La violenta obscenidad de un mundo sin límites
Cuando, hace poco menos de un mes, la influencer australiana de OnlyFans Annie Knight mantuvo relaciones sexuales con más de 500 hombres en seis horas, las redes se llevaron las manos a la cabeza. La realización de uno de esos “desafíos” que se han puesto de moda entre trabajadoras adscritas a dicha plataforma con el objetivo de monetizar la experiencia desató todo tipo de críticas que aludían al machismo implícito en esos actos, a la responsabilidad de los brevísimos compañeros de coito, e incluso a las consecuencias para la salud de quienes, voluntariamente, se someten a semejantes maratones por dinero. De hecho, Knight acabó hospitalizada con dolor y sangrados, probablemente como consecuencia del agravamiento de la endometriosis que padece; cosa que la chica contó públicamente para restarle importancia y alardear de lo mucho que disfruta su oficio.
Azahara Palomeque
Lo que nadie pareció advertir es la predominancia de un patrón de comportamiento que alberga en su núcleo el exceso, y guarda como fin último la acumulación irrestricta de capital económico. Es decir, lo que el mundo atestiguó en la hazaña de esta mujer, más allá de la secuencia de penetraciones, fue otra prueba más de la falta de límites: una obscenidad sostenida por el engranaje neoliberal, tan presente en la economía como en la construcción de subjetividades.
En la mayoría de países democráticos y, particularmente en occidente, se llegaron a alcanzar ciertos consensos sobre los límites, de los cuales perduran unos pocos. Por ejemplo: a pesar de la libertad individual para la (auto)explotación, uno no puede extirparse voluntariamente un órgano y venderlo en Wallapop; existen, para la donación y el trasplante, procedimientos médicos y éticos que determinan la intervención en los cuerpos. En España, está prohibido vender plasma; no así en Estados Unidos, donde esta práctica a menudo sirve de herramienta de subsistencia entre los más pobres. Tras furibundos debates durante siglos, la esclavitud fue abolida internacionalmente, aunque aún persista en determinadas zonas de manera ilegal. Seguimos manteniendo conversaciones en torno a la erradicación de la prostitución o los vientres de alquiler –“vientres” es una forma de despersonalizar a las mujeres que gestan, como si el feto pudiese desarrollarse sin el cerebro o el corazón de la madre–.
Ahora bien, todo parece indicar que la moderación de los límites, marcada por la imposibilidad de ponerle un techo a la riqueza –el ansia crematística que justificaría multitud de abusos–, está experimentando un peligroso declive en unas sociedades donde las contenciones basadas en el estado de derecho, en los marcos regulatorios cimentados en criterios éticos o morales (la igualdad, la justicia social…), y en la protección de la vida se han quedado obsoletos. Los primeros límites en ser burlados han sido tradicionalmente los biofísicos del planeta; es decir, aquellos que impone la naturaleza. Crecer sin atender a las barreras impuestas por la Tierra, lo sabemos, se ha constituido en paradigma desde, al menos, la Revolución Industrial y, como las influencers de OnlyFans, batimos récords sin parar: de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), de contaminación por sustancias químicas, de deshielo y aniquilación de especies salvajes, de deforestación y de temperatura en el Mediterráneo.
Un sistema que viola consistentemente los equilibrios planetarios y los somete a la extenuación aplicará estándares equivalentes a su elemento humano, esto es, a nosotros, puesto que caemos bajo el mismo dogma sin escrúpulos. Porque el paradigma hegemónico es tal obscenidad, no es de extrañar la violación sistemática de los derechos más básicos en Palestina, pero también en casa, puesto que las muertes por las carencias de la sanidad pública o la DANA son igualmente políticas. Asimismo, responden a esta lógica las intenciones de convertir Gaza en un resort o, recientemente, de confinar al pueblo palestino en una “ciudad humanitaria”, eufemismo de gueto, elevada sobre las ruinas de Rafah.
Las geografías concentracionarias que España inauguró durante la Guerra de Cuba y se extendieron por Europa en la primera mitad del siglo XX regresan tras multitud de tratados internacionales arrojados a la basura, no como excepción, sino como norma –fantasmagórica revalorización de las teorías de Giorgio Agamben, el filósofo italiano. La vida desnuda, al capricho de los vapuleos capitalistas, del odio y la violencia, además, se retransmite en directo mientras los verdugos se vanaglorian de su garrote vil. Como en aquellos linchamientos estadounidenses de hombres negros colgados por la horcadura de un árbol, algunos acuden al espectáculo del horror y quieren hacerse una foto. Exceso de crueldad, de dolor aderezado con la purpurina que imprimen las fortunas procaces de una minoría, la indiferencia o el miedo de casi todo hijo de vecino.
Paradójicamente, para efectuar tal operación sí que había que embridar un componente de nuestras sociedades: el conocimiento. Alzarle empalizadas digitales, fabricarle fortalezas a la atención y reducirla al estado de sitio –unos pocos segundos e, inmediatamente, otro estímulo que cercene la concentración y nos vuelva más idiotas– se ha transformado en la táctica dominante de este paradigma, frente a la que hemos capitulado en pro de una innovación perversa.
Antes, para impedir el funcionamiento de un hospital, era necesario forzar su cierre, derribar el edificio; ahora, basta con hackearlo (aunque también perduren las prácticas pretéritas). Antes, para convencer a una masa organizada políticamente de actuar en contra de sus intereses, era preciso perseguirla, criminalizarla; ahora, es suficiente darle un móvil al ciudadano cada vez más atomizado. Los límites de nuestras capacidades cognitivas se alían a la falta de límites en casi todo lo demás. Desgarrador y espeluznante como un selfie en Auschwitz, como un tiroteo que disperse las colas del hambre.
Fuente: https://climatica.coop/violenta-obscenidad-mundo-sin-limites/ - Imagen de portada: Deforestación cerca de un bosque en la frontera entre la Amazonia y el Cerrado en Nova Xavantina, estado de Mato Grosso, Brasil. Foto: REUTERS/Amanda Perobelli.