Los ingenieros del Amazonas

De todas las primeras naciones que los blancos han despreciado, ninguna fue tan pero tan despreciada como las que habitan en las selvas. El explotador más interesado, el represor más duro, el ladrón de tierras más barilochense le va a conceder un grado de cultura y "civilización" a sus víctimas. Si no hay pirámides, caminos del Inca, grandes templos, por lo menos hay platería, cría de caballos, tejidos. Al amazónico no se le reconoce ni eso, se lo reduce a un primitivo absoluto que camina por la jungla recogiendo frutas y cazando algún animalito. Es como una figura de la anomia humana, un niño que nunca salió del jardín -literal- en el que le tocó nacer. Por algo un misionero francés que bajó desde las alturas peruanas escribió en 1745 que "no son gente, son animales de la selva... antes de hacerlos cristianos hay que hacerlos humanos".

Por Sergio Kiernan

Esta imagen, que paradójicamente sostienen los ecologistas que quieren pintar a los amazónicos como inocentes guardianes de su ecosistema, se está comiendo un sapo de los grandes. Una combinación de biólogos, arqueólogos y antropólogos está diciendo cada vez más alto que lo que llamamos el Amazonas no es un lugar natural sino uno profundamente intervenido por la mano humana. La selva no es virgen sino que fue cuidadosamente dirigida a una escala masiva por sus habitantes. Los amazónicos, lejos de la abulia, fueron ingenieros que descubrieron un par de trucos que todavía estamos por redescubrir.
La punta del ovillo la da el muy calumniado Gaspar de Carvajal, el dominicano que acompañó a Francisco de Orellana y a Gonzalo Pizarro en la primera expedición al Amazonas y escribió la primera descripción. Carvajal llegó al Perú en 1536, al mismo tiempo que se fundaban Buenos Aires por primera vez y cuatro años después de la caída de Atahualpa. Los españoles no paraban de pelearse entre ellos, en una sorda guerra civil en la cual Gonzalo, medio hermano del conquistador Francisco Pizarro y uno diría hoy un sociópata, era de los más violentos. Como todo el mundo estaba convencido de que había otro reino de oro, además de México y Perú, Gonzalo armó una expedición y se fue en 1541 a buscar los dominios de El Dorado, el rey que se bañaba con polvo de oro. Carvajal fue de párroco y escribano, Orellana de segundo al mando.
Fue un desastre desde el arranque. Perú baja hacia el Amazonas con montañas altas y verticales, cubiertas de bosques impenetrables, el tipo de paisaje que ya se ve en las alturas de Machu Pichu. Con sus cañones y ballestas, cuatro mil peruanos maniatados, dos mil chanchos y cien caballos, los españoles bajaron penosamente y se perdieron por la simple razón de que no tenían idea de a dónde iban ni nadie a quien torturar para que los oriente. Esa zona de Perú todavía hoy es bastante poco habitada y es fácil desaparecer entre los árboles. Pizarro y su gente vagaron por meses, hambrientos, enfermos. Para cuando llegaron al río Napo, no quedaban caballos ni chanchos, los esclavos se habían muerto de fiebres junto a varios españoles, y seguían sin encontrar una aldea que saquear. Como pudieron, construyeron un bote y varias piraguas para ir a buscar alimentos.
Pero no alcanzaba para todos, con lo que Orellana partió con la impedimenta y el capellán río abajo. Orellana había deducido, correctamente, que el inmenso río desembocaba en el Atlántico, pero creía que en una semana estaba, en lugar de los más de cinco meses que le tocaron. No queda claro si Orellana ni pensaba volver por su jefe y primo, o si cambió de opinión río abajo, pero la cosa es que le encargó a Carvajal preparar memos justificando el abandono. El curita cumplió, y entre memo y memo anotó algo de lo que veía. Se hizo famoso por describir, o inventar, a las aguerridas amazonas que le dieron nombre al río pero que nunca más nadie vio. Pero su lugar en este relato es por otra descripción, que ahora está volviendo del ridículo.
Carvajal habla de inmensas aldeas que bordeaban los ríos por kilómetros y kilómetros, con enormes poblaciones que se hacían cada vez mayores a medida que entraban en lo que hoy es Brasil. El cura habla de un tramo de río con una línea de aldeas de casi trescientos kilómetros de largo, con casas y huertas. A la altura de la isla de Tapajós, a unos seiscientos kilómetros del mar, Carvajal encontró una verdadera ciudad y, novedad, un ejército organizado de guerreros que les salieron al encuentro en enormes canoas, acompañados por una flotilla con músicos. Cuando la música arrancó, las doscientas canoas con guerreros cubiertos de mantos de plumas de colores atacaron. Los españoles escaparon por el susto que se llevó el enemigo con el último cañón que funcionaba.
Es por esto, además de las amazonas, que Carvajal se pasó casi cinco siglos en el rincón, por mentiroso, y nunca vio su crónica publicada. Es que todos los relatos posteriores pintan un inmenso bosque tropical apenas habitado, vacío de gentes, con mínimas aldeas que viven en lugares todavía hoy inexplorados, como bien saben los brasileños que siguen encontrando grupos sin contacto con el mundo exterior. Generaciones de científicos desmintieron al pobre de Carvajal con consideraciones muy atendibles. Por ejemplo, que pese a su lujuria vegetal, el suelo amazónico es de lo peorcito en este mundo, acidificado y privado de nutrientes. Lo que la vida necesita en esa región no está en la tierra sino en las plantas ya existentes, cuyas hojas, ramas y frutos caídos son inmediatamente reciclados por las plantas. Imposible cultiva a escala.
El Amazonas ya fue clasificado como "desierto húmedo" por esta característica única, que explica por qué es fatal desmontar espacios grandes: el suelo se deshace, se lava y la selva no se cura. Y eso explica la fascinación de tantos observadores supuestamente agudos con la técnica de desmonte y quema que usan tantas comunidades todavía hoy. El elogio es que los locales desmontan porciones pequeñas, queman la vegetación, con lo que la ceniza abona el suelo para un par de cosechas, y luego la jungla vuelve a cerrarse. A las dos cosechas se repite el ciclo en otro punto, de modo de tener huertos suficientes para una pequeña aldea. Toda observación indica que esta técnica no puede sostener ninguna comunidad grande y mucho menos generar lo suficiente como para tener el ejército y la orquesta que vio Carvajal.
Pero resulta que esta técnica no es ancestral sino moderna. En los años setenta, el antropólogo Roberto Carneiro tuvo la idea de hacer un desmonte con hachas de piedra, la única herramienta disponible antes de los europeos. En el experimento, le tomó 153 horas de trabajo cortar un árbol de esos que abundan por allá con un tronco de un metro de diámetro. Desmontar un terreno de tres cuartos de hectárea le tomó a su equipo 153 días de ocho horas de trabajo por día. Luego repitieron el experimento con hachas de acero, con lo que el árbol cayó en menos de tres horas y el terreno quedó listo a quemar en ocho jornadas de ocho horas. Carneiro concluyó cuerdamente que una comunidad no tenía la capacidad de dedicarle tantas horas a un desmonte: tenían  además que pescar, recolectar, cazar, mantener sus viviendas y atender sus huertos ya existentes. No vale la penta tanto esfuerzo, además, para un par de cosechas.
La teoría actual es que sí había grandes poblaciones en las riberas, que fueron diezmadas por las pestes europeas. Los sobrevivientes se escaparon donde nunca más tuvieran que ver un blanco, a vivir como pudieran, que es más o menos la situación actual. Pero esto no explica cómo las comunidades antiguas, precolombinas, podían sostener esos números. ¿No era que el suelo era pobre? ¿Que desmontar con hachas de piedra no servía? La sorpresa mayor viene al hacerse estas preguntas y empezar a estudiar en serio el territorio.
Lo primero que surge es que los amazónicos precolombinos no cortaron la selva sino  que favorecieron a las 158 especies comestibles, dos tercios de ellas árboles, que les servían. El trabajo, posible con herramientas de piedra y todo, consistió en cortar ciertos árboles y reemplazarlos con los que les servían, plantando mandioca por abajo. Los nuevos árboles, perfectamente adaptados al medio, crecían bien y a los tres años daban frutos, mientras que la mandioca medraba a su creciente sombra. Todavía hoy se puede avanzar días y días por la región, comiendo de árboles y plantas plantadas antaño por los ancestros en huertos hoy indetectables. Es un nivel de ingeniería notable.
Pero ni eso alcanzaría para alimentar esas comunidades enormes que vió Carvajal. Los biólogos encontraron la clave cuando los agricultores locales les explicaron cómo rendía "la tierra negra de indio", y los científicos fueron con palas. Lo que encontraron fueron "islas" de tierra negra que no era humus, algunas enormes. Los análisis mostraron que los ancestros habían encontrado una manera de enriquecer la tierra yerma con carbono, un elemento que fija los nutrientes y la hace muy fértil. Y no era cosa de quemar los yuyos y mescolancear la ceniza o el carbón, porque la mayoría del carbono se pierde en forma de humo. Alguien descubrió cómo hacían, eventualmente, porque los tapajós todavía lo hacen: prenden fuegos e inmediatamente los tapan con gruesas capas de vegetación verde, de modo que la brasa quede enterrada y no humee. Estos fuegos tabicados duran días y semanas, y producen un carbón que sí es rico en carbono, y duradero. Ahí nomás de Manaos hay un huerto de frutales que produce hace años sin fertilizantes, porque abajo hay un metro de "tierra negra de indio". El cálculo más conservador es que el cinco por ciento de lo que nosotros vemos como selva virgen es de esta tierra, creada por los precolombinos.
Y el mismo nombre de este tipo de tierra indica una memoria de de dónde salió, de su origen humano. Ni a la Nasa se le había ocurrido esta.

Fuente: https://www.pagina12.com.ar/841117-los-ingenieros-del-amazonas



 

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