¿Hará Trump que "1984" parezca un cuento para niños?

El distópico Donald
Tom Engelhardt
TomDispatch


El futuro según Trump
¿Duda el lector que, aunque todavía falten cuatro semanas* para que Donald Trump entre en el Despacho Oval, estamos en una época distópica? Nunca antes habíamos tenido tan vívidos anticipos de qué podía significar un capitalismo sin restricciones en un país cada día más desigual, ahora que su versión ‘política del 1%’ ha elevado al pináculo del poder a un extravagante multimillonario y su “panda de deplorables”. Por supuesto, no hablo de sus seguidores sino de quienes él ha elegido para los más altos cargos del país. Entre ellos, unos cuantos generales listos para conducirnos a un nuevo ciclo de cruzadas y un equipo de milmillonarios y multimillonarios preparados para adueñarse otra vez de Estados Unidos.
 
Es un momento que ya sorprende por lo deprimente... y aun así todavía no ha comenzado. Un momento que, lo menos que se puede decir, nos convoca para estar a la altura de las circunstancias. Eso significa aglutinar una imaginación distópica que se ajuste a los tiempos que se vienen.
No tengo dudas de que el lector es tan capaz como yo de crear escenarios inhóspitos para el futuro de este país (por no hablar del planeta todo). Pero solo para mantener la bola rodando en vísperas de las vacaciones, permítame que le ofrezca un par de mis propias fantasías distópicas enfocadas en las posibles acciones del presidente Donald Trump.
Existe ya una vasta literatura –prácticamente, una biblioteca– de textos sobre los conflictos de intereses de nuestro único presidente electo. Después de todo, él es dueño –o usufructúa– de varias torres, exclusivos campos de golf, clubes, hoteles, condominios, residencias y vaya unos a saber qué más en por lo menos 18 o 20 países. Su nombre, invariablemente en impresionantes letras doradas, se alza muy alto en los cielos de todo el planeta. De hecho, en estos días, es difícil librarse de la marca Trump y sus conflictos, desde Bali hasta Filipinas, desde Dubai a Escocia e India; tampoco en el mismísimo corazón de la isla de Manhattan. Aquí, en la ciudad donde vivo, a un costo de más de un millón de dólares por día –pagados por el contribuyente; yo mismo–, la policía está protegiendo su importantísimo tiempo, mientras el Servicio Secreto y las fuerzas armadas agregan lo suyo al crecimiento del campamento en armas en medio de Manhattan. Por supuesto, están defendiendo la torre Trump, el mismo lugar donde en junio de 2015, utilizando el Rockin’ in the Free World de Neil Young, se montó en la escalera mecánica que le llevaría directamente a la campaña presidencial, prometiendo que construiría un “gran muro”, expulsaría a todos los “violadores” mexicanos y haría que “Estados Unidos volviese a ser grande”.
Frente a esa torre en la concurrida Quinta avenida hay ahora una hilera de camiones volquete llenos de arena (“para defender al candidato presidencial republicano de un posible atentado con bomba”); se ha dicho que, pensando en la seguridad del futuro presidente y su familia, el Servicio Secreto está considerando la posibilidad de alquilar un par de plantas del edificio a un costo –para el contribuyente estadounidense– de tres millones de dólares por año que, por supuesto, irán directamente a las arcas de una empresa Trump (oiga, ni hablar de conflicto de intereses y ¡ni se le ocurra sugerir la palabra “cleptocracia”!). Todo esto sin duda garantizará que el edificio más paradigmático de Trump –apodado Casa Blanca Norte– se mantendrá razonablemente a salvo de intrusos, atacantes, suicidas con cinturón explosivo y tipos por el estilo. Pero puede que gran parte de la marca imperial Trump en todo el mundo no tenga tanta suerte. En otros sitios, la vigilancia estará a cargo de guardias privados no de agentes del gobierno; en consecuencia, el dinero disponible para seguridad será mucho más modesto.
Con raras excepciones, la atención mediática se ha centrado en apenas un aspecto –cuando son muchísimos– de la cuestión relacionada con los conflictos de intereses de Donald Trump, por no hablar de su afán por evitar hablar de qué hará con ellos ni de la repetida postergación de su prometida conferencia de prensa para discutir estos temas ni del papel de sus hijos en su presidencia o sus negocios. Por lo general, el énfasis se ha puesto en el tipo de problemas que se presentarían con un empresario con marca propia al acceder al poder y aprovecharse de él, o tomando decisiones basadas en el dinero que se puede obtener de ellas. Generalmente, los medios se han centrado en la posibilidad, por ejemplo, de que líderes extranjeros y otros podrían afectar a la política estadounidense mediante la promesa de enriquecimiento de Trump o sus hijos. 
Informan de algunos diplomáticos que se sentirían obligados a hospedarse en su nuevo hotel de la avenida Pennsylvania muy cerca de la Casa Blanca, o de jefes de Estado de otros países tratando de hacer amistad con él a través de sus socios comerciales en su tierra de origen, o de acuerdos comerciales con la marca Trump que están avanzando en varios países gracias a su triunfo electoral.
Casi invariablemente, la atención está puesta en cómo arreglárselas con un presidente que, por lo menos en los próximos cuatro años, podría tratar –de mil maneras posibles– de aprovecharse de sus distintos actos de gobierno (o sencillamente por estar ahí, aunque no haga nada). No nos equivoquemos, ciertamente esta cuestión podría convertir a la presidencia Trump en algo verdaderamente peliagudo, por no hablar de quiebre de paradigmas en la historia de la Casa Blanca. Pero no llamemos distópico a esto. Lo que alguna gente (aparte del Servicio Secreto) está pensando es en la forma que los conflictos de intereses podrían agotar al nuevo presidente mediante la amenaza no de enriquecerlo sino lo contrario: de empobrecerlo, a él y a sus hijos. Creedme, si avanzamos por este camino, inmediatamente entramos en el territorio de la distopía.
He aquí un escenario posible:
Es 1 de abril de 2017. Donald Trump lleva en el cargo menos de dos meses y medio cuando un elegante “empresario” consigue entrar en las torres Trump de Estambul, Turquía, un edifico importante del paisaje de la capital turca, que ostenta el nombre del nuevo presidente de Estados Unidos en grandes letras doradas en lo más alto de una de ellas. Una vez en el hall de entrada, el hombre, un recadero del Daesh que se ha abierto paso a través del complejo sistema de seguridad privado portando un chaleco explosivo, provoca su estallido y mata a un conserje, a un agente de seguridad y un número indeterminado de clientes y hiere a una docena más.
Ciertamente, jamás he estado en las torres Trump de Estambul, por lo tanto no conozco sus medidas de seguridad; las torres están en el corazón de una ya de por sí explosiva capital, pero dado que es posible encontrar un edificio Trump en cualquier lugar del mundo, siéntase libre el lector de elegir el que más le plazca: torre, centro turístico u hotel. Puede ser que esa explosión sea apenas la primera. No olvide que se ha informado de que a Osama bin Laden la realización de los atentados del 11-S le costó 400.000 dólares e hizo que la administración Bush se embarcara en una sucesión de guerras fracasadas que costaron un billón de dólares y que se diseminaran las organizaciones terroristas por el Gran Oriente Medio y África. Siendo así, no cabe duda alguna de que los jefes del Daesh (o cualquier otra organización similar) verán la ventaja de enviar a ese recadero de tan poco costo para colarse en los dominios del tan susceptible nuevo presidente de Estados Unidos para embrollarle vaya uno a saber en qué.
Imaginar también este otro escenario: estamos en 2018. China y Estados Unidos no se ponen da acuerdo sobre el estrecho de Taiwan; una vez más surgen presiones y pasiones en el norte de África, donde continuas incursiones militares en Libia y Somalia no han hecho más que incrementar el caos que ya existía antes de Trump; al mismo tiempo, en la zona central de Oriente Medio donde, a pesar del intenso bombardeo estadounidense, el Daesh –otra vez un grupo guerrillero sin territorio– está engendrando el caos. Además, en Afganistán, 17 años después de iniciada la segunda guerra afgana de Estados Unidos, el gobierno de Kabul respaldado por Washington se está tambaleando ante nuevas ofensivas del Talibán, Daesh y al-Qaeda. Nutridos contingentes de refugiados provenientes de todas esas zonas de conflicto continúan amenazando a una crispada Europa, mientras aumenta el antiamericanismo por todas partes, no de una forma generalizada sino centrada furiosamente en el presidente de Estados Unidos y su muy apreciada marca.
Imaginar asimismo durante un momento demostraciones y manifestaciones cada vez más grandes, todas ellas dirigidas contra distintas torres, clubes, centros de vacaciones y condominios de la marca Trump. Solo pensar cómo puede afectar a la rentabilidad de la marca del presidente una combinación de amenazas de ataques terroristas y airadas manifestaciones además del aumento de la animosidad contra el nombre de Trump en todo el mundo islámico. Ahora pensar en las torres Trump en Pune, India, o en la torre de 75 plantas en Mumbay o en el lujoso centro de vacaciones de 6 estrellas en Bali o en la torre que se construye en Century City de Manila (cada uno de ellos, un proyecto por todo lo alto de la marca Trump que se espera estarán terminados en un futuro próximo y escenarios todos ellos en ciudades en las que en el pasado se produjeron devastadores atentados terroristas). ¿Qué harán sus propietarios si los presumibles compradores, temerosos por su comodidad, su salud o incluso su vida, empiezan a esfumarse? ¿Qué pasará cuando los hoteles no puedan mantener la ocupación de sus habitaciones, los condominios ya no interesen y de repente la marca Trump empiece a vaciarse?
En estas circunstancias, sin duda, la política exterior y militar de Estados Unidos acabará centrándose en el defensa de la marca Trump, algo que a su vez será muy difícil de proteger. Si recordamos polémicos nombramientos del pasado –muy bien, sé que no estamos en esos tiempos, pero síganme la corriente–, en 1953, el presidente Dwight Eisenhower tuvo su propio momento estilo Rex Tillerson y eligió a Charles Wilson, el CEO del gigante automotriz General Motors para que fuese su secretario de Defensa. En la sesión de confirmación, Wilson ofreció esta infame fórmula para el éxito: “Yo pienso que lo que es bueno para Estados Unidos es bueno para General Motors, y viceversa”. Si al departamento de Estado y las fuerzas armadas se les encomendara la tarea de rescatar de los escombros a la marca Trump quizá necesitaramos dar vuelta completamente los dichos de Wilson: “Pienso que lo que es malo para la marca Trump es malo para Estados Unidos, y viceversa”.
Por cierto, sabiendo lo que sabemos del presidente electo, si la marca Trump empieza a venirse abajo, casi podríamos tener la certeza de que veríamos una política exterior estadounidense progresivamente dedicada a la protección de la marca del presidente; en esas circunstancias –citando a Peter Van Buren, ex funcionario del departamento de Estado–, ¿qué es lo que posiblemente funcione mal?
Ahora sí estamos en territorio de la distopía.
El asesino en jefe
Permítame el lector que agregue otra fantasía distópica a lo que obviamente podría llegar a ser una interminable sucesión de ellas. Pensemos durante un instante en el tema de los asesinatos presidenciales. Con esta expresión no me refiero a los presidentes asesinados, como Lincoln, McKinley o Kennedy. Hablo del moderno impulso presidencial de asesinar a otras personas.
Al menos desde Dwight Eisenhower, los presidentes de Estados Unidos han estado en el campo de los asesinos. En tiempos de Eisenhower, fue el complot de la CIA contra el primer ministro congoleño Patrice Lumumba; en los de John Kennedy (y su hermano, el fiscal general Robert Kennedy), fue la Cuba de Fidel Castro; durante el mandato de Richard Nixon (y su secretario de Estado Henry Kissinger), fue el asesinato del presidente chileno Salvador Allende en el golpe de Estado realizado por las fuerzas armadas –con respaldo estadounidense– en el primer ataque con fecha 11-S, esta vez en 1973.
En 1976, en la estela del Watergate, el presidente Gerald Ford prohibió el asesinato político mediante un decreto ejecutivo, una prohibición que fue reafirmada por los presidentes que le siguieron (a pesar de que Ronald Reagan estuvo en la dirección de los planes de la fuerza aérea estadounidense para bombardear la residencia del dictador libio Muammar Gaddafi). Sin embargo, con el comienzo el siglo XXI, el más excitante de los ingenios tecnológicos asesinos de todos los tiempos, el dron certeramente llamado Predator, sería dotado de misiles Hellfire y enviado a la acción en la guerra contra el terror dando lugar a la posibilidad del asesinato presidencial en una escala jamás imaginada antes. Las misiones que se le encomendaron forman parte de la creación de este nuestro mundo en versión Terminator.
A instancias de dos presidentes –George W. Bush y Barack Obama– una escuadrilla de esos robots asesinos introdujo en la historia su exclusiva función de cazadores-asesinos que operan fuera de las zonas de guerra oficialmente asumidas por Estados Unidos. Los drones Predator y sus sucesores, los Reaper, serían despachados en juergas asesinas que no han hecho más que comenzar y son mayormente organizadas en la misma Casa Blanca sobre la base de una “lista de la muerte” aprobada y regularmente actualizada por el presidente.
De esta manera, el presidente, sus ayudantes y sus asesores se han convertido en jueces, jurados y verdugos de “sospechosos de terrorismo” (y frecuentemente de quienquiera que acierte a andar por ahí, sea hombre, mujer o niño) prácticamente en todo el mundo. Tal como lo escribí en 2012**, en estas circunstancias, el comandante en jefe se ha convertido en un asesino en jefe a tiempo completo. Hoy en día, los presidentes estadounidenses tienen la tarea de supervisar la eliminación de cientos de personas en tierras lejanas con ciertos visos de “legalidad concedidos mediante memorandos secretos redactados por los abogados de su propio departamento de Justicia. ¡Estamos hablando de distopía! Gorge Orwell se sentiría sobrecogido.
Entonces, cuando se trata de asesinatos, ya estábamos en terreno oscuro antes siquiera de que Donald Trump pensara en aspirar a la presidencia. Pero reconozcamos lo suyo al hombre. Casi sin que nadie lo perciba, quizás esté desarrollando las posibilidades de un novedoso estilo de asesinato presidencial –no en tierras remotas, sino aquí mismo, en casa–. Empecemos por sus notable pericia para los twits y los sorprendentes 17,2 millones de seguidores de sus twiteos –no importa el tema que traten–, entre ellos numerosos integrantes de lo que cortésmente se llama la derecha radical. Créanme, se trata de toda una audiencia si se la provoca, algo que Donad Trump ya ha demostrado que puede hacer con soltura.
En cierto sentido, podríamos verle como una especie de as del Twiter. Ciertamente, su capacidad de arremeter contra quien sea con 140 caracteres no es algo menor. Por ejemplo, recientemente twiteó una repentina crítica a la empresa fabricante de armas Lockheed-Martin por producir el sistema de armas más caro de la historia: el caza F-35 (“El programa F-35 y su costo están descontrolados. Después del 20 de enero, podrán ahorrarse millones de millones de dólares, y lo serán, en gastos militares [y otros]”. Inmediatamente, las acciones de la empresa tuvieron una caída multimillonaria, lo cual –debo admitirlo–, me pareció más divertido que distópico.
Según parece, también le irritó una columna del Chicago Tribune centrada en las críticas que el CEO de Boeing Dennis Muilenburg expresó a los comentarios de Trump sobre el comercio internacional y China, donde esta empresa realiza importantes operaciones comerciales. Muilenburg sugería, con bastante suavidad, que Trump “retrocedía de la retórica de 2016, contraria al comercio, y amenazaba con castigar a otros países con aranceles y honorarios más altos”. La respuesta de Donald fue inmediata: anunció que cancelaría el contrato con Boeing por la construcción de una nueva versión del Air Force One, el avión presidencial (“Boeing está construyendo un nuevo Air Force One 747 para futuros presidentes pero su costo está fuera de control, más de 4.000 millones. ¡Cancelar la orden!”) El paquete accionario de la empresa tuvo una caída similar a la de L-M.
Pero, obviamente, las corporaciones del enorme complejo militar-industrial son capaces de defenderse. Por lo tanto, nada de piedad. Sin embargo, cuando se trata de ciudadanos corrientes, es otra la cuestión. Ahí está Chuck Jones, presidente de Indiana United Steelworkers, un sindicato metalúrgico local. Jones cuestionó la cantidad de puestos de trabajo que el presidente electo había salvado poco tiempo antes en Carrier Corporation. Muchos menos (con bastante agudeza) que los que Trump sostenía. Claramente, esto dañaba el enorme –aunque notablemente frágil– ego del presidente electo. Antes de que supiera qué estaba pasando, Jones se encontró con que estaba involucrado en una típica pelea twitera de Trump (“Chuck Jones, desde 1999 presidente de United Steelworkers ha hecho un espantoso trabajo representando a trabajadores. ¡No nos sorprendamos si las empresas huyen de este país!”). A eso le siguieron llamadas violentas y amenazas; por ejemplo, “Vamos por ti” o, como contó Jones, “Nada que dijera que me iban a matar pero, ya sabéis, a partir de entonces no quitas el ojo de tus hijos. Ya sabemos cómo son las cosas”.
Hace un año, una estudiante de 18 años tuvo una experiencia parecida después de estar en un acto de campaña y decirle a Trump que él no era “amistoso con las mujeres”. Al candidato le faltó tiempo para atacarla por Twiter, etiquetándola de “arrogante”; poco tiempo después, tal como lo describió el Washington Post, el teléfono de la chica “empezó a recibir mensajes amenazantes, a menudo de contenido sexual. La casilla de entrada de su cuenta de Facebook y la de su correo electrónico se llenaron de mensajes similares. Cuando empezó a circular su dirección por la redes sociales y su foto salió en las noticias de la TV, la joven abandonó su casa para esconderse”.
Con estos antecedentes no es nada difícil hacer una predicción. Alguno de esos días de su presidencia, Trump la emprenderá por Twiter contra un ciudadano determinado –¡pobre de él– que estuviese crispándole los nervios. Motivado por eso, algún trastornado integrante de lo que podría ser la futura fuerza aérea de drones de Trump cogerá un arma (de las que hay demasiadas al alcance de la mano en esta trumpiana época de auge de la NRA). Entonces, en un arranque, el tipo decide –armado– “investigar por sí mismo” en la pizzería de Washington que supuestamente servía de sede de “un círculo de adolescentes esclavos sexuales” de Hillary Clinton. En el “Pizzagate”, el tipo –por entonces detenido– dispara su fusil de asalto sin herir a nadie en el establecimiento, cuyo dueño ya estaba harto de recibir insultantes mensajes de voz y amenazas de muerte. Sin embargo, es bastante fácil imaginar un final bastante distinto de un suceso como el descrito. En ese caso, Donald Trump estaría creando una nueva acepción para la expresión “asesinato con dron”. De pasar eso, ¿cuáles serían las consecuencias del primer “ataque” por Twiter de nuestra historia.
Por supuesto, no debemos olvidar que, gracias a George W. Bush y Barack Obama, Trump tendrá todos los drones de la CIA para utilizarlos de la forma que lo desee y golpear a quienquiera que él elija en tierras lejanas. Pero como posible asesino Twiter, incitando al ataque a sus “drones” de la derecha radical, habrá conseguido otro tipo de primacía estadounidense.
Un mensaje al planeta Tierra
Y no he hecho más que aproximarme al universo futuro de Donald Trump, que –por supuesto– está a punto de ser el universo de todos nosotros. Sospecho que su presidencia será la más traumática de todos los tiempos. Créanme, resultará ser una distopía más allá de toda comparación; ¿o debería decir más allá de toda desesperación?
Tomemos la cuestión más distópica de todas: el cambio climático. 
En las últimas semanas, Trump ha farfullado palabras de amor ante la dirección reunida del New York Times par jurar que, en la cuestión del vínculo entre la humanidad y el calentamiento global, él tiene la “mente abierta”. También, en pleno corazón de la torre Trump, ha hablado de amor a Al Gore (“Tuve una larga y muy productiva conversación con el presidente electo”, dijo Gore más tarde. “Fue una búsqueda sincera de puntos de coincidencia. Fue una conversación sumamente interesante, y eso va a continuar”). Además de todo lo que Donald Trump pueda ser, él es –ante todo y principalmente– un vendedor; esto quiere decir que sabe vender cualquier cosa y, cuando es necesario, hipnotizar casi a cualquiera; la realidad le importa un bledo.
Sin embargo, si el lector desea evaluar los verdaderos sentimientos de Trump respecto de esa cuestión, valen aquellos sentimientos de extrarradio de los años juveniles de Donald, cuando sin duda creció sintiendo cuan lejos estaba de la elite neoyorquina. Entonces, prestar menos atención a sus palabras y dedicar una mirada a lo que hace. En la cuestión del cambio climático, todos sus hechos son devastadores; evidentemente se venga de los muchos verdes, progresistas y de aquellos que solo están preocupados por el futuro de la Tierra y de sus nietos y no le votaron ni le apoyaron.
Hace poco, The Guardian hizo un resumen de las opciones de Trump, tanto para formar su equipo de transición como para los puestos clave de su administración, que no tuvieran nada que ver con los combustibles fósiles ni con el calentamiento del planeta. El resumen comprobó que los negacionistas climáticos y los llamados escépticos estaban en todas partes. De hecho, “por lo menos nueve de los principales miembros” de su equipos de transición –informó Oliver Milman en ese periódico– “niegan el acuerdo básico de los científicos de que el planeta se está calentando debido a la combustión del carbón [en sus variadas formas] y otras actividades humanas”.
Unamos esto con el deseo imperioso del presidente electo de explotar todos los combustibles fósiles con una intensidad que no tiene precedentes en la historia de Estados Unidos y tenemos un mensaje que no podría ser más claro ni más devastador para el futuro de un planeta habitable.
El mensaje no podría ser más claro. Si tuviera que escribirlo con solo tres palabras, éstas serían:
De Trump a la Tierra: ¡Vete al demonio!


Notas:
* El original en inglés de esta nota fue publicado el 22 de diciembre de 2016. (N. del T.)
** En una nota (en inglés) disponible en http://www.tomdispatch.com/post/175551/tomgram%3A_engelhardt,_assassin-in-chief/ (N. del T.)
Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project, autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Forma parte del cuerpo docente del Nation Institute y es administrador de TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176225/tomgram%3A_engelhardt%2C_will_trump_make_1984_look_like_a_nursery_tale/#more - Imagen: Antonio Rodriguez -
- Drone Wars UK - Milenio  Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García

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