Protestas en EE.UU.: El desafío es vencer la violencia inherente al poder del Estado

Si hay algo que puedo afirmar con un grado poco habitual de certidumbre y confianza es que el oficial de policía Derek Chauvin nunca hubiera sido acusado del asesinato (en tercer grado) de George Floyd si Estados Unidos no estuviera al borde de una revuelta abierta. Si un gran número de manifestantes no hubiera tomado las calles y no se hubiera negado a volver a casa ante la violencia policial, el sistema legal de Estados Unidos habría hecho la vista gorda ante el acto de extrema brutalidad de Chauvin, como ha sucedido anteriormente en innumerables ocasiones.

Por: Por Jonathan Cook

Sin las protestas masivas, de nada habría servido que el asesinato de Floyd fuera grabado en video, que la propia víctima lo anticipara gritando “no puedo respirar” mientras Chauvin le presionaba con la rodilla durante nueve minutos, o que las consecuencias de esa tortura fueran obvias para los espectadores, que expresaron su creciente alarma cuando Floyd perdió la consciencia. A lo máximo que habría tenido que enfrentarse Chauvin, como otras veces, es a una investigación disciplinaria por “mala conducta” que no habría dado ningún fruto.
Sin la feroz ola de indignación contra la policía que atraviesa el país, Chauvin se sentiría a salvo frente a la responsabilidad y la denuncia, como tantos otros policías que, antes que él, mataron a balazos o lincharon a ciudadanos negros.
Pero, en esta ocasión, la situación ha cambiado y Chauvin será el primer oficial de policía del estado de Minnesota acusado formalmente de la muerte de un hombre negro. Aunque en un primer momento los fiscales declararon que había que considerar factores atenuantes, enseguida cambiaron de opinión y le imputaron de asesinato con una celeridad nunca vista. La pasada semana, el jefe de policía de Minneapolis se vio forzado a considerar “cómplices” a los otros tres agentes presentes durante el asesinato de Floyd.
Confrontación, no contrición
Si la imputación apaciguadora de las autoridades a Chauvin –sobre los cargos menos graves que pueden imponerse dadas las pruebas incontrovertibles imposibles de negar– llega a buen puerto será algo menos deprimente que si fracasa.
Pero lo más grave es que, aunque la mayoría de las manifestaciones han discurrido de forma pacífica, muchos de los policías asignados al control de las protestas parecen más dispuestos a la confrontación que a la contrición. Los ataques violentos contra manifestantes, incluyendo embestidas con vehículos, dan a entender que es la acusación de asesinato a Chauvin –no el propio asesinato bárbaro de Floyd– lo que ha provocado la furia de sus compañeros policías. Están acostumbrados a que su violencia permanezca impune.
De igual modo, el maltrato flagrante sufrido por periodistas de medios de comunicación mayoritarios por parte de la policía, simplemente por informar de los acontecimientos –desde  el arresto de un equipo de la CNN a los ataques físicos contra personal de la BBC– subraya el sentimiento de agravio que albergan muchos agentes cuando su cultura de la violencia queda expuesta ante el resto del mundo. No están intentando atraerles sino ampliando su círculo de “enemigos”.
No obstante, es completamente erróneo sugerir, como hizo un editorial del New York Times, que la impunidad policial puede atribuirse en gran medida a los “poderosos sindicatos” que protegen a los agentes de la investigación y el castigo. El consejo editorial del periódico debería volver al colegio. Los temas que estos días están saliendo a la luz forman parte esencial de los estados modernos y raras veces se debaten fuera de las clases de teoría política.
El derecho a portar armas
El éxito del Estado moderno, como el de las viejas monarquías, se basa en el consentimiento explícito o implícito del público de su monopolio de la violencia. Como ciudadanos, renunciamos a lo que en su día se consideró el derecho “natural” a usar la violencia y lo reemplazamos por un contrato social en el que nuestros representantes aprueban leyes supuestamente neutrales y justas en nuestro nombre. El Estado delega el poder para hacer cumplir esas leyes en una fuerza policial supuestamente disciplinada y benevolente –que está ahí para “proteger y servir” – mientras un sistema judicial imparcial juzga a los sospechosos de haber infringido esas leyes.
Esa es la teoría, de todos modos.
En el caso de Estados Unidos, el monopolio estatal de la violencia está contaminado por el “derecho constitucional a portar armas”, aunque el propósito histórico de ese derecho fuera asegurar que los dueños de tierras y esclavos pudieran proteger su “propiedad”. Se suponía que solo los hombres blancos tenían el derecho a llevar armas.
Hoy en día poco ha cambiado sustancialmente, como se demuestra si pensamos lo que habría pasado si hubieran sido milicias negras armadas las que protestaron recientemente por el confinamiento del Covid-19 tomando la capital del estado de Michigan y descargando su indignación frente a policías blancos.
(La reacción de las autoridades estadounidenses frente al movimiento de los Panteras Negros de finales de los 60 y los 70 basta para comprender lo peligroso que es para un hombre negro llevar armas para defenderse de la violencia de hombres blancos).
La violencia bruta
El monopolio estatal de la violencia se justifica porque supuestamente la mayor parte de nosotros lo hemos consentido para intentar evitar un mundo hobbesiano de violencia bruta en el que individuos, familias y tribus impongan sus propias versiones menos desinteresadas de justicia.
Pero está claro que el sistema estatal no es tan neutral o imparcial como afirma ser o como la mayoría de nosotros asumimos. Hasta que triunfó la lucha por el sufragio universal –una práctica que en todos los estados occidentales apenas tiene décadas de antigüedad, no siglos– la función explícita del Estado era defender los intereses de una élite adinerada, compuesta por la aristocracia terrateniente y los nuevos empresarios industriales, así como de una clase profesional que permitía el buen funcionamiento de la sociedad en beneficio de dicha élite.
Las concesiones a la clase obrera eran las mínimas indispensables para evitar que se alzaran contra los privilegios que disfrutaba el resto de la sociedad.
Esa es la razón por la que Gran Bretaña, por ejemplo, no tuvo sanidad universal (el Servicio Nacional de Salud) hasta después de la Segunda Guerra Mundial, 30 años después de que los hombres pudieran votar y 20 años después de que las mujeres adquirieran ese derecho. Solo cuando acaba la guerra, el establisment británico empieza a temer que una clase obrera recién empoderada –de combatientes retornados que sabían usar las armas, apoyados por mujeres que habían sido liberadas de las tareas domésticas para trabajar la tierra o en las fábricas de municiones, reemplazando a los hombres del frente–  no esté ya dispuesta a aceptar la carencia de cuidados sanitarios básicos para ellos y sus seres queridos.
Fue en este ambiente de movimientos obreros cada vez más fuertes y organizados –y por la necesidad de diseñar sociedades más consumistas que beneficiaran a las nuevas grandes corporaciones– cuando surgió la socialdemocracia europea. (Paradójicamente, el Plan Marshall posterior a la guerra contribuyó a subsidiar el nacimiento de las principales democracias sociales europeas, incluyendo sus sistemas públicos de salud, aunque esos mismos beneficios se negaran a los ciudadanos estadounidenses).
Interpretaciones legales creativas
Para mantener la legitimidad del monopolio estatal de la violencia, el sistema legal ha tenido que realizar el mismo acto minimalista de equilibrio que el sistema político.
Los tribunales no pueden limitarse a racionalizar y justificar el uso implícito y a veces explícito de la violencia para aplicar la ley sin considerar la opinión pública. Las leyes pueden modificarse, pero igual importancia tiene la posibilidad de que los jueces las interpreten creativamente con el fin de ajustarlas a las modas y los prejuicios ideológicos y morales del día a día, para asegurar que la ciudadanía sienta que se hace justicia.
Por lo general, sin embargo, los ciudadanos tenemos una interpretación muy conservadora del bien y del mal, de la justicia y la injusticia, que los medios de comunicación han configurado para nosotros. Unos medios que crean esas modas y tendencias, a la vez que responden a ellas, para garantizar la continuidad inalterada del sistema, permitiendo así que la élite acumule cada vez más riqueza.
Esa es la razón por la que muchos de nosotros nos horrorizamos visceralmente ante los saqueos cometidos por los pobres en las calles, pero aceptamos de mala gana, como algo inevitable, el saqueo intermitente mucho mayor de nuestros impuestos, nuestros bancos y nuestros hogares que realiza el Estado con el fin de rescatar a una élite corporativa incapaz de manejar la economía que ella misma ha creado.
Una vez más, se promueve la condescendencia general con el sistema para asegurar que el pueblo no se levante.
Músculo en las calles
Pero el sistema legal no solo tiene cabeza, también tiene músculo. Quienes obligan a su cumplimiento, afuera en las calles, son los que deciden quién es un delincuente sospechoso, quién es peligroso o subversivo, quién necesita ser privado de libertad, y contra quién va a ejercerse la violencia. Es la policía la que en un principio determina quién va a pasar un tiempo en una celda y quien va a sentarse frente a un tribunal. Y en algunos casos, como el de George Floyd, es la policía la que decide quién va a ser ejecutado sumariamente sin juicio ni jurado.
El Estado preferiría, claro está, que los agentes de policía no mataran a ciudadanos desarmados en la calle, y mucho más que no lo hicieran en presencia de testigos y de una cámara, como hizo Chauvin. Las objeciones del Estado no son principalmente éticas. Las burocracias estatales no tienen más preocupaciones que el mantenimiento de la seguridad interna y externa: la defensa de fronteras frente ataques exteriores y la conquista de legitimidad interna mediante el cultivo del consentimiento de los ciudadanos.
Pero con el tiempo se ha vuelto más complicado ignorar para quién y para qué asegura el Estado su territorio. En la actualidad, las corporaciones se han hecho con el control de los procesos políticos y las estructuras del Estado. Como resultado, el mantenimiento de la seguridad interna y externa cada vez se relaciona menos con lograr una existencia ordenada y segura para los ciudadanos y más con la creación de una plataforma territorial estable para que las empresas globalizadas saqueen los recursos locales, exploten la mano de obra local y generen beneficios cada vez mayores transformando a los trabajadores en consumidores.
El Estado se ha convertido en un navío hueco mediante el cual las corporaciones ordenan sus agendas de negocio. Hoy día, la principal función de los estados es competir unos con otros en la lucha para minimizar los obstáculos a los que deben enfrentarse las corporaciones globales en su búsqueda del máximo beneficio y riqueza en cada territorio. El papel del Estado es facilitar la extracción de los recursos (desregulación) o, cuando este modelo capitalista se hunde cada cierto tiempo, acudir en ayuda de las corporaciones con rescates más generosos que sus estados rivales.
Un asesinato puede prender la chispa
Este es el contexto político para entender por qué resulta tan raro que un policía blanco tenga que enfrentarse a los cargos de asesinato por matar a un hombre negro.
El asesinato gratuito e incendiario de Floyd –que ha presenciado cualquier estadounidense con acceso a una pantalla y que recuerda a tantos otros casos recientes de injustificable brutalidad policial  contra hombres, mujeres y niños negros– es la última chispa que amenaza prender un gran incendio.
Para los cálculos despiadados y amorales del Estado, el momento en que ha salido a la luz este acto público de barbarie no podría ser peor. Ya existían signos de descontento sobre el modo en que las autoridades federales y estatales habían manejado el nuevo virus; miedo a sus catastróficas consecuencias para la economía estadounidense; indignación por la injusticia (una vez más) que suponen las enormes cifras del rescate a las mayores corporaciones en comparación con las irrisorias ayudas a los trabajadores; y las frustraciones sociales y personales causadas por el cierre de empresas.
También existe la creciente sensación de que la clase política, republicana o demócrata, se ha esclerosado y vuelto insensible ante los graves apuros del estadounidense medio, una impresión que los efectos secundarios de la pandemia no han hecho más que enfatizar.
Por todas estas y muchas otras razones, la gente estaba lista para echarse a las calles. El asesinato de Floyd les dio el empujón final.
La necesidad de una policía leal
Dadas las circunstancias, Chauvin tenía que ser imputado, aunque solo fuera con la esperanza de mitigar esa indignación, de proporcionar una válvula de escape a algunos de los descontentos.
Pero imputar a Chauvin tampoco es una cuestión sencilla. Para asegurar su supervivencia, el Estado necesita monopolizar la violencia y la seguridad interna, ser el único con poder para definir lo que es orden y mantener el territorio seguro para las empresas. La alternativa es la erosión de la autoridad del Estado-nación y la posibilidad de su desaparición.
Esa es la lógica existente tras el notorio tuit de Donald Trump de la pasada semana (censurado por Twitter por “glorificar la violencia”) que advertía: “Cuando empiezan los saqueos, empiezan los tiros”. No sorprende que echara mano de las palabras de un jefe de policía racista de Miami, Walter Headley, que amenazó con la violencia a la comunidad afroamericana a finales de los años 60. Entonces, Headley afirmó además: “Con ellos no hay otro medio de comunicación más que la fuerza”.
Puede que Trump sea una reminiscencia de una era espantosa, la de las “relaciones raciales”, pero ese sentimiento forma parte del núcleo de la misión del Estado.
El Estado necesita fuerzas policiales leales y dispuestas a usar la violencia. No puede tolerar el descontento en las tropas, o que segmentos del cuerpo de policía dejen de identificar sus intereses con los del Estado. El Estado no se atreve a ofender a los agentes de policía por miedo a que, cuando más los necesita, en tiempos de extrema disidencia como ahora, no estén ahí –o peor aún, que se hayan unido a los disidentes.
Como ya señalé, algunos elementos de la policía ya están mostrando su decepción por la acusación a Chauvin así como su sentimiento de agravio contra los medios de comunicación, potenciado por los ataques verbales cotidianos de Donald Trump a los periodistas. Esos sentimientos ayudan a explicar los ataques sin precedente de la policía a algunos de los principales medios de comunicación, convencionales y sumisos, que cubrían las protestas.
Gemelos ideológicos
La necesidad de mantener leales a las fuerzas de seguridad es la razón por la que el Estado fomenta la sensación de separación entre la policía y aquellos sectores de población que considera potenciales amenazas al orden, uniendo así a los segmentos más privilegiados de la sociedad en el miedo y la hostilidad.
El Estado fomenta, en la policía y en sectores del público, la idea de que la violencia policial es legítima por definición cuando se dirige a grupos o individuos que retrata como amenazantes o subversivos. También fomenta la opinión de que en esos casos la policía disfruta a priori de impunidad, porque puede decidir por sí misma quién representa una amenaza para la sociedad (influida, claro está por los discursos populares promovidos por el Estado y los medios de comunicación mayoritarios).
La “amenaza” se define como cualquier discrepancia con el orden existente, ya sea un hombre negro respondiendo y mostrando “mala disposición”, o protestas populares contra el sistema, incluyendo contra la violencia policial. En ese sentido, Estado y policía son gemelos ideológicos. El Estado aprueba cualquier cosa que haga la policía, mientras que la policía reprime cualquier cosa que el Estado defina como amenaza. Si funciona de forma eficaz, la violencia estatal-policial se convierte en un sistema circular que se autojustifica.
Un hueso pelado para las protestas
Acusar a Chauvin corre el riesgo de alterar el sistema, creando una grieta entre el Estado y la policía, una de las instituciones estatales más esenciales. Y esa es la razón por la cual acusar a un agente de policía en estas circunstancias es un acontecimiento excepcional, marcado por la excepcional oleada de indignación actual.
Los fiscales están intentando lograr un delicado compromiso entre dos demandas contrapuestas: la necesidad de reasegurar a la policía que su violencia es siempre legítima (que se lleva a cabo “en cumplimiento del deber”) y la necesidad de detener la oleada popular de indignación que está creciendo hasta el punto de que podría quebrar el orden existente. En estas circunstancias, Chauvin tiene que ser imputado pero con la acusación más leve posible –dada la evidencia irrefutable que muestra el video– con la esperanza de que, una vez pasada la actual oleada de cólera, pueda ser declarado no culpable; o, en el caso de que se le encuentre culpable, obtenga una pena poco severa; o, si la sentencia es más severa, pueda ser indultado.
Desde el punto de vista de las autoridades estatales, la acusación a Chauvin es como arrojar un hueso mondo y lirondo a un perro hambriento. Es una tímida acción de apaciguamiento pensada para contener la violencia no estatal o la amenaza de dicha violencia.
La acusación no pretende cambiar la cultura policial –o del sistema– que presenta a los hombres negros como una amenaza inherente al orden. No va a alterar los sistemas regulatorios o legales ligados a la opinión de que los agentes de policía (blancos y conservadores) están en primera línea defendiendo los valores de la civilización de los “malhechores” (negros o izquierdistas). Y no reducirá el compromiso del Estado para garantizar que la policía disfruta de impunidad en su uso de la violencia.
El cambio es inevitable
Un Estado saludable –comprometido con el contrato social– tendría que ser capaz de encontrar maneras de acoger el descontento antes de que este se convierta en revuelta popular. Las escenas que han tenido lugar por todo Estados Unidos son la prueba evidente de que las instituciones del Estado, rehenes del dinero de las grandes corporaciones, son cada vez más incapaces de responder a las demandas de cambio. El Estado hueco representa no a sus ciudadanos, que son capaces de llegar a un acuerdo, sino a los intereses de las fuerzas globales del capital a quienes importa poco lo que ocurre en las calles de Minneapolis o de Nueva York en tanto las empresas puedan continuar acumulando riqueza y poder.
¿Por qué suponer que estas fuerzas globales vayan a ser sensibles ante  las revueltas populares en Estados Unidos cuando han demostrado su completa insensibilidad ante las crecientes señales de sufrimiento del planeta, cuyos sistemas vitales se reajustan para adaptarse a nuestro saqueo y expolio y tendremos que luchar para sobrevivir como especie?
¿Por qué el Estado no iba a impedir un cambio pacífico, sabiendo su dominio de la violencia, cuando impide las reformas que podrían frenar el saqueo de las corporaciones al medio ambiente?
Estos políticos y funcionarios vendidos –de “izquierdas” y de derechas– continuarán avivando las llamas, atizando los fuegos, como hizo la antigua consejera de seguridad nacional de Barack Obama Susan Rice esta semana. Esta señora negó la evidencia de la violencia policial que puede verse en Youtube y la miseria absolutamente real de una infraclase abandonada por la clase política cuando sugirió que las protestas estaban siendo dirigidas desde el Kremlin.
Esta negación de la realidad que practican ambos partidos solo subraya la rapidez con la que estamos entrando en un periodo de crisis y revueltas. De las protestas ante el G8 al movimiento Occupy, Extinction Rebellion, las manifestaciones estudiantiles, los Chalecos Amarillos y ahora la presente ola de furia en las calles de EE.UU., en todas partes hay evidencias de que el centro está esforzándose por mantener su dominio. El proyecto imperial de Estados Unidos está desbordado, la élite empresarial global se ha extralimitado y está viviendo del rédito, los recursos se agotan, el planeta está recalibrándose. Algo habrá que ceder.
El desafío al que se enfrentan los manifestantes –ya sean los que ocupan ahora las calles o quienes les seguirán después– es cómo superar la violencia del Estado y cómo ofrecer una visión de un futuro diferente, más esperanzador, que restaure el contrato social.
Las lecciones deberán aprenderse mediante la protesta, la resistencia y la desobediencia, no en una sala de audiencia en la que un oficial de policía comparece a juicio mientras se permite a todo un sistema político y económico continuar con sus crímenes.

Fuente:  https://www.counterpunch.org/2020/06/05/as-us-protests-show-the-challenge-is-how-to-rise-above-the-violence-inherent-in-state-power/
Foto de portada: Nathaniel St. Clair - otras: CNN en Español - La Vanguardia - Europa Press - RTVe España - El Periódico - Libertad Digital - Europa News
Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
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