción, sin embargo en lugar de dar con más gente que con poco tenía bastante dimos con más gente a la que faltaba de todo. Además el incremento en la producción fue a costa de la tierra, y este coste hará que los incrementos productivos del futuro sean más difíciles. Con la revolución verde conseguimos muchos más alimentos, pero debido a la trampa población pobreza, nuestros éxitos agrícolas se han convertido básicamente en más desierto y más gente.
  La era industrial parece haber sido sucedida por la informacional. Para no ser menos nos hemos complacido en caer en una trampa productiva similar, hemos conseguido tanta información que a las personas cada vez se nos hace más difícil encontrar la que conseguiría que fuéramos más sabios, más ricos en aventura, en alegría, sin derrochar recursos.
  La información ya no pretende informar "sobre" los productos, sino deformar "al" consumidor. Para que siga produciendo, al menos empleo, para que no decaiga, claro. Hoy sin embargo ya hemos visto que incrementar la producción de cosas lleva a una vía muerta. Las empresas de éxito, por ejemplo producen ante todo marcas y no productos. El éxito de esta fórmula lanzó a las empresas a la ingravidez: la que menos cosas posee, la que tiene menor lista de empleados y produce las imágenes más potentes, y no productos, gana. Se miente más de la cuenta por falta de fantasía, la verdad también se inventa.
   Cuando me descubro una vez más por el antiguo camino de los hombres perversos, descansando en mi amargura al ver qué mal todo, como un San Agustín cualquiera encorvado sobre su escritorio, pienso en Bhután o en Cuba y en la tontería de unir la producción, la renta per capita, a la felicidad. Pensamos que la felicidad interior bruta sube con el producto interior bruto hasta un punto relativamente bajo desde el que la felicidad ya no sube y el producto no para de crecer. Que en términos de felicidad general el óptimo baja en picado a partir de un determinado PIB. Quisiéramos decir, como San Francisco, bienvenido seas hermano decrecimiento. 
  Pero que no nos vengan con progresos felicitarios sin mínimos de dinero disponible, sin mínimos de dignidad o libertad, porque no cuela. Sabemos de sobra que un decrecimiento relativamente ordenado requeriría dosis de capacidad anticipatoria, convicción democrática, cohesión social y solidaridad internacional muy superiores a las que hoy parecen disponibles. Un nuevo desorden amoroso es necesario. Un desorden de este tipo es necesario porque queremos que lo poco que todavía nos queda no nos lo quite nadie.

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