No a las plantas nucleares






ESCRITO POR GUSTAVO PORTOCARRERO VALDA   

Un reactor nuclear produce energía eléctrica limpia y no empeora el calentamiento terrestre, porque no usa combustible fósil alguno (petróleo ni carbón). Tampoco atenta contra los ecosistemas porque no precisa de embalses de agua para turbinas; ni quema madera. ¿Dónde se encuentra el peligro?
De un lado se trata de su estructura; cualquier reactor nuclear constituye una auténtica bomba de tiempo. De otro lado, su basura es el segundo peligro. Por razones de método comenzamos por este último.


¿Qué es la basura nuclear y dónde se encuentra su acción destructora de la vida?
Basura nuclear es todo resto de mineral radiactivo empleado en su producción. Este material, al resultar ya inservible para el proceso de elaboración de energía eléctrica, debe ser desechado por haber agotado su potencialidad. Empero, la denominada “ceniza nuclear” –como así lo anota la ciencia– continúa emitiendo radioactividad, situación que dura más de cien años. Merece, por tanto, un proceso de extraordinaria atención para ser descartada lo más lejos posible de la presencia humana.
¿Qué hacen aquellas empresas con la basura que producen?
Hasta hace una veintena de años, cuando había pocas plantas generadoras, las empresas contrataban y pagaban transportadoras para que hicieran desaparecer su ceniza, acumulada en inmensos volúmenes y miles de toneladas de peso. Aquél negocio resultó fabuloso para empresarios sin escrúpulos de embarcaciones marítimas, porque disponían el envío de tan estratégica carga para ser depositada en países del Tercer Mundo, aunque fuese sobornando a las autoridades. Se hacía creer a ingenuas poblaciones que aquellas cenizas eran fertilizantes, útiles para la agricultura, material especial para construcción o para el relleno de las carreteras.
Ante las advertencias permanentes de las entidades ecologistas internacionales como Greenpeace, que controlaban el caso, efectuaban seguimiento y brindaban información al Tercer Mundo, las comunidades locales comenzaron a reaccionar airadamente. Sus protestas se hacían efectivas a través de manifestaciones masivas que iban agravándose a medida que se utilizaba la violencia para ser escuchados por las autoridades.

Para que nadie sostenga que lo anterior es una mentira, van dos hechos como prueba. El barco “Khian Sea”, con 14.000 toneladas de ceniza tóxica salió de Filadelfia, PA, USA, dando vueltas por el mundo, donde lo esperaban indignadas, grandes masas humanas. De Bahamas, pasó a República Dominicana, Honduras, Bermuda, Guinea Bissau y Antillas Holandesas. En Haití descargó 4.000 toneladas con permiso del dictador Jean Claude Duvalier. Pero al darse cuenta los haitianos, de aquella barbaridad, reaccionaron. Sin embargo, y aprovechando la noche, el barco escapó del lugar dejando su presente en plena playa.
Finalmente, y al darse cuenta de que el tiempo transcurría y nadie aceptaba tan generosa oferta, el capitán dispuso volcar su carga en el Océano Índico. Otra embarcación, de origen caribeño, denominada: "MV Ulla", esta vez con cenizas radiactivas de España, se hundió en el golfo de Iskenderun, en el mar Mediterráneo, al sur de Turquía el día 7 de septiembre de 2004.
No es exageración sostener que ya puede explicarse, ahora, porqué el mar nos brinda peligrosas como nuevas especies, genéticamente degeneradas.
Quede muy claro que a día de hoy, las plantas nucleares han proliferado excesivamente en el Primer Mundo, hasta el punto de que sólo en los EEUU hay 102, en Francia 76 y en Japón 74. Es lógico pensar que ante semejante incremento de reactores, la basura nuclear aumente y siga creciendo su potencialidad atentatoria.
Ante la conciencia activa y reacción efectiva de las comunidades locales, así como acuerdo internacional en contra de estas prácticas, las empresas decidieron cambiar de estrategia. Ahora guardan su basura en porciones –cual cadáveres semi vivos– encerrados en verdaderos sarcófagos, cuidadosamente protegidos y “rigurosamente inspeccionados, monitorizados y colocados en trincheras o profundos pozos de enterramiento”. En tal limbo de paz, las momias nucleares esperarán su destino; es decir, su siglo, para morir definitivamente (extinción total de su proceso radioactivo).
Este particular peligro ya no sale fuera del continente. Se encuentra esta vez en casa propia (el mundo industrializado) donde se le hace creer a su población que “todo se halla bajo control” y sin riesgo alguno.
Estas situaciones acorralan ahora a las empresas, porque ya no pueden negar dos realidades en sus propias narices. La primera, que los sarcófagos seguirán aumentando en número y a ritmo acelerado; la segunda, que cualquier accidente externo de consideración, podría rajarlos o quebrarlos permitiendo que los espectros de las momias escapen por el aire para buscarse otros muertos más. Por supuesto, ya no se sabrá el lugar exacto de ruptura de un féretro cualquiera; tampoco podrá ser sellado de nuevo.
Quienes vivimos en el mundo industrializado ignoramos que estamos sentados sobre un volcán. Sin ficción ni cuento alguno, se trata de cementerios anatematizados por la humanidad, donde el malvado destino –una excavación minera, o un trabajo subterráneo para infraestructura– no tendría

inconveniente en "liberar" a aquellos seres de su hábitat y pacífico descanso, bajo tierra, para enviarlos aún mucho más arriba: a convertir en radioactivas, las nubes.
Pasemos ahora al tema de fondo.

¿Por qué los reactores nucleares significan verdaderas bombas de tiempo?
La inmensa masa acumulada de energía, requiere de estructuras sólidas hechas con materiales especiales que brinden cierto grado de seguridad para que todos creamos que los reactores nucleares son seguros y están protegidos. La “prenda de garantía” se encuentra en los conocimientos científicos y la “tecnología punta”, y con ello nos referimos a los técnicos, gerentes nucleares y autoridades políticas. Sin embargo, –y como lo hice notar hace seis años atrás en un libro publicado en EE.UU. en inglés– una cosa es la seguridad estructural del aparato reactor y otra, la seguridad del ambiente externo. Expresé que jamás una planta nuclear puede estar garantizada contra un terremoto, un rayo o el impacto de un avión que caiga por accidente.
Y no me equivoqué en lo más mínimo. Bastaron unos pocos minutos para que un poderoso tsunami atacase cuatro planteas nucleares en Fukushima, cuya acción arrastró y estrelló tierra adentro –y como papel– vehículos, casas, puentes, monumentos, edificios, e incluso, grandes barcos. Desgraciado espectáculo nos ofrece ahora tan simpático país oriental.
Con la experiencia vivida –que es sólo una de las muchas que pueden darse y en variadas formas– ni aunque las plantas nucleares sean instaladas bajo tierra, estarán a salvo. Se equivocaron al tratarlos como a niños rebeldes, a los que hay que azotar con agua para que se enfríen y dejen de reaccionar. He ahí –por otra parte– el despiadado castigo de las fuerzas físicas descontroladas, fruto de la acción lucrativa del sistema económico social, donde no importa el ser humano como tal, ni sus valores, por ser apenas un esclavo más del consumo.
El escritor argentino Javier Rodríguez Pardo, comentando la conducta de quienes se encuentran dosificando la información y ocultando la verdad “para no generar alarma” en la opinión pública mundial, nos dice: “Las imágenes del reactor humeante aún no han sido explicadas y menos sus efectos. El técnico nuclear oriental no se diferencia del de occidente. Ambos minimizan los eventos trágicos de la actividad nuclear, ocultan la gravedad del siniestro, niegan el impacto radiactivo…”
Esta misma persona advierte que se está sembrando la isla de bombas atómicas, expuestas a ser detonadas o por otro Tsunami “o por la mano desprevenida de algún técnico que omitió vigilar alguna válvula, porque con la energía nuclear no existe un umbral seguro”. Nos recuerda también que ya

en la década del 90 había malestar en el pueblo japonés, cuyo clan empresarial y gobierno –en franco maridaje y para suavizar la opinión pública nacional alarmada–, crearon el personaje de historieta denominado: “Pluto Boy”
Este personaje, de dibujos animados, mejillas rosadas, casco y antenas, “adorable” según su propio círculo, mandaba su propio mensaje: “El plutonio es bueno para ti. Yo no soy un monstruo, por favor mírame detenidamente”. El video fue distribuido por Japan's Power Reactor and Nuclear Fuel Development Corp. y aparecía diariamente en la televisión para convencer al público nipón, de que el cuerpo asimila la radiación sin mayores riesgos.
El mentiroso Pluto boy no ha salido más. Las explosiones nucleares de Fukushima han desmentido su candor y el riesgo que la gente se temía, se ha hecho realidad, hasta el punto de que el propio Gobierno acaba de anunciar el cierre definitivo de aquella planta. Este  es el crudo resultado de “tecnológicos” sistemas que se consideraban seguros: miles de desplazados tomando tabletas de yoduro de potasio para salvar sus vidas; países vecinos recibiendo los efectos del fenómeno radiactivo; plantaciones japonesas de espinacas y otras verduras, con alto grado de contaminación; almacenes de provisiones con numerosos productos afectados (mantequilla, leche y queso, por ejemplo); destrucción de economías familiares por el miedo a la radioactividad; abandono forzado, nubes contaminadas, etc.
A todo lo anterior hay que añadir que Japón ya tuvo otro serio problema el año 2007 en la planta nuclear de Tokaimura, con siete reactores. Por la propia experiencia nacional acumulada –las explosiones atómicas sufridas en Hiroshima y Nagasaki– sabe el pueblo japonés, -y ya comenzaron sus manifestaciones de protesta-, que ya no debe permitir más riesgos contra su seguridad con sistemas que jamás van a ser seguros. Aún sin terremoto ni conmoción extraordinaria, existen fugas radioactivas.
Gracias a la proliferación de las plantas nucleares, nos vamos acercando al macro peligro planetario, a una gradual esterilización de la vida terrestre, con más rapidez que el propio calentamiento global.
Ha llegado la hora de que el grueso de la humanidad haga sentir su voz unánime de protesta e imponga el: ¡No, a las plantas nucleares!, contra el audaz orden establecido, donde primero son los negocios.

Esta voz debe correr y tronar de extremo a extremo del orbe terrestre para salvar la vida.
De lo contrario, la vida en el planeta será un espectáculo de una inmensa tragedia de humanos degradados, muchos de ellos condenados a una muerte lenta.
Por un mínimo de solidaridad con el dolor humano, evitemos que se vuelva a repetir este trágico espectáculo de seres que han sobrevivido a una de las peores catástrofes nucleares: personas sin dientes ni cabellos, paralíticos, con órganos inutilizados, estériles, niños deformados, además de numerosos casos de cáncer.

Revista Fusión

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